miércoles, 27 de enero de 2010

CAP.II.1. San Pablo.

Cap.II.I
San Pablo.

Ningún otro escrito del Nuevo Testamento usa el término sacerdote para los cristianos; pero muchos lo suponen con tal evidencia que el sacerdocio de todo bautizado pasa a ser símbolo de la esencia de la vida cristiana. Es más, las otras cartas apostólicas esclarecen el sentido de los pasajes aducidos antes.

La Carta a los Romanos contiene un pasaje de capital importancia: “Por esa ternura de Dios os exhorto, hermanos, a que ofrezcáis vuestra propia existencia como sacrificio vivo, consagrado, agradable a Dios, como vuestro culto auténtico” (Rom 12,1).

Nótese la terminología litúrgica del versículo: “ofrecer”, “sacrificio”, “consagrado”, “culto”. Sin recurrir al vocablo “sacerdote”, san Pablo está exhortando a ejercer un oficio sacerdotal, especificando los “sacrificios espirituales” que, según san Pedro, son propios de los cristianos-sacerdotes. Cada uno, ejercitando su sacerdocio, ofrece a Dios por medio de Jesucristo un sacrificio que es su propia persona, él mismo en su existencia concreta (lit. “cuerpo”) en Rom 12,1. El sacrificio es una entrega de sí mismo a Dios por la que el hombre se consagra; por referirse a la persona misma es ofrenda “viva”, en oposición a las víctimas animales propias de Israel y de las religiones paganas. Esta ofrenda de sí que agrada a Dios es la fe.

La fe, respuesta y entrega al amor de Dios manifestado en Jesucristo, es el culto y el sacrificio del hombre. Es su culto auténtico, es decir, real, substantivo y propio del hombre, que supera todo lo primitivo y exterior de las religiosidades antiguas. Resuena aquí la palabra de san Juan: “Adorar a Dios en espíritu y verdad” (Jn 4,24).

La interpretación propuesta ha identificado con la fe el sacrificio mencionado en Rom 12,1. La vemos confirmada en la Carta a los Filipenses: “Aunque se derrame mi sangre sobre el sacrificio litúrgico que es vuestra fe…” (2,17).

Los pasajes examinados despliegan una terminología litúrgica completa: “culto”, “sacrificio”, “liturgia”, referida a la fe, primera dimensión de la vida cristiana.

Releyendo, sin embargo, el Nuevo Testamento tropezamos con los mismos términos designando esta vez la práctica del amor al prójimo, aun en sus aspectos más materiales. Cuando San Pablo se encontraba en apuros económicos, los cristianos de Filipos le enviaron dinero para aliviar su necesidad. El emisario (lit. apóstol) y habilitado (lit. licurgo) fue Epafrodito; por su medio, los filipenses rindieron a Pablo el servicio (lit. liturgia) que no podían prestarle en persona (2, 25.30). La ayuda fue generosa y san Pablo la califica de “incienso perfumado, sacrificio aceptable, agradable a Dios” (4,18).

En términos parecidos se refiere a la colecta que organizaba a favor de Jerusalén, servicio (lit. liturgia) que remediaba de sobra las necesidades de los cristianos (2 Cor 9,12).

La predicación apostólica, anuncio a los no creyentes de la salvación que Dios ha efectuado por medio de Cristo, es una actividad eminente de amor al prójimo, y san Pablo la define enfáticamente en términos litúrgicos:

“Bien sabe Dios, a quien doy culto con toda mi alma proclamando la buena noticia de su Hijo…” (Rom 1,9).

“Me da pie el don recibido de Dios, que me hace celebrante (lit. licurgo) de Cristo Jesús para con los paganos; mi función sacra consiste en anunciar la buena noticia de Dios, para que la ofrenda de los paganos, consagrada por el Espíritu Santo, le sea agradable” (Rom 15,16).

San Pablo establece un paralelismo entre una función sacra y su predicación; la asamblea son los gentiles, el rito sacrificial es la predicación del evangelio, la ofrenda son los mismos que escuchan; la acción del Espíritu en ellos, que suscita la fe, los hace agradables a Dios. El papel de la predicación, que es liturgia, consiste en despertar la liturgia individual de entrega por la fe.

lunes, 4 de enero de 2010

LA PRIMERA CARTA DE PEDRO.

I.

“La Primera Carta de Pedro”

Otro escrito del Nuevo Testamento, la Primera carta de Pedro, menciona explícitamente en dos pasajes el sacerdocio de todos los cristianos.

En el primero se aplican a los fieles dos imágenes a primera vista difíciles de concordar: ellos son piedras del templo del Espíritu y sacerdotes de Dios: “Al acercaros a él, piedra viva… como piedras vivas vais entrando en la construcción del templo espiritual, formando un sacerdocio santo, destinado a ofrecer sacrificios espirituales que acepta Dios por Jesucristo (2, 4-5).

La imagen del templo describe la unión de la comunidad con Cristo, y equivale a la imagen del cuerpo usada por san Pablo. Según san Pedro, Cristo es la piedra viva escogida por Dios; adhiriéndose a él, los hombres se convierten en piedras vivas que van construyendo el templo del Espíritu; el Espíritu que habita en ese templo es el mismo Espíritu de Cristo que se transfunde a cada cristiano y, siendo único, lo une con Cristo y con los demás miembros de la comunidad. La imagen del templo de Dios (1 Cor 3,16-17) o del Espíritu (6,19) es frecuente en Pablo. El doble punto de vista explica la doble imagen: el Espíritu unido a cada uno constituye el sacerdocio santo, capaz “de ofrecer sacrificios espirituales agradables a Dios por medio de Jesucristo”. El término “espiritual”, tan despreciado en nuestras lenguas, tiene la fuerza de “vivificado por el Espíritu”. En esta carta el sacerdocio es colectivo, no individual como en el Apocalipsis. Pocos versículos más abajo, la carta repite la misma idea: “Vosotros sois linaje escogido, sacerdocio real, nación consagrada, pueblo adquirido por Dios, para publicar las proezas del que os llamó de las tinieblas a su maravillosa luz” (2,9).

Con frases del Antiguo Testamento (Éx 19,6; Is 43,21), se describe a la Iglesia como el nuevo Israel; al igual que en el Apocalipsis, es el resultado de un rescate o liberación; es propio de su misión sacerdotal proclamar las grandes intervenciones salvadoras de Dios en la historia humana. Hay un paralelismo, al menos parcial, entre los sacrificios espirituales del primer pasaje y la proclamación del segundo; ésta consiste en la expresión pública de la fe, cuyo contenido central es la obra de Cristo, el rescate, descrito como el paso de las tinieblas a la luz. Nótese este rasgo de la fe cristiana: no consiste en recitar enunciados abstractos, sino en distinguir la mano de Dios en los acontecimientos: son ojos que ven y palabras que afirman la acción de Dios en la historia.

Los pasajes citados del Apocalipsis y de san Pedro se inspiran de Éx 19,6. La traducción del texto hebreo sería: “Seréis un pueblo sagrado con gobierno de sacerdotes”; san Pedro cita, en cambio, la traducción griega de los LXX, que extiende el sacerdocio a todos los miembros de la comunidad: “Sacerdocio real, nación sagrada”. El Apocalipsis, separando los términos “reino” (=linaje real) y “sacerdotes”, trata con más libertad el antiguo texto, a la luz de Is 61,6: “Vosotros os llamaréis sacerdotes del Señor, dirán de vosotros: ministros de nuestro Dios”. El versículo del Éxodo instituía una hierocracia, los versículos del Nuevo Testamento declaran el sacerdocio de todos.

CAP II. EL SACERDOCIO DE LOS CRISTIANOS. EL APOCAPILSIS.

I

El sacerdocio de los Cristianos.

Cinco pasajes del Nuevo Testamento hacen mención del sacerdocio de todo cristiano. Tres pertenecen al Apocalipsis, dos a la Primera carta de Pedro.

El “Apocalipsis”

El cántico de los veinticuatro ancianos en honor del Cordero (5,9-10) contiene una descripción poética de la Iglesia, en el lenguaje simbólico propio del libro: “Tú mereces coger el rollo y soltar sus sellos, porque fuiste degollado y con tu sangre adquiriste para Dios hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación; hiciste de ellos linaje real y sacerdotes de nuestro Dios. Ellos serán reyes en la tierra” (Ap 5,9-10).

Según este pasaje, la Iglesia es el fruto del sacrificio de Cristo, “que fue inmolado y con su sangre rescató para Dios hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación”. Se presenta, pues, la obra de Cristo como una liberación del hombre, esclavo antes y por ende alejado de Dios. Cristo rompe la antigua servidumbre y coloca al hombre bajo el señorío de Dios. Los rescatados constituyen una comunidad nueva, no limitada por fronteras de raza, lengua o pertenencia política; la Iglesia es un pueblo universal.

A esos hombres ha concedido una dignidad extraordinaria: “Los ha hecho linaje real para que sean sacerdotes de Dios”; bajo el símbolo del linaje real puede adivinarse lo que san Juan llama ser “hijos de Dios”, “haber nacido de Dios” (Jn 1,12-13); san Pablo, “la filiación adoptiva”, “la adopción de hijos” (Gál 4,5), y la Segunda carta de San Pedro, en términos más abstractos, “la participación de la naturaleza divina” (1,4). Estos miembros de la estirpe divina serán los sacerdotes de Dios, en especial relación de presencia con él y encargados de darle culto. Además, “serán reyes en la tierra”, es decir, estarán unidos a Cristo señor en su gloria futura y, durante el tiempo de la Iglesia, en la obra de su reino.

La misma imagen y el mismo lenguaje aparecen en Ap 1,5-6:

“Al que nos ama y con su sangre nos rescató de nuestros pecados,
al que nos hizo linaje real y sacerdotes de su Dios y Padre,
a él la gloria y el poder por los siglos de los siglos, amén”.

La liberación es la obra del amor de Cristo por los hombres; gracias a su sacrificio, los liberados son ahora linaje y sacerdotes de Dios. Como en el texto anterior, el sacerdocio de los fieles es consecuencia del acto sacerdotal de Cristo, que derrama su sangre por los pecados de los hombres. El texto no considera la universalidad de la vocación cristiana, pero especifica ser el pecado la cautividad de que Cristo desata.

El sentido del tercer pasaje (Ap 20,6) depende de la debatida interpretación del milenio: “Dichoso y santo aquél a quien toca en suerte la primera resurrección; sobre ellos la segunda muerte no tiene poder. Serán sacerdotes de Dios y de Cristo y serán reyes con él los mil años”.

Hallamos las dos notas: sacerdocio y reino. El primero se amplía al servicio de Dios y de Cristo; el reino aparece en su ejercicio, sin alusión al linaje real indicado en los pasajes anteriores. Si los mil años se refieren al tiempo entre la resurrección y la segunda venida, confirmaría los textos anteriores.

Según el Apocalipsis, por tanto, la redención es un acto sacerdotal de Cristo, que con su sacrificio libera a los hombres de la cautividad del pecado y os constituye en estirpe y sacerdotes de Dios. Si identificamos el “linaje real” con el ser “hijos de Dios”, podríamos concluir que Cristo, el Hijo de Dios, el Sacerdote eterno, comunica a todos los hombres de toda tribu, raza, pueblo y nación el ser hijos y sacerdotes, después de haber curado la alienación que los tenía separados de Dios.

CAP II. SACERDOTES DE NUESTRO DIOS.

(Ap 5,10)

Apoyados en el Nuevo Testamento, hemos intentado exponer el aspecto que podríamos llamar “profético” de la vida cristiana: testimonio de la unidad y la felicidad propia del reino, tarea de reconciliación entre los hombres y denuncia de la maldad que la impide.

Pero la riqueza de vida que Dios concede al hombre no se expresa adecuadamente siguiendo una sola línea de pensamiento, ni un solo punto de vista puede dar razón de todas las aspiraciones humanas que satisface. Los mismos escritos apostólicos proponen otras formulaciones de la misma realidad. Una de ellas es la concepción cultual, el aspecto sacerdotal de la vida cristiana. Este será el tema del presente capítulo.

Comentaremos en primer lugar los textos del Nuevo Testamento que mencionan el sacerdocio de los cristianos, intentando aclarar su significado. Expondremos a continuación el sacerdocio de Cristo, según lo expresa la Carta a los Hebreos. Terminaremos explicando el sentido de lo sacro en la visión cristiana.

sábado, 2 de enero de 2010

CAP.I.3 La denuncia.

Cap I.3
La denuncia.

La misión de los cristianos, como la de Cristo, no consiste solamente en dar ejemplo, sino también en denunciar la maldad del mundo. Recordemos un pasaje evangélico. Era el tiempo de la peregrinación nacional a Jerusalén con motivo de la fiesta de las Chozas. Los parientes de Jesús lo incitaban a subir a la capital y aprovechar la circunstancia para hacer milagros ante la multitud y obtener fama. No comprendían que se quedara en la provincia, desperdiciando ocasión tan propicia para hacerse popular. Jesús rechaza la invitación, para él no es el momento; para ellos lo mismo daba un momento u otro. Él se está enfrentando con el mundo y la tensión aumenta; a ellos el mundo no los molesta porque son suyos, a Cristo, en cambio, lo aborrece, porque pone en evidencia que sus acciones son malas (Jn 7,3-7).

El mundo reserva sus zarpazos para el que se atreve a contradecirlo. Su maldad hay que denunciarla primeramente con el género de vida, pero también con palabras si la coyuntura lo exige. Cristo, tan acogedor con pecadores, enfermos y niños, fue violento con los ambiciosos, hipócritas y piadosos explotadores (Mt 23; Lc 20,47) y no se recató de llamar un don nadie a Herodes el virrey (Lc 13,32).

La denuncia es parte de la misión profética de la Iglesia. Debiendo estar libre de toda ambición humana, puede y debe denunciar las fechorías de la sociedad, censurando con independencia, sobriedad y lealtad las injusticias y animando a solucionarlas. Si la Iglesia zahiriese el mal y alabase el bien sin distinción de campos y sin doblegarse ante lisonjas o amenazas, sería de verdad la conciencia del mundo y el acicate de la sinceridad humana.

Su norte es la visión del futuro prometido por Dios; cotejando las realizaciones humanas con el esplendor del reino, entrevisto en la esperanza, sabe que todas son penúltimas. Aunque este mundo vaya adelante, impulsado por Dios, nunca llegará a ser otra vez “muy bueno” (Gn 1,31) hasta que no se transforme en el nuevo cielo y la nueva tierra (Ap 21,1). Ante la sociedad que tiende siempre a consolidad el status quo, alzarán los cristianos nuevos ideales que la estimulen a avanzar.

Ni la tarea de la Iglesia ni la denuncia toca a todos los cristianos en igual medida. Según el estado social, las dotes personales y los dones que Dios dé, unos se comprometerán más y otros menos. Hay un denominador común, sin embargo: todos están obligados al perdón y a la fraternidad; también a la ayuda, según las posibilidades, “donde hay buena voluntad, Dios acepta lo que uno tenga, sin pedir imposibles” (2 Cor 8,12). La vocación cristiana no debe caer en el agobio ni en la dejadez. Cada uno, deseoso de cooperar, conducirá su tarea con entusiasmo tranquilo y eficaz. Quien vea que debe gritar, grite: el que estime más conducente callarse, que se calle. No a todos se pide lo mismo, ni todos son capaces.

Dios creó el mundo para comunicar su vida, haciendo al hombre libre y feliz en una sociedad de hermanos en que él mismo había de habitar: el reino de Dios.

Se interpone un obstáculo a su plan, el egoísmo del hombre, el pecado, que provoca la discordia y la enemistad, la injusticia y la explotación. Las zanjas abiertas entre los hombres cavan un abismo entre el hombre y Dios. El hombre se aliena irremediablemente y corre a la ruina.

Dios ama a su criatura e interviene en la historia para salvarla de la perdición y realizar su reino. La elección de Abrahán, el rescate de Egipto y la alianza con el pueblo son momentos cumbres de su acción, que prepara la llegada del Salvador.

Para salvar al hombre alejado, Dios se le acerca: envía a su Hijo, que se hace hombre y se liga a la humanidad con vínculos de hermano. Anuncia el reino y, para hacerlo posible, reconcilia en sí mismo con Dios a la naturaleza humana, entregándose por los hombres hasta la muerte, desarraigando así el egoísmo del pecado y anulando sus consecuencias.

Rechazado por su pueblo, pero exaltado por Dios, los que se adhieren a él forman el nuevo Israel. De esta manera se cumple la promesa hecha a Abrahán, que alcanzaba a todas las naciones. La fe en Jesús, Mesías y Señor, constituye a la Iglesia.

La Iglesia es la primicia del reino de Dios y se distingue del mundo porque en ella se verifican ya en cierto modo las notas del reino mismo. Es la unidad creada por Dios frente a la división del pecado, la comunidad de los salvados, que reconocen al Padre del cielo y a Jesucristo Señor. Su unidad en el amor fraterno es garantía para el mundo de la promesa del reino futuro. Renunciando a las ambiciones, causa de injusticia y discordia, queda libre para verificar en sí misma la igualdad entre los hombres, la solidaridad, la ayuda desinteresada, la sinceridad mutua. La libertad y alegría de la vida cristiana son el mejor testimonio del reino de Dios, ante el mundo agobiado por el dolor de la injusticia o la fiebre de la ambición.

La acción de Dios, sin embargo, no empieza por la Iglesia ni se amuralla en ella, se despliega en el mundo entero. La Iglesia está llamada a colaborar en esa labor de reconciliación universal, ayudando a demoler las barreras separadoras y a nivelar las desigualdades injustas. Reconocerá la mano de Dios en toda empresa que tienda a la liberación del hombre y a la humanización de la sociedad; prestará su modesto apoyo al bien y unirá su voz a los que denuncian el mal. Sin pretender su propia gloria, buscará que la sociedad madure y camine por sí misma, sabiendo que quien ama a su prójimo es candidato al reino, aunque no lleve la marca de dios visiblemente. Alabará a Dios porque concede al hombre su potencia, consciente de que cuanto menos necesite de ella el mundo es porque llega más hondo la acción oculta de Dios, que transfunde su vida a la humanidad. En cada paso humano hacia el bien verá la manecilla del reloj de Dios acercándose a la hora cero.

Entonces habrá nuevo cielo y nueva tierra; aparecerá, radiante con la gloria de Dios, la ciudad de las doce puertas con calles de oro transparente, la mansión de Dios con los hombres, cuyo sol es Cristo. Allí no habrá lágrimas, duelo, grito ni dolor, porque lo de antes ha pasado (Ap 21).

Cap I.3 La explicación.

Cap I.3
La explicación.

La autenticidad y dedicación desinteresada producen sorpresa y extrañeza; ésta es la señal del testimonio. Unos las traducirán en interés, otros en oposición; de todos modos, pedirán explicaciones, y llega entonces el momento de dar razón de la fe. El pasaje que vamos a citar combina estos aspectos:

“¿Quién podrá haceros daño si os dais con empeño a lo bueno? Pero aun suponiendo que tuvierais que sufrir por ser honrados, dichosos vosotros. No les tengáis miedo ni os asustéis; en lugar de eso, en vuestro corazón reconoced a Cristo como a Señor, dispuestos siempre a dar razón de vuestra esperanza a todo el que os pida una explicación, pero con buenos modos y respeto, y teniendo la conciencia limpia. Así, ya que os difaman, los que denigran vuestra buena conducta cristiana quedarán en mal lugar” (1 Pe 3,13-16).

Los cristianos han de hacer impresión por su forma de vida. Luego, cuando la gente se sorprenda de su conducta insólita, darán explicaciones; obras antes que palabras. En sus respuestas, ninguna superioridad, sino modestia y respeto. La conciencia que menciona el texto equivale a la autenticidad. Llega el momento de hablar de los motivos, de mencionar los nombres, de revelar la esperanza; no hace falta traducir, sino explicar. El discurso no se limitará al hombre; Dios, que en Cristo se nos ha entregado, es también el que merece reconocimiento y amor por sí.

Al explicar su fe, el cristiano se expone a la irrisión; no le importe, él no ha intentado imponerse, ha respondido a una pregunta. Siempre encontrará Pilatos que salgan con una evasiva escéptica, pero quizá otros aprendan el nombre de la verdad.