lunes, 21 de junio de 2010

CAP V. LA CELEBRACIÓN.

LA FIESTA, ALIENTO DE LA VIDA CRISTIANA.

Cristo no instituyó un culto ni mostró interés alguno por ceremonias ni rituales; nunca se dice en los evangelios que asistiera a las oraciones públicas del templo. Y en el inverosímil supuesto de que lo hiciera -recuérdese la maldición de la higuera, símbolo del templo (Mc 11,15-22)-, el dato no quedó archivado, mostrando que los evangelistas no le atribuían ninguna importancia. En cambio, participó con sus discípulos en la cena pascual, donde, con toda simplicidad, en una casa, distribuyó un pan y un vino que eran su cuerpo y su sangre. Luego, un encargo: "Haced lo mismo en memoria mía" (Lc 22,19; 1 Cor 11,24-25), sin ceremonia prescrita ni forma regulada.

Según la Carta a los Hebreos, el culto reglamentado era una sombra, disipada por el cumplimiento: "La primera alianza tenía reglamentos cultuales y un santuario en este mundo" (Heb 9,1). Todo esto terminó con el sacrificio de Cristo, que entró de una vez para siempre en el verdadero santuario -que no pertenece a esta creación- y obtuvo una liberación definitiva (ibíd. 11-12).

Como hemos visto en el capítulo II, el culto cristiano no conoce tiempo, es continuo, pues la vida misma es culto; la entrega a Dios y al hombre es sacrificio y servicio. Cuando los cristianos se encuentran es, por tanto, para celebrar una fiesta o tener una reunión.

Cristo comunica una vida, y la vida pide expresión y exuberancia; por eso tenía que florecer en fiesta. Por otra parte, el término "memoria" o "memorial", empleado por Cristo, incluye una conmemoración; y una reunión con propósito de conmemorar algo o a alguien, un aniversario, el éxito o la presencia de un personaje, se llama celebración: "Se celebró el centenario de...", "se celebró un banquete en honor de...".

En este capítulo analizaremos en primer lugar la esencia de la fiesta y las causas de su decadencia; propondremos luego una definición, explicando sus elementos; nos detendremos finalmente en los grados y características de la celebración cristiana.

Dos observaciones.

Pero hay que hacer dos observaciones. La primera es que muchos grupos cristianos se encuentran todavía de hecho en el estadio religioso; por ejemplo, en cuanto a la necesidad de espectáculo litúrgico, de devoción dulzona, de imágenes de mal gusto, de novenas con peticiones rastreras. El interés de ellos y el bien de la Iglesia y del mundo piden que salgan de su situación. Pero hay que considerar que no saben otra cosa y que la angustia en que viven no les permite nada diferente. Sería cruel, anticristiano y antidivino privarlos de lo que tienen, ofenderlos y ofrecerles un pan que no pueden masticar.

No hay que resignarse simplemente, sin embargo. Si el niño tiene hambre, hay que darle leche; pero poco a poco el maestro, consciente de su misión, tiene que plantar la inquietud en el ánimo del alumno para estimularlo a obrar por sí mismo. Por el momento, ha de alimentarlo con lo que puedan triturar sus encías, pero al mismo tiempo ha de ir formando a la Iglesia para el servicio de la humanidad. En el servicio mismo, empezando quizá sin convicción, al sentirse cooperador de Dios en la ayuda al más necesitado que él, puede descubrir a un Dios que no sea simplemente panacea. Uno que merece ser amado por sí mismo, no como recurso, ni siquiera como caudillo.

La segunda observación atañe también al realismo. Aunque el cristiano comprenda ser voluntad de Dios que el hombre crezca y vaya arreglando sus problemas por sí mismo, sabe también que para muchos de ellos las soluciones están todavía lejos. Esto justifica la petición a Dios. De hecho, se le pide que llene un hueco, porque el hueco es real, hay que llenarlo y no hay nadie capaz. Es un aspecto de nuestra humildad. La diferencia con la mentalidad religiosa consiste en que no se recurre a Dios por dejadez ni por miedo a la responsabilidad, sino por resultar imposible tomársela. Conociendo el designio sobre el hombre y excluyendo todo espíritu mercenario, confesamos cándidamente nuestra impotencia, reconociendo que, en el caso concreto, él es nuestro único refugio; y él lo sabe.

Cristianismo.

Al descubrir la etapa religiosa del hombre como estadio precristiano, el lector habrá reconocido muchos rasgos del cristianismo que ha vivido. No es de extrañar. Como ya insinuábamos a propósito de la libertad, la sociedad humana de que era parte la Iglesia no estaba preparada para digerir alimento tan adulto, y persistió en la mentalidad religiosa heredada del paganismo y del judaísmo, a pesar de la posición neta y valiente de san Pablo.

Dios aceptó la situación, pero no se resignó a ella. Poco a poco fue liberando al hombre, que hoy protesta precisamente contra la religión, motivó para él de escándalo. Los ataques a la moral interesada, al Dios despótico, al infantilismo de la ley, a la tutela, al espiritualismo desencarnado, muestran que las concepción religiosa está en grave crisis. El hombre no va a aceptarla en el futuro. Por mucho que el simbolismo y la poesía retornen, como es de desear, al mundo técnico agostado por el análisis, siempre será con un nuevo espíritu de libertad y emancipación, extranjero al precedente de angustia y escrúpulo.

La secularización acucia, exorcizando la religiosidad interesada. Cada vez le quedan a Dios menos huecos que llenar. Los hombres han aprendido a hacer cosas mantenidas antes dentro del coto de la religión; han encontrado la llave de los misterios y, con un empellón a los centinelas sacros, han abierto las puertas.

Es un hecho que la humanidad toma su destino en las manos. Un destino que no depende de profecías o derechos sobrenaturales, sino que se planifica y ejecuta sin acordarse de valores religiosos. No se justifican las actividades invocando la voluntad de Dios, sino el bien del hombre; no se apela a instancias superiores. El hombre quiere encargarse de sí mismo sin seguir falsillas ajenas ni esperar directivas sacrales. La "religión" no tiene sitio en la empresa humana; la sociedad, que se esforzaba antes por tener propicios a sus dioses, los ha olvidado. Basta escuchar a la gente y enterarse de lo que le interesa, la entusiasma, ocupa sus conversaciones o su tiempo libre. Antiguamente, hasta la diversión era religiosa: la misa mayor o el sermón de campanillas eran espectáculo.

Incluso los creyentes comprometidos se preocupan hoy mucho más por la integración racial, la guerra o la injusticia que por los problemas estrictamente religiosos. No interesa gran cosa lo que digan el párroco, el obispo o el papa, la organización de la Iglesia o los ejercicios de piedad. Lo humano, lo mundano, en su aspecto de frivolidad o de problema, según la calidad de las personas, es lo que ocupa las mentes.

La vida humana va tomando forma sin el control de la religión; antes tenía en cuenta normas, valores, conductas dictadas "por lo que es cristiano". Ahora los valores ya no se sinceran con tales declaraciones. Y esto incluso en los creyentes; resulta cada vez más fuera de lugar aducir razones religiosas en asuntos de este mundo.

En la comunidad cristiana se nota un cambio de postura. El símbolo de la "Iglesia-Madre" es poco apreciado. Durante mucho tiempo se fue a la Iglesia para encontrar en ella una ayuda, gasolina para la vida: consuelo, equilibrio psíquico, personalización. Si la Iglesia es solamente refugio o clínica, la fe es todavía escasa, pesan demasiado los intereses personales; es más un eros religioso que una fe. Ya hace años, sin embargo, que no pocos grupos cristianos empezaron a comprender y practicar el compromiso como testimonio; por aquí se entraba ya en terreno cristiano, por la resolución de fidelidad al Señor y de empeño en la tarea. La actitud era a veces demasiado adusta y tensa, pero la fidelidad puede llevar al amor. La cruz, modelo y cumbre de la dedicación, mide al mismo tiempo la distancia al ideal que se persigue; el hombre se resiste a ser crucificado. Es entonces cuando descubre el otro aspecto de la cruz, el de la misericordia, que suscita otra clase de amor; no el interesado de la religión ni la lealtad del soldado, sino uno que no espera beneficios ni se traduce en actividad; queda en el corazón, como humildad y agradecimiento, amistad y goce de su Dios. Y es entonces cuando la misión alcanza su plenitud, al ser expresión del amor sentido y testimonio humilde de la experiencia personal.

El cristianismo, guiado por el Espíritu de Dios, descubre cada vez más a Cristo y se entiende cada vez más a sí mismo. Deja caer sus ornamentos religiosos para mezclarse con los hombres "como uno de tantos" (Flp 2,7), comprende la acción de Dios que cede la iniciativa al hombre, y siente los brazos de Dios que lo levantan de la postración y le piden en cambio una sonrisa. Su misma oración se realiza mucho más en la presencia que en la petición. Da gracias a Dios porque lo libra de tantas necesidades elementales, porque le permite buscarlo desinteresadamente y acercarse a su prójimo con más flores que monedas. Se siente libre de coacciones y respira la alegría de la salvación.

Niño-adulto.

La "religión" era un estadio infantil. Proclamada por Cristo la mayoría de edad, la "religión" ha de ir desapareciendo, pues pertenecía a lo elemental que esclavizaba y dividía al hombre. Era un régimen de temor alienante, abrumado como estaba por la conciencia de culpa y amedrentado por la ira del Dios justiciero; escindía al hombre, divorciando lo religioso de lo humano; dividía a la humanidad, pegando etiquetas de bondad o maldad, de salvación o ruina, tomando por criterio sus prácticas y creencias; mantenía al hombre en el infantilismo, acostumbrándolo a buscar solución en Dios o llevándolo a un fatalismo inerte; desembocaba en la tristeza, por no encontrar una amistad con Dios, libre de intereses mezquinos. En conjunto, fomentaba la alienación y la esquizofrenia, por introducir cuñas separadoras en todo ángulo del ser.

Cristo, por el contrario, para dar la salud al hombre, lo rotaliza y lo integra, borrando las líneas divisorias: se cuartean los muros del templo y se sacraliza el universo; se agrietan los días sagrados y se santifica el tiempo entero, se derrumban las barreras de casta y se consagra todo hombre; el Espíritu que inspiró a los profetas se derrama sobre todo mortal y la relación con Dios invade la vida y se identifica con ella.

Algunos hombres habían tenido esta intuición, pero de ordinario se habían separado de la sociedad para dedicarse por su cuenta a prácticas ascéticas particulares. Tampoco eso es condición; en la nueva edad que comenzó con Cristo, la vida de todo hombre, tranquila o ajetreada, es culto de Dios y lugar de Dios, con tal del que viva para el bien de los otros.

A la "religión" pertenecen varias concepciones con respecto a Dios: la del dios tirano, cuya omnipotencia juega con sus criaturas, destinándolas a dicha o ruina con una decisión inapelable. La del dios envidioso, que mantiene al hombre sometido, sintiendo celos de su autonomía y libertad. La del dios tremendo, que exige el homenaje y la adulación, so pena de caer víctimas de su cólera. La del dios banquero, que espía y anota cuidadosamente las faltas de los hombres, para ajustar las cuentas en el juicio. Ese es el dios que puede adorarse con los labios, pero nunca con el corazón; el dios que tortura al hombre condenándolo a culto forzado y provocando odio en lo íntimo de ser. Fruto podrido de la religión es la blasfemia, protesta contra la oculta esclavitud, que se da de ordinario en pueblos sedicentes religiosos. Ese es el dios que ha muerto, como se ha dicho en los últimos años. En realidad, era un espantajo, que se esfumó cuando Cristo pronunció el apelativo: "¡Padre!".

Utilitarismo religioso.

Las religiones pretendían monopolizar las doctrinas capaces de resolver los problemas humanos, fueran sociales o interiores al hombre. Pero, en realidad, ¿hace falta la "religión" para asegurar el equilibrio psíquico del hombre, su conducta moral, su dedicación al prójimo?, ¿la necesita el hombre para alumbrar su camino, señalar objetivos o sostener esfuerzos? Las religiones buscaban al Dios fuerte para sostener al hombre débil, instrumentalizando a Dios, que se convertía en panacea de los problemas humanos.

A los ojos de la religión, Dios era el soberano que graciosamente concedía gracias a súbditos agobiados que imploraban su majestad. Pero en el Nuevo Testamento Dios se muestra débil en todo ante el mundo. Se revela en el hecho histórico de Jesús, con todas sus incertidumbres, que dejaban lugar a dudas y oposiciones. Sus testigos ante el mundo fueron hombres muy vulnerables al ataque. La fe en él está sujeta a todo vaivén e intemperie, hasta apagarse por la miseria o el dolor. Su acción se ejerce en agua, pan y vino. En el Antiguo Testamento aparece con fuego y huracán. En el Nuevo, en cambio, no espera ni consiente que el hombre se arrodille quebrantado para acudir a salvarlo sin esfuerzo; en Cristo se hace un humilde para salvar a los humildes, un perseguido, un condenado. Dios se humilla para salvar al hombre humillado.

La religión invoca al Dios-solución, al Dios llena-huecos, que puede satisfacer sus necesidades. Ejemplo de ella es el voto de Jacob: "Si Dios está conmigo y me guarda en el viaje que estoy haciendo, si me da pan para comer y vestidos para cubrirme, su vuelvo sano y salvo a casa de mi padre, entonces Yahvé será mi Dios, y esta piedra que he levantado será casa de Dios. Y de todo lo que me des, te daré el diezmo" (Gn 28,20-22).

Pero resulta que con el progreso humano los huecos los va llenando el hombre. La antigua mercancía celeste se vende en la plaza pública; no hay que invocar a lo alto, basta salir a la calle. Dios no era como se lo imaginaban las religiones, ni se conforma con ser instrumento y comodidad para el hombre. Quiere que el hombre sea adulto, que ande solo, que se haga independiente. Dios quiere hijos mayores, no niños inseguros. Para ello le pasa al hombre su potencia, le va transfundiendo su propia sangre, lo hace sentirse fuerte. Solamente así liberado, podrá el hombre entablar con él la relación de amor y amistad, de agradecimiento y confianza. Dios no es instrumento, es fruición; no es déspota, es Padre. La mentalidad religiosa interesada es infantil y precristiana.

Ni siquiera la misión en el mundo, que Dios le asigna, es meta última de la Iglesia. La relación con Dios no se agota en el amor del prójimo ni se termina con la fidelidad a un encargo. Más allá quedan todavía la celebración de su bondad y el gozo de su presencia, que florecerán en la vida eterna. Dios es descanso y alegría.

El camino del hombre a través de sus miserias, camino doloroso y sangriento, famélico y llagado, lo llevaba a tomar fácil conciencia de su pobreza y de la necesidad de Dios para salir de ella. Respondía a su situación con la mendicidad religiosa. Mientras el hombre vive encorvado, practica la religión; muchos ritos esconden el deseo de tener contenta a la divinidad para que sea favorable en el momento aciago. Y Dios es tan humilde que se deja utilizar, pero es un estadio pedagógico, no final. Su voluntad es que el hombre salga de la mentalidad religiosa, para que, adulto e independiente, viva de fe y amor. Busca ser amado por sí mismo, no por sus dones.

Cuando Dios acepta la relación imperfecta e interesada, lo hace también por amor. Porque amar significa estar dispuesto a hacer lo que conviene al otro en el momento preciso y a dejar de hacerlo cuando se muestra innecesario. Esa es la actitud de Dios con el hombre; responde a su nivel, según su comprensión y necesidad; es la única conducta posible para un amor verdadero.

También Cristo atendió a los que le pedían salud; los curaba por compasión y como signo del reino que se acercaba. Pero llega un momento, en Getsemaní, cuando es Cristo quien pide ayuda a los suyos; desamparado, triste, indefenso, necesitaba compañía. Cristo pidió a Dios una solución a la tragedia, pero el Padre dulcemente rehusó. Si aquella escena tiene algún sentido es que Dios no resuelve los problemas humanos; desea que el hombre asuma su responsabilidad; y Cristo invita a sus discípulos a sufrir con él a manos del mundo impío. Así es el cristiano en la vida: se adentra en su dolor y alegría, en sus éxitos y fracasos, sin pedir soluciones; pero, como Cristo en Getsemaní, poniéndose en manos de Dios, que es su Padre.

Dios pasa su vigor al hombre, para que él encuentre sus soluciones; por tanto, hay que celebrar la humanidad del hombre y la divinidad de Dios. Hay que gozar de que el hombre viva íntegro, responsable y feliz ante su Padre que lo quiere y lo anima. Cuando el hombre toma en sus manos una empresa para el bien de la humanidad, allí está la gracia alentadora de Dios, y el Padre sonríe viendo las proezas del hijo. La humildad de Dios consiste en retirarse, en eclipsar su poder. Cristo vino a liberar; cuanto más libre y poderoso sea el hombre, más éxito tiene la misión de Cristo. Y Dios no es envidioso; al contrario, se precia de su obra.

Tarea social

El reino que Dios anuncia y promete se define como la sociedad de los hombres, relacionados entre sí con vínculos de hermandad; a esta tarea están llamados los cristianos a colaborar. Aquí aparece otra diferencia con las "religiones". Estas ofrecen la salvación al individuo y orientan su vida para conseguirla; Cristo, en cambio, empieza otorgando la salvación y llama al hombre a una tarea social. Por su insistencia en la salvación personal, las religiones favorecen el individualismo; el cristianismo, por el contrario, siendo profundamente personal, es radicalmente antiindividualista; el hombre no ha de vivir para sí, sino para los demás; la Iglesia no existe para sí, sino para el mundo. Y esto significa ser fermento de cambio social, dinamismo en la historia humana, impulso hacia la meta del reino.

La salvación que las religiones prometían se realiza para el cristiano en el bautismo; en él empieza la nueva condición humana de salud y vida, de paz, alegría y dinamismo. Esta vida no la guarda para sí, debe comunicarla a los demás; la Iglesia no es un conventículo de iniciados celosos de su privilegio ni un cenáculo de selectos que profundizan su espiritualidad; es un grupo de hombres que trata de crear una isla de salud en un mundo enfermo, un equipo que contribuye, cada uno en su puesto y vocación particular, a que la sociedad sea de verdad humana. Mezclado como la sal, procura dar al mundo un gusto nuevo, de sinceridad y transparencia. Su trabajo es la reconciliación y la paz entre todos los hombres, no sólo entre los que se profesan cristianos. La construcción de una sociedad nueva es su tarea, su ideal y su razón de existir.

De aquí la importancia que para el cristiano asume la historia, instrumento del designio divino. No espera emigrar a otro mundo, sino la nueva creación de este universo; su ciudad futura no está en lo alto, será un don de Dios a esta tierra (Ap 21,2); su expectación no es la etérea inmortalidad de almas, sino la tangible resurrección de cuerpos, es decir, la vida de ser entero, libre para siempre de limitación, miseria y decadencia (1 Cor 15,13-14.16-17). Su ideal es la gran utopía para este mundo, pero esa utopía está prometida y garantizada: Cristo, el pionero de la salvación (Heb 2,10), ya vive en ella y continúa su obra hasta que, vencido el último enemigo, la muerte, Dios reine completamente en todo (1 Cor 15,28).

Las religiones prometían un paraíso tranestelar o una emigración a esferas espirituales, cuando no reducían al hombre al estado de sombra exangüe que merodeaba envidiando a los vivos. Nada de eso enseña Cristo; él ha vencido a la muerte y ha salvado al mundo, humano e incluso físico. El amor del cristiano a este mundo está justificado y su compromiso en la historia es consecuencia necesaria de su fe; ella es "anticipo" de lo que se espera, prueba de realidades que no se ven" (Heb 11,1), del cielo nuevo y la tierra nueva, de la ciudad en que Dios habitará con los hombres (Ap 21).

domingo, 20 de junio de 2010

Exclusivismo religioso.

El cristianismo, al revés que la "religión", no es exclusivista. Cree que Dios ama al mundo entero, no sólo a los que se profesan cristianos; sabe que el objeto de la salvación es la humanidad, creyente o no, y que Dios si Dios llama a algunos a la fe es para colaborar en la salud de todos los hombres.

El círculo exclusivo es la antítesis del cristianismo. Las religiones sostenían que la salvación sólo podía alcanzarse sometiéndose a ciertas prácticas rituales y confesiones orales. La humanidad, si quería salvarse, había de pasar bajo las horcas caudinas de la pertenencia a un credo. Lo que Dios pide, en cambio, es un modo de vida humano, y ése es el camino de la salvación. No insistimos en el papel y la necesidad de la Iglesia, expuestos hace un momento.

Por eso, la imposición de observancias es ajena al cristianismo. Como todo grupo humano que desea expresar sus convicciones y animarse en su tarea, compone y mantiene celebraciones. Este será el objeto del capítulo siguiente. Pero no se considera sujeto a obligaciones. La expresión, que nace de la convicción, del amor y del entusiasmo, de la alegría y el dolor compartidos, no vive de reglas ni admite imposiciones.

La reglamentación y obligatoriedad de las observancias religiosas acaban por erigir barreras culturales o sociales. Tal fue el resultado de la Ley judía, y por eso tuvo Cristo que abatir con su cruz el muro divisorio, aboliendo en su carne la Ley con sus preceptos y reglas (Ef 2,14-15). Llevan a exclusivismos, separando a los hombres. Procuran evasiones, considerando importante lo secundario; ¡qué ridículas aparecen las minucias fariseas al lado del problema de vida o muerte en que se debatía Cristo o al lado de los problemas del hambre y la guerra en el mundo! Se eleva la observancia a criterio de bondad o maldad del individuo. Cristo terminó con eso: lo único que mancha al hombre es la actitud perversa hacia su semejante (Mc 7,15-21).

Religión o vida.

Cristo no delimita un sector de la existencia para dedicarlo a Dios, pide la existencia entera. La moral es el modo de vivir, y ése es también el testimonio y el culto. Cristo muestra la posibilidad de un nuevo modo de vida, sin sacar al hombre de su marco histórico, pero cambiando su actitud. No crea una nueva historia, da meta e impulso a la única historia. Si la ruta en el tiempo de los grupos cristianos se llama historia de la Iglesia, la ruta de la humanidad entera debería llamarse historia del reino de Dios, y en ella es donde operan los cristianos. Religión se refiere a ciertas actividades, vida es la existencia global; y la vida cristiana es vida humana orientada al bien de los demás y al testimonio en el mundo del amor de Dios. Toda manifestación del hombre, desde la política hasta el arte y el trabajo, entra en la esfera cristiana.

Por eso la revelación de Cristo no es para san Juan una doctrina superior ni una enseñanza coneptual sobre Dios y el hombre; no se percibe tampoco únicamente con las herramientas intelectuales: "Lo que oímos, lo que vieron nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos... porque Vida se manifestó y nosotros la vimos, damos testimonio y os anunciamos la Vida eterna que estaba de cara al Padre y se nos manifestó" (1 Jn 1,1-2).

Esa vida, que es eterna, viene a realzar, a dinamizar y a dar permanencia a toda la vida del hombre.

Si se quiere agudizar el contraste, cabe decir que Cristo llama a la vida y la hace posible; lo de antes era muerte, fundado como estaba en el odio y la rivalidad, en la alienación y la ruptura. El propósito de Dios en Cristo es que el hombre lo sea plenamente, en todas sus dimensiones. Dios no se equivocó en su primera creación, no tiene por qué corregirla, pero quiere llevarla a plenitud, dando la salud al mundo, para que tenga vida y le rebose (Jn 10,10). No postula prácticas, observancias u homejanes; si el hombre es libre, responsable, solidario, servicial, sincero, eso es lo que Dios quiere. Para ello le da su Espíritu que lo lleva adelante. Algunos, los que él llame, reconocerán de dónde viene la ayuda y sabrán el nombre del dador; pero eso a Dios no le corre prisa, llegará en su momento. Lo que le interesa de verdad es que el hombre encuentre una vida humana en la relación fraterna con su semejante.

Es necesario que haya creyentes para empezar ese género de vida, para que sean levadura de la sociedad y también para que la energía de la fe impida que decaiga el empeño del amor; pero no hace falta que toda la humanidad sea cristiana, basta un catalizador en el mundo.

Supuesto el propósito de Dios, los que practican el amor del prójimo están más cerca del reino que los que sólo tienen fe religiosa e inactiva. El amor al prójimo es el que salva; así aparece en la escena del juicio. En cambio, quien sólo sabe decir: "Señor, Señor", pero no lo traduce en acciones, no será admitido.

Si Dios es amor, únicamente quien ama se parece a él, y eso es lo que él espera. Todo el que practica el amor es hijo de Dios; aunque no lo sepa, lleva el parecido en la cara. El cristiano sabe además de quién es hijo, se lo ha enseñado el Hijo primogénito, el hermano mayor, que concoe al Padre y nos hablado de él (Jn 1,18; 3,32).

Por eso, ser cristiano es vivir de modo que el amor que Dios derrama en lo interior salga fuera y queme. Usando otra metáfora, es labor de acuñadores; el oro lo tenemos, Dios lo da. Hay que hacerlo moneda para irlo repartiendo. Algunos poseen el lingote sin saber de quién viene; hasta que lo acuñen y repartan, eso es lo que Dios pretende.

En consecuencia, es obligación del cristiano alabar a todo acuñador que encuentre y cooperar con él. Si se presenta la ocasión, podrá explicarle quién proporciona el oro, pero lo importante es que se distribuya; de llamar a la fe se encarga Dios. Además, los quilates del amor no se miden por la fe explícita; había uno que expulsaba demonios usando el nombre de Jesús, pero que no pertenecía a su grupo; los Zebedeos quisieron impedírselo, pero el Señor se opuso: "No se lo impidáis, quien no está en contra de vosotros está en favor vuestro" (Lc 9,49-50). No hay que interceptar el bien en nombre de la fe, que es la motivación consciente del amor mutuo. En todo caso, si alguien practica el amor desinteresado a los demás es porque Dios se lo ha dado, y Dios conoce los quilates de su oro.

Las dos esferas.

Examinemos otro aspecto de la diferencia. Decir "religión" y separar mentalmente un sector de la existencia del rsto de la vida es todo uno; y eso aunque se sostenga que la religión ha de reflejarse en la vida. En la concepción "religiosa" Dios y el hombre habitan en planos paralelos, y entre ellos se interponen los siete cielos de la trascendencia divina, para usar antiguos símbolos. Toda la preocupación del hombre sincero era agradar a ese Dios de lo alto, pero la mirada, al levantarse, perdía de vista al hombre compañero.

A lo más, podía el prójimo servir como trampolín para saltar hasta lo trascendente. Aunque el budismo tiene más de filosofía que de religión, permítasenos recordar la conmiseración enseñada por Buda, una de las grandes figuras de la humanidad. Para él, toparse con el dolor humano constituyó una experiencia decisiva, y recomendó vivamente la compasión para con todos. Pero la subordinaba a la iluminación, la consideraba un medio, "como la barca que se deja, una vez alcanzada la otra orilla".

La encarnación del Hijo de Dios ha hecho caducar la concepción religiosa. El hombre pensaba que para llegar a Dios tenía que salir de su propia esfera. Cristo forzó las dos paralelas a una increible convergencia; y no fue levantando la paralela terrestre, sino bajando la celeste: "Inclinó el cielo y bajó", haciendo que el cielo tocase la tierra. El es el punto de intersección, y una vez encontradas, las dos líneas corren juntas, trenzadas, indistinguibles. Dios entra en la historia humana y en ella aparece "como uno de tantos" (Flp 2,7), camina junto con el hombre, como hacía Emaús, y no se le distingue hasta el momento de la epifanía. Buscando al hombre encontramos a Dios, y conversando con Dios nos tropezamos con el hombre. Es inexacto hablar de una dimensión vertical y otra horizontal en el cristianismo; la línea que parte de Cristo es unidimensional, como un arroyo cuya agua trasparenta la tierra y refleja el cielo al mismo tiempo. Pero esa línea no permanece a ras del suelo, se va levantando insensiblemente a medida que el dinamismo de la resurrección elimina la gravitación del pecado.

Por eso tampoco pueden separarse fe y amor fraterno. El cristianismo es una amor animado por la fe. Una fe podría ser sincera, pero sin amor a los demás no sería cristiana: "Ya puedo tener una fe que mueva montañas; si no tengo amor, no soy nada" (1 Cor 12,2). El amor mutuo es la energía de la fe (Gál 5,6), es la verdad de la vida (Ef 4,15).

En el cordón de la existencia, trenzado de divino y humano pódrá destellar más, según las ocasiones, uno u otro elemento, pero nunca puede faltar la percepción del conjunto. Este entrelace responde a lo que llaman los autores clásicos ser contemplativos en la acción, es decir, actuar penetrados de fe, embebidos de presencia.

A Dios ya no se llega verticalmente, si queremos decir con esto que para encontrarlo hay que despegarse de la tierra; él se ha instalado en los hombres ( 2 Cor 6,16). No hacen falta astronautas a lo divino, sino hombres que escarben en el rastrojo, allí se encuentra el tesoro; mercaderes afanados en su negocio, para encontrar la perla; caminantes que acepten la compañía del forastero y lo inviten a casa; pescadores que escuchen el consejo de un extraño y echen la red; mujeres que pregunten a un hortelano.

Aquí se encuentra, por tanto, un criterio para distinguir si el espíritu que anima a una persona es cristiano o no; ¿separa a Dios del hombre? Esta es la piedra de toque de toda religiosidad. Sabemos por el Nuevo Testamento que Dios conserva su libertad para interpelar directamente al hombre; baste citar como ejemplo la conversión de san Pablo (Hch 9,3-6), y que el hombre puede tener experiencias interiores (Ef 1, 18-19; 3,18-19). Pero quien busca una relación con Dios sin referencia y diríamos dependencia de su actitud con el prójimo, por muy cristiano que sea su vocabulario y por muchas prácticas de piedad que observe, no es todavía cristiano, vive en la "religión".

sábado, 19 de junio de 2010

La mortificación.

A propósito del dolorismo, hay que detenerse un momento en la llamada "mortificación". Los cristianos la conciben de ordinario como un sufrimiento, dolor o abstención que uno se impone libremente, una tortura lenta y continua.

Veamos el fundamento bíblico de la palabra. El verbo "mortificar" aparece una sola vez en el Nuevo Testamento, en la Carta a los Colosenses. En el texto griego, el verbo significa sencillamente "matar", y el pasaje es el siguiente:

"Si habéis resucitado con Cristo, buscad lo de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios; estad centrados arriba, no en la tierra. Moristeis, repito, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios; cuando se manifieste Cristo, que es vuestra vida, con él os manifestaréis también vosotros gloriosos.

En consecuencia, extirpad (= matad)lo que hay de terreno en vosotros: lujuria, inmoralidad, pasión, deseos rastreros y la codicia, que es una idolatría;... despojaos de todo eso; cólera, arrebatos de ira, inquina, insultos y groserías... Dejad de mentiros unos a otros..." (Col 3,1-9).

Este es el pasaje de la mortificación. Se refiere a la vida de resucitados que ya está en nosotros. La norma y la aspiración del cristiano no proceden de este mundo, sino del reinado donde Cristo vive. Posee dentro una vida que no es fruto terreno y debe vivir según ella, esperando el momento en que se manifestará plenamente, en unión con Cristo.

Vivir de esa vida es la salud del hombre. ¿Quedan en nosotros tumores que la impiden? Hay que extirparlos, no cortándolos poquito a poco ni cauterizándolos a fuego lento, sino con un cambio radical que los elimine de la conducta. Esta es la famosa mortificación cristiana: vivir con salud, no tolerar enfermedades, expelerlas lo antes posible.

Y ese modo de vida no tiene nada que ver con el melindre o el escrúpulo. El párrafo que precede inmediatamente al citado más arriba describe un modo de proceder que san Pablo condena: "Si moristeis con Cristo a lo elemental del mundo, ¿por qué os sometéis a reglas como si aún vivierais sujetos al mundo? "No tomes, no pruebes, no toques" -de cosas que son todas para el uso y consumo-, según las consabidas prescripciones y enseñanzas humanas. Eso tiene fama de sabiduría por sus voluntarias devociones, humildades y severidad con el cuerpo; no tiene valor ninguno, sirve para cebar el amor propio" (Col 2,20-23).

Si comparamos los dos pasajes, parece que san Pablo desdeña las minuciosidades prácticas ascéticas, recomendando, en cambio, un enérgico viraje en la conducta, que destierre las actitudes depravadas.

En estos pasajes se habla de vida, no de sufrimiento. La muerte de los bajos instintos permite un despliege mayor de la vida en el hombre. Mortificación, por tanto, en su verdadero sentido, es un concepto negativo, como desinfección o desintoxicación, y su finalidad es que la salud rebose. Para san Pablo es claramente una metáfora y nunca pudo pensar que sus lectores la entendieran de otro modo. En nuestro tiempo se expresaría en términos de operación quirúrgica: si tenéis tumores de esos, operaos, ¡fuer con ellos!.

En la vida ordinaria, una vez conseguida la salud básica, cada uno ha de tener cuidado de no exponerse al frío o no comer lo que le sienta mal. De ese estilo es pla precaución habitual del cristiano; como hombre sensato, no puede poner en peligro la vida que lleva dentro; cada uno verá lo enfermizo que es o las propensiones que tiene.

Toda vida de este mundo lleva consigo una lucha contra los gérmenes de muerte, lo mismo la vida física que la moral. En todo hace falta terapéutica y profilaxis, siempre buscando el propio bien. "Nadie ha odidado nunca a su propio cuerpo" (Ef 5,29) y el cristiano menos que nadie, pero quiere que esté sano, limpio y dócil al Espíritu; por eso lo mantiene en su papel de servidor de Dios, para que no se convierta en cuerpo de pecado (Rom 6,6) o en cuerpo de muerte (ibíd.7,24).

No debería decirse "mortificar el cuerpo" o "los sentidos", que son obra de Dios, sino usarlos "con santidad y respeto" (1 Tes 4,4), y para eso eliminar del ser físico y psicológico las propensiones al mal, a la enfermedad y a la decadencia. Estos son los llamados pecados capitales, que se resumen en las tres ambiciones y tienen por raíz común el egoísmo inconsciente e ininteligente, la imagen de Dios en el hombre. La operación podrá ser penosa, pero su reaultado es la salud y la alegría.

El atleta se somete a entrenamiento, con esfuerzo y sudor, para mantenerse en forma. El cristiano tiene que vigilar sobre lo que daña a la vida de Dios en él. Podrá ser que los comienzos sean penosos, pero nunca llevan a la tristeza. El cuidado de la salud es un límite creativo, no opresor. No se trata de limitar por limitar, pues el cristiano está llamado a la libertad; se trata de conservar ágil la libertad. Así lo entendía san Pablo; "Todo me está permitido, pero yo no me dejaré dominar por nada" (1 Cor 6,12). Además del entrenamiento del atleta, son límites creativos la sobriedad del conductor o el ejercicio del artista, aspectos todos de la fidelidad a la propia misión o ideal. La disciplina positiva se llama ejercicio; la negativa, abstención; ambas facetas están en función de la finalidad perseguida.

El amor de Dios antecedente a toda bondad humana, revelado por Cristo, parece excluir las intenciones expiatorias que se asocian a veces a los ejercicios ascéticos. La reconciliación con Dios está efectuada; solamente queda al hombre abrirse a esa gracia. Dios no está irritado, no exige satisfacción por los pecados, sino que el hombre los reconozca y confíe; él nunca rehúsa su perdón. La obsesión con el pecado no es cristiana, Dios es propicio al hombre y lo perdona sin regateos. Cuando un pecador se le acerca, nunca exige Cristo una satisfacción, le basta la fe (Mt 7,2; Lc 7,36); en algunos casos amonesta que no se vuelva a las andadas (Jn 5,14; 8,11), explicitando el contenido de una conversión sincera. El cristiano vive del Espíritu, y no está bajo la ley del pecado (Rom 8,2); su ascesis mira a la libertad y a la alegría de una vida exuberante, no es un penoso arrastrarse para salir del fango, que fue lavado por el bautismo. Y si alguno resbala, no hay que desanimarse: "Tenemos un defensor ante el Padre, Jesús, el Mesías justo, que expía nuestros pecados; y no sólo los nuestros, sino también los del mundo entero" (1 Jn 2,1-2).

En el primer capítulo hemos tratado del renegar de sí y de la renuncia. Ambos términos combaten sutiles idolatrías: el primero, la deificación del yo; el segundo, la de cualquier otra criatura. La mortificación, en cambio, es el cuidado de la salud así adquirida. El renegar de sí, afirmando el único Dios, durará siempre; la renuncia, mientras haya alicientes de esta tierra; la mortificación puede llegar a ser supérflua; incluso debería serlo lo antes posible. Sería señal de salud robusta, de vida sin trabas.

lunes, 14 de junio de 2010

La ascesis cristiana.

Al llegar a este punto hemos de prevenir una objeción. ¿Qué sentido tiene la ascesis en el cristianismo?

Averigüemos, para empezar, el significado de la palabra ascesis: en griego significa ejercicio o entrenamiento y se aplica a cualquier profésión, especialmente a los atletas artesanos. Viene aquí a propósito citar un texto de san Pablo en que describe la vida cristiana y apostólica en términos deportivos: "Ya sabéis que en el estadio todos los corredores cubren la carrera, aunque uno solo se lleva el premio. Corred así, para ganar. Pero un atleta se impone toda clase de privaciones; ellos para ganar una corona que se marchita; nosotros, en cambio, una que no se marchita. Por eso corro yo, pero no al azar; boxeo, pero no contra el aire: mis directos van a mi cuerpo y lo tengo a mi servicio, no sea que después de predicar a otros me descalifiquen a mí" (1 Cor 9,24-27).

El cristiano tiene un objetivo claro: dar testimonio con su modo de vivir; esto exige disciplina y a veces es duro. Aquí tenemos el sentido de la ascesis cristiana; consiste en mantenerse en forma para vivir según el evangelio, ágil para responder al Espíritu que guía.

Debe quedar claro al mismo tiempo que la ascesis no supone ni fomenta el dolorismo. El cristiano no busca el dolor, sería un absurdo. Cristo mismo no lo buscó, como resalta en la oración de Getsemaní. Pero el cristiano, como Cristo, tiene una misión que cumplir, y la fidelidad a ella puede acarrear dolor y sacrificio, como toda misión humana importante. Basta pensar en el cúmulo de dolores y sacrificios que, sin buscarlos, impone la crianza y educación de los hijos. En la vida real no hay empresa seria que no imponga su tasa de aflicción. Pero en ellas y en la vocación cristiana se tiende a lo positivo, a cumplir la misión de que uno es responsable, a través de las dificultades y obstáculos que salgan al paso.

Además, el cristiano no está solo en su tarea. San Pablo, ducho en trabajos, tenía esa experiencia: "El nos alienta en nuestras luchas hasta el punto de poder nosotros alentar a los demás en cualquier lucha, repartiendo con ellos el ánimo que nosotros recibimos de Dios. Si los sufrimientos de Cristo rebosan sobre nosotros, gracias a Cristo rebosa en proporción nuestro ánimo" (2 Cor 1,4-5).

VI. CRISTIANISMO Y RELIGIÓN.

Hemos descrito los rasgos del cristianismo desde diversos puntos de vista. Considerándolos en conjunto, surge una pregunta: ¿es el cristianismo una religión?

Para no caer en la trampa terminológica, procederemos en la respuesta exponiendo algunso rasgos convenciones de la concepción "religiosa" y veremos si se verifican en el cristianismo. Si no fuera así, habrá que reconocer que el cristianismo no puede alinearse con las religiones y que si se mantiene tal nombre para ellas, hay que buscar uno nuevo para el fenómeno cristiano. Los rasgos "religiosos" que exponemos son esquemáticos y pueden verificarse en mayor o menor grado en las religiones concretas.

La incompatibilidad entre fe cristiana y "religión" puede establecerse también basándose en el Nuevo Testamento. San Pablo tuvo que enfrentarse con dos religiosidades que amenazaban a las comunidades cristianas: una, la religiosidad judía, encarnada en las observancias de la Ley (Gál 4,1-11); otra, las prácticas de austeridad y de culto a los ángeles de ciertos sincretismos paganos (Col 2,16-22); ambas son calificadas de "elementos del mundo", es decir, de estadio rudimentario y elemental, que describe como "cárcel", "infancia bajo tutela", "minoría de edad", "rudimentos sin eficacia ni contenido" (Gál 3,23-24; 4,1-2.9), "preceptos y enseñanzas humanas sin valor alguno" (Col 2,22-23). Las dos religiosidades a que alude, judía y pagana, pertenecían, según él, a la infancia o menor edad del mundo. En los evangelios nunca recomienda Cristo observancias rituales; cuando se enfrenta con ellas es para derogarlas (sábado, Mt 12; purificaciones, Mt 15).

No fue el contenido de la fe el que suscitó la oposición de los paganos, acostumbrados a los credos más extraños; fue la ausencia de toda característica "religiosa" la que los llevó a acusar a los cristianos de ateísmo (Justino, Apología I, 6,1; Atenágoras, Intercesión en favor de los cristianos, 5ss). El cristianismo, que caracía de templos, casta sacerdotal, rituales y observancias, aparecía como un fenómeno inasimilable para las categorías "religiosas".

No se puede negar que en las religiones antiguas existía un elemento válido: la aspiración del hombre a entrar en contacto con la divinidad. Pero éste deformó su intuición y experiencia de Dios; el "Gigante Sonriente", que era aquella realidad fascinadora y tremenda, se va cargando de connotaciones cada vez más terribles; el hombre no cree en la sonrisa divina, sino solo en la fuerza y el poder. Proyecta en Dios su malaventurado afán de dominio, haciendo de él un déspota que en algunas religiones exige sacrificios humanos. Concibe un Dios envidioso de su alegría y se fabrica prohibiciones y tabúes; lo identifica con los fenómenos escalofriantes de la naturaleza, como el rayo o la tempestad, o con los misteriosos, como la fertilidad. Vuelca en Dios toda su miseria psicológica, su bajeza, su desprecio de sí mismo, su insuficiencia; descarga en él su masquismo y su crueldad, la culpabilidad que lo roe; inventa la propia tortura en nombre de Dios.

Para tener contento a ese dios terrible inventa rituales, observancias y expiaciones; instituye, para mantenerlos, castas sacerdotales de iniciados en los secretos divinos, que pronto se erigen en detentadoras de poder. De igual modo, los despotismos políticos apelan a la voluntad de los dioses y la "religión" los justifica y consolida.

El hombre se ve abrumado y sin esperanza. Para empezar su obra liberadora elige Dios un pueblo y, en medio del aparato religioso que todavía conserva, le infiltra una fe vigorosa. Con guerras, profetas o destierro lo mantiene en vilo para evitar que lo religioso deforme de nuevo el rostro divino.

Cuando llega el momento, Dios quiere revelar su verdadera faz, y para mostrar su sonrisa, sin que su estatura espante, se presenta en el mundo como un hombre cualquiera. Cristo indica a la humanidad enferma el camino de la vida plena, revelando que Dios es amor y que la salud del hombre consiste en amar a imitación de Dios. Muestra que el camino fabricado por el hombre para acercarse a Dios lo desviaba, y colma la aspiración de la humanidad entera, limpidando la fe de su envoltura religiosa: declara caducado el cúmulo de observancias, ritos y prohibiciones que impedían la integración y el desarrollo del hombre.

En los párrafos que siguen el término "religión", como contradistinto de "fe", significa el miedo a Dios, que prolifera en una hojarasca de obligaciones, ansiedades y escrúpulos. Este sentido era común en la palabra latina religio: metus divini numinis, "ritual", "escrupulosidad meticulosa", hasta el punto de que términos como "formido" y "pavor" se usaban como sinónimos de religio.

Los dos enemigos de Dios en la Pasión de Cristo son la "religión" (fariseos observantes y saduceos poderosos) y el poder político doblegado por ella. A tal punto había llegado la asfixia de la fe que los profesionales de la "religión" no reconocieron el rostro del Dios a quien pretendían servir. Cristo libera la fe y la hace posible, podando toda excrecencia dañina.

En primer lugar, la religión se proponía llegar hasta Dios; para ello era condición indispensable hacer a Dios prospicio, con prácticas ascéticas, con el ejercicio de las virtudes o con ritos purificadcres. En una palabra: la religión intentaba sacar al hombre de su estado de pecado, es decir, de su alienación respecto a Dios y a sí mismo, para alcanzar la amistad con la divinidad. La emprsa resultaba imposible, a juzgar por la incesante repteición de ritos expiatorios que delataba lo vano de la tentativa, por el fracaso de la observancia farisea y por el pesimismo de la religión griega, que, desesperada, consideró al hombre un juguete de los dioses. Aun los espíritus más selectos, como Platón o Aristóteles, no llegaron a estrablecer una relación personal entre el hombre y Dios, ni siquiera en la vida inmortal del alma.

Según este aspecto, la religión se acabó en el Calvario. Allí Dios reconcilió consigo al mundo. Si el hombre no podía llegar hasta Dios, podía él acercarse al hombre, y lo hizo. El problema del Dios propicio había terminado.

El Antiguo Testamento registra numerosos casos de hombres e incluso de un pueblo a quien Dios se acercó; y, sin duda, hizo lo mismo en la larga historia humana con otros individuos de otras culturas y religiones. Pero si Dios amaba de verdad a su creación, hacía falta una reconciliación del género humano como tal, no de algunos individuos solamente. Dios había de ponerse al alcance de todo hombre.

Vimos en el capítulo primero que Dios reconcilió consigo al mundo por medio de Cristo, cuando el mundo era pecador, cuando no sabía nada de tal reconciliación y en cuanto la conocía se oponía a ella. El esfuerzo "religioso" por llegar hasta Dios ha perdido su objetivo, pues Dios está cerca. Así aparece en la proclamación de Jesús: "El reinado de Dios está cerca", hecho que no dependía del querer del hombre ni era fruto de sus ritos expiatorios, sino de un acto libre de Dios. El hombre necesita sólo salir al encuentro de esa cercanía y responder a su llamada con la fe: "Creed la buena noticia" (Mc 1,15). La puerta está abierta, la expiación realizada, los sacrificios superados, la "religión" desocupada.

V. LA ESTRUCTURA.

En esta sección no pretendemos ofrecer una teología de la estructura eclesiástica. Es un tema del que se habla demasiado, y eso es mal indicio; la insistente crítica y la apresurada justificación de las instituciones delatan cierto rechinar entre vida y sistema. Pero en crisis de inadecuación como la actual no parece el método más aconsejable empezar por una reforma de gabinete, sino dejar campo a la vida, guiada por el Espíritu; ella misma irá encontrando las estructuras que le convienen, sin demasiadas planificaciones previas.

Nuestro propósito, por tanto, es bien modesto: deducir de las notas e índole de la vida cristiana, expuestas anteriormente, algunos caracteres que han de encontrarse en la estructura de las Iglesias y otros que necesariamente se excluyen.

En primer lugar, la Iglesia es una misión. Por consiguiente, su organización ha destar en función de su papel en la sociedad. No puede estructurarse desde principios internos exclusivamente, sino como respuesta a las necesidades del mundo. Se sigue de esto que, variando las tareas de una parte a otra, no cabe pensar en una organización uniforme; la uniformidad, que es rigidez, defraudaría la misión. Incluso en un mismo país la sociedad es cambiante y unos problemas dejan lugar a otros; cualquier estructura ha de poseer gran flexibilidad para ser capaz de acudir sin rémoras a las nuevas necesidades.

La idea de una organización monolítica y uniforme nació probablemente bajo el influjo de la estructura civil, especialmente en época imperial y absolutista. La sociedad se profesaba cristiana, y la Iglesia podía vivir hacia dentro, puesto que teóricamente no exístía un fuera. No le quedaba más que afianzar, y para ello pareció apta la estructura del Estado, que con los necesarios retoques se adaptó a la Iglesia.

Los gobiernos tergiversaron la identidad de la Iglesia al considerarla guardián y apoyo del orden establecido. Es precisamente lo que su vocación le impide ser; viviendo de la esperanza del reino, nunca puede desposarse con un orden histórico, necesariamente provisional y perfectible. Se ha expuesto en el capítulo III la actitud cristiana ante el mundo. Baste recordar que la Iglesia, por su vocación de pionera, es estímulo continuo al cambio de las estructuras humanas, con el propósito de irlas acercando cada vez más al ideal que Dios le ha revelado. También por aquí se infiere la agilidad interna que necesita la Iglesia; es imposible ser estímulo para el cambio sin mantenerse ella misma perpetuamente dispuesta a cambiar.

Pasemos a otra característica. La estructura de la Iglesia debe reflejar su ser, es decir, manifestar límpidamente la unión que existe entre sus miembros, dando una visión anticipada del reino futuro. Habría de ser tal, que institucionalmente no dejase lugar a ambiciones, excluyendo de su cimiento todo sillar corroído por el afán de riqueza, el deseo de honores o la sed de poder. Su primera piedra es Cristo y no está permitido adulterar la construcción ( 1 Cor 3,10-12). Decimos institucionalmente, conediendo que se darán casos individuales de ambición entre los cristianos; pero nunca puede consagrarla la estructura so pretexto de eficacia, bien común o piedad. Por decorativos que fueran sus epígrafes, encabezarían una negación de Cristo.

El poder y su correlativo, el temor, son inaceptables; la autoridad está basada en el ejemplo y el servicio competente; siempre deseosa de subrayar, con el evangelio, la igualdad fundamental, sin erigir la función en peana. Estimulará a todos a ser fieles a la acción del Espíritu, sin recelos por las manifestaciones e iniciativas que éste suscite. Procurará con ahínco que cada uno se desarrolle en la línea que Dios le señale, sin encajar a nadie en esquemas preconcebidos.

Debe ser una estructura humilde y alegre. No ostentará pretensiones ante el mundo, sino madurez y sobriedad; debe sorprenderlo por su libertad y alegría. Es preciso que las comunidades cristianas aparezcan ante los hombres como grupos honrados, sinceros, independientes, cuyos miembros muestran estima mutua y están dispuestos a ayudar sin hacer distinciones; hombres que no creen en la necesidad de barreras separadoras, y que procuran derribarlas con su modo de vivir; pacíficos pero valientes, sinceros y afables, cooperadores activos y dedicados en toda empresa para el bien de la humanidad y del individuo. Esta es la calidad de los cristianos y esto ha de reflejar su organización. Si no lo hiciera, sería traba para el testimonio.

La estructura ha de ser personalizante y, por tanto, sencilla, pues la complicación burocrática convierte a las personas en números. No discutimos aquí la necesidad de la burocracia en la sociedad civil, pero como la Iglesia no participa de sus objetivos, no tiene por qué adoptar sus métodos. Cada uno ha de tener importancia como individuo.

Finalidad de la estructura es velar por la unión de la fe y amor mutuo, y esa es la misión de los responsables. Cuando sea pertinente, pueden coordinar iniciativas para acrecer la eficacia. El campo de la autoridad es, pues, restringido. Su papel animador, el más importante, se despliega en el ejemplo y en la exhortación; cuando se requiere, el consejo. Su papel intimidatorio se limita a la reprimenda o exclusión de miembros que dañen a la reputación de la Iglesia o pongan en peligro su unidad. La iniciativa nace por la acción del Espíritu en la Iglesia entera; no está en manos de los líderes. Como san Pablo, sin embargo, deben ellos recordar el evangelio cuando parezca que no se siguen sus enseñanzas.

En resumen, la estructura de la Iglesia, si quiere testimoniar ante el mundo la paz, la libertad, la sencillez y la alegría de Cristo ha de reducirse a un mínimo, y debe ser además muy flexible. Nunca se puede tomar por modelo el poder civil, explícitamente excluido por el Señor. En la Iglesia no hay superiores y súbditos, sino hermanos; no existen dominio y temor, sino estima y disponibilidad; no hay coacción, sino consejo; no impera la ley externa, sino el Espíritu de Dios; no hay honores y dignidades, sino sencillez y modestia. Sólo una estructura compatible con estos presupuestos ha de llamarse cristiana; únicamente ella puede ser testigo de la esperanza en una humanidad nueva.

El Espíritu, que descendió sobre la Iglesia entera, es Espíritu creador, y no sólo de la primera creación; él es la fuente de toda creatividad, la impulsión dinámica de Dios en el hombre, en la Iglesia y en el mundo. El crea nuevo cuando algo se muere; si se retira, todo perece y vuelve al polvo (Sal 103,29-30). Ser creador significa improvisar sin estar ligado a lo antecedente, liberar de la sujeción al pasado. Cuando sopla, produce cambio; imprevisible, es vino siempre nuevo que postula odres nuevos. Es la juventud perenne y está al lado de los movimientos renovadores, de las justas aspiraciones jóvenes, creando formas nacientes de vida nueva. ¿Qué habría sido del hombre si la evolución se hubiera detenido en los dinosaurios, considerando la mole como la cumbre de sus aspiraciones? ¡Cuán deleznable parecerían los mamíferos incipientes, y más tarde los pequeños primates, débiles y extraños! Y, sin embargo, por allí avanzaba la línea de la vida, dejando a un lado magníficos leones e inmensos elefantes. Por allí trabajaba el Espíritu; su zoología iba preparando rasgos para la imagen de Dios. Cuando apareció la leche, ¿quién habría podido predecir que aquel nuevo líquido había de alimentar al Hijo?

domingo, 13 de junio de 2010

Obediencia y amor.

La obediencia de Cristo al Padre fue manifestación de su amor; la disponibilidad del cristiano es también expresión de su amor por todos. Repetimos una vez más que el amor fraterno no es sólo la virtud central del cristiano, es la única virtud respecto a los hombres, que compendia y motiva todas las demás y basta para hacer al hombre perfecto: "A nadie le quedéis debiendo nada, fuera del amor mutuo, pues el que ama tiene cumplida la otra Ley. De hecho, el "no cometerás adulterio, no matarás, no robarás, no envidiarás" y cualquier otro mandamiento que haya se resumen en esta frase: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Rom 13,8-9).

Las virtudes éticas son para el cristiano explicitaciones del amor en zonas determinadas de la vida. Si no son brazos del gran río, son cauces secos. Ahora bien, ¿cómo establecer el vínculo entre amor y obediencia?

El amor cristiano no es el cariño que resulta de una relación, precede a toda relación y sobrevive a todo desengaño; tampoco busca satisfacer indigencias, es un amor de abundancia. Es un don de Dios que permite mirar a los demás a la manera de Dios, un nuevo punto de vista que descubre el valor inmenso de cada hombre y que crea una estima fundamental, un prejuicio favorable hacia todos.

Quien ama así está inclinado a tener en cuenta el parecer del otro, sin rechazarlo a priori; experimenta un deseo de comprenderlo y, como condición, de escucharlo; le interesa lo que el otro tenga que decir. La estima causará respeto a las opiniones y llevará, si parece razonable, a aceptar el parecer ajeno. Cuando éste se refiere a la acción, se entra en el terreno de la disponibilidad u obediencia. A menos de razones fuertes en contrario, hay una propensión a colaborar con la propuesta; en caso de empate de razones, se inclinará a aceptar las ajenas.

Obediencia es apertura para escuchar y prontitud para cooperar. Se basa en la estima por los demás y en la autoridad moral del que propone o manda. Es una actitud para con todos, que se matiza en los casos particulares.

Siendo la obediencia expresión del amor, no puede obrar contra él. Si el cristiano percibe que una medida o actitud impide u obstaculiza el bien de los otros o el propio, el amor dejará de fluir por el canal de la disponibilidad para encauzarse por el de la protesta o la resistencia. Puede llegar el momento de no tener miedo a los que sólo pueden matar el cuerpo, declarando, como los apóstoles ante el sumo sacerdote, que hay que obedecer a Dios antes que a los hombres.

Disponibilidad, servicialidad, obediencia, son lo contrario del egoísmo. Por eso se opone la obediencia de Cristo a la desobediencia de Adán. En el relato del paraíso decide Adán. En el relato del paraíso decide Adán obrar por su cuenta, mirar por su propio interés sin pensar en el otro, que en aquel caso extremo era Dios mismo. No da importancia a la ofensa ajena con tal de hacer su gusto: empieza el egoísmo. La bondad de Dios requería una respuesta de gratitud y amor; pero el ilusorio interés propio dominó el horizonte, eclipsando la relación personal. La avidez de la cosa aniquiló el interés por la persona; el amor de sí llevó al desprecio de Dios. Esta es la desobediencia, el anti-amor, el pecado, desequilibrio de los valores.

A ella se opone el amor cristiano activo, preocupado por el bien y la felicidad de los otros; amor que favorece el conocimiento mutuo y puede matizarse de amistad; quer respeta la personalidad ajena y se mantiene dispuesto a colaborar con toda buena iniciativa. Es la hermandad de los hijos del mismo Padre, primicia del futuro reino.

Obediencia y organización.

Además de la disponibilidad cristiana, aspecto del amor mutuo, existe en toda sociedad organizada la sumisión a reglamentos, disposiciones u órdenes. Muchas veces no pretenden más que establecer un orden del día, sin conexión particular con el bien común. La eficacia exige tales disposiciones y el buen sentido las recomienda. En un cuartel habrá que fijar horas para el rancho, y en una oficina, para la entrada y salida de los empleados; la universidad tendrá un horario de clases. La prescripción concreta podría ser cambiada por otra igualmente eficaz, pero hay que llegar a un acuerdo y, establecido éste, seguirlo.

Toda disposición debe respetar, por supuesto, la dignidad del hombre y seguirse con espíritu de libertad. Pero, ¿hay que llamar virtud a esta observancia? Si se considera autorizada la opinión de los Padres de la iglesia griega, hela aquí resumida por Sejoruné: "Los Padres griegos, según nos parece, no han visto en la obediencia del evangelio apenas más que la obediencia a Dios, que se presta con libertad de espíritu, no com servidumbre. Han celebrado mucho menos la obediencia a los hombres, que para ellos es quizá una necesidad, pero no un medio de progreso espiritual".

Puede haber casos en que la organización imponga sumisiones despersonalizadoras. Tal sucedía, en tiempo de Pablo, con la esclavitud, que sostenía la estructura económica de aquella sociedad. Por definición, reducía al esclavo al nivel de objeto utilizable; la palabra latina mancipium y la griega andrápodon, que significan esclavo, pertenecen al género neutro, el de lo no personal. La relación amo-esclavo, indigna y degradante, era, pues, de persona a cosa. San Pablo no podía cambiar la situación social ni probablemente podía concebir una sociedad diferente, pero intuyó el daño que la institución causaba e intentó redimir a la persona; consideraba intolerable que un hombre aceptase su estado de objeto y por eso aconsejaba al esclavo cristiano obedecer a su amo com si fuera a Cristo (Ef 6,5). Para salvar su dignidad humana y mantenerla, aunque él fuera tratado como una cosa, debía responder como persona, pues ningún hombre puede aceptar ser mero instrumento de otro. Este principio es indudablemente válido para cualquier época y contexto.

Autoridad de san Pablo.

Cuando se trataba de dar directrices, san Pablo era notablemente comedido. No usa nunca el verbo "mandar" (entellomai) y muy escasamente "mandar", "dar instrucciones" (parangello). Dos veces lo emplea en la Primera carta a los Corintios; la primera, para añadir inmediatamente que la orden no es suya, sino del Señor (7,10). La segunda se refiere a la cuestión del velo femenino; el Apóstol va a empeñarse en que se observe la costumbre de las otras iglesias, pero comienza por dar una explicación doctrinal y apela luego al juicio de sus destinatarios: "Juzgadlo vosotros mismos, ¿está decente que una mujer ore a Dios destocada?" (11,3).

La misma apelación aparece en la grave cuestión de la idolatría: "Os hablo como a gente sensata, juzgar vosotros esto que digo" (10,15). Una vez se limita a proponer como modelo su respeto a la conciencia ajena (11,1), para terminar una acalorada argumentación con que pretende convencerlos de no escandalizar.

Más que dar órdenes, recuerda lo que todos han profesado seguir, "la doctrina básica que os transmitieron" (Rom 6,17); escribe "para traer a la memoria lo que ya saben" (ibíd 15,15), "Timoteo os recordará mis principios cristianos, los mismos que enseño en todas partes" (1 Cor 15,1.3). Se fía de sus interlocutores: "Yo personalmente estoy convencido de que rebosáis buena voluntad y de que os sobra saber para aconsejaros unos a otros" (Rom 15,14). Quiere que la colecta no sea una imposición, sino un servicio espontáneo: "Cada uno dé lo que haya decidido en conciencia, no a digusto ni por compromiso, que Dios se lo agradece al que da de buena gana" (2 Cor 9,7).

Sus directrices para las celebraciones de Corinto (1 Cor 14,26-40) siguen a una larga exposición en que les muestra el diferente grado de utilidad de los carismas (15,1-25). Nunca pretende imponer una opinión personal, siempre alega razones y las desarrolla cuanto estima necesario para persuadir; a veces bromea sobre sus instrucciones: "(La viuda) será más feliz si se queda como está; ésta es mi opinión, y Espíritu de Dios creo tener también yo" (1 Cor 7,40).

No hay que confundir broncas con órdenes. Cuando llega la ocasión, Pablo es enérgico, pero no para mandar lo que a él le parece, sino para corregir abusos contra el evangelio. Combate, por ejemplo, el partidimo en la comunidad de Corinto, que intentaba oponer entre sí a los apóstoles erigiéndolos en jefes de bando y rompía la unidad cristiana en nombre de fanatismos personales. San Pablo intenta pacientemente hacerlos recapacitar (1 Cor 4,14), pero anuncia que en su próxima visita se enfrentará con los sectarios: "¿Qué queréis?, ¿que llegue con la vara o con cariño y suavidad?" (1 Cor ibíd. 4,21). En esta y otras ocasiones, la severidad se proponía corregir abusos y estimular a que siguieran el evangelio.

En resumen, puede decirse que la obediencia, aspecto de la servicialidad o disponibilidad cristiana, tiene por núcleo la prontitud para contribuir al bien de los individuos y del grupo; en ese sentido se acatan las disposiciones pertinentes. La disponibilidad se entiende de todos para con todos, en una comunidad donde cada uno ejercita su carisma. El Apóstol, después de haber formado la comunidad con su predicación, aparece encargado de mantenerla en la vida de fe y de unión según el evangelio; no se arroga ningún poder de interferir en vidas ajenas ni de crear preceptos, sino usa de su autoridad para estimular el bien, pues "el Señor se la hadado para construir, no para destruir" (2 Cor 10,8); en consecuencia, debe tomar medidas contra los que sistemáticamente se oponen a ese bien.

Obediencia a hombres.

Vistas las diversas formulaciones de la obediencia a Dios, hay que precisar cuál es el encargo o mandamientos a que se refiere; oigámoslo de boca de Cristo: "Este es mi mandamiento, que os améis unos a otros como yo os he amado" (Jn 15,12).

Con este mandamiento, la disponibilidad y prontitud para con Dios viran hacia el hombre y definen la actitud cristiana. Esta puede describirse como disponibilidad o servicialidad respecto a todos, "procurando agradar al prójimo, pensando en su bien y en lo que es constructivo" (Rom 15,2). Así como la obediencia a Dios podía conceptualizarse en términos de fidelidad o de imitación, la obediencia a los hombres equivale a servicialidad, y sus características son las mismas de la obediencia a Dios, transportadas a escala humana: disponibilidad racional, libre y sin temor, basada en relación de hermanos; relativizada, sin embargo, pues ningún hombre puede merecer una adhesión incondicional. Ésta, por tanto, sujeta al juicio crítico. Su criterio, según el texto de san Pablo citado hace un momento, es el bien del otro y el de la comunidad, que él llama "lo constructivo".

Observar una disposición racional y constructiva, es decir, la obediencia, no es más que un caso particular de la servicialidad cristiana que inclina a secundar la acción o el parecer de otro, mirando al bien de todos.

Hay que prevenir una objeción. Hemos dicho que el hombre ha de juzgar la estima y confianza que merece quien hace la propuesta. Podría objetarse que el evangelio prohíbe juzgar: "No juzguéis y no os juzgarán" (Mt 7,1). Para interpretar esta frase ha de examinarse en primer lugar el contexto. El evangelio está lleno de avisos y advertencias con que el Señor recomienda a los discípulos una actitud crítica ante personas y doctrinas: "Tened cuidado con la gente" (Mt 10,17), "cuidado con los profetas falsos", "por sus frutos los conoceréis" (Mt 7,15-16), "sed cautos como serpientes" (Mt 10,16), "mucho cuidado con la levadura de los fariseos y saduceos" (Mt 16,6), "si alguno os dice entonces: mira, el Mesías está aquí, está allí, no lo creáis" (Mt 24,24).

En consecuencia, el imperativo "no juzguéis" no manda ser ciegos a los defectos o dotes de los demás; lo que prohíbe es dar una sentencia que excluya a otro de nuestra vida. Aunque se vean defectos en el prójimo, hay que aceptarlo como persona. Y Cristo aduce a este propósito el famoso ejemplo de la mota y la viga ene l ojo.

El amor cristiano, sin ser ciego a los defectos del prójimo, incluye siempre una estima que se engancha en lo profundo de la persona; sabe que los defectos son superficie y que todos somos más dignos de compasión que de censura; por eso deja a Dios el juicio definitivo de los demás y renuncia a veredictos.

También san Pablo recomienda la precaución: "Examinadlo todo, retened lo que haya de bueno" (1 Tes 5,21), y refiriéndose a la asamblea: "De los inspirados, que prediquen dos o tres, los demás den su opinión" (1 Cor 14,29). Pero no está permitido emitir un juicio definitivo que corte la comunicación: "El amor disculpa siempre" (1 Cor 13,7), es decir, está siempre dispuesto a empezar de nuevo, dando al otro una nueva oportunidad.

Las tres formulaciones.

Tres formulaciones, encontradas todas en el Nuevo Testamento, han caracterizado la relación del hombre con Dios-Padre: obediencia, fidelidad e imitación.

La más genérica de todas es la obediencia, entendida en el sentido de respuesta, según el valor del término griego. La fe es una respuesta afirmativa a la revelación de Dios; puede añadirse aún el matiz de entrega: respuesta que es entrega vital. Pero no se precisa en qué consisten la respuesta y la entrega. Precisamente la ambigüedad del término griego, que se aplica a muy diversos tipos de relación, ha llevado a interpretarlo como la sumisión del hijo menor al padre, como el dictado de una voluntad en sus mínimos particulares, acercándose a la concepción farisea.

Las otras dos formulaciones son más precisas: la fidelidad se basa en el compromiso interior hacia otra persona a quien se estima, y connota el sentido del honor. Es un término más apto que obediencia en el supuesto de la mayoría de edad, pero puede tomar un matiz voluntarista e incluso degenerar en observancia exterior, como ocurrió a los fariseos.

El concepto que mejor acentúa la libertad de la relción adulta con Dios parece ser el de imitación. El hijo quiere reproducir los rasgos del padre, porque lo ama y está orgulloso de llamarse su hijo.

Imitación de Dios.

Han aparecido hasta ahora dos concepciones de la relación del hombre con Dios: la obediencia, muy propia del vocabulario paulino, y la fidelidad, característica del Evangelio de Mateo. Pero hay todavía otra, común al evangelio y a san Pablo, que es la imitación de Dios. Cristo funda en ella el amor a los enemigos: igual que Diso ama y beneficia a buenos y malos, a fieles e infieles, el hombre debe amar a todos, amigos o enemigos, "para ser hijos de vuestro Padre del cielo" (Mt 5,44-45). San Pablo aludía a este motivo en Flp 2,15: "Hijos de Dios sin tacha", texto citado unas líneas atrás. Y, siempre en conexión con el amor fraterno, lo inculca en la Carta a los Efesios: "Nada de brusquedad, coraje, cólera, voces ni insultos; desterrad eso y toda inquina. Unos con otros ser agradables y de buen corazón, perdonándoos mutuamente como Dios os perdonó por Cristo. En una palabra: como hijos queridos de Dios, procurad pareceros a él (lit., "sed imitadores de Dios") y vivid en mutuo amor" (Ef 4,31-52).

Amar a los demás es imitar a Dios, tener el parecido de familia; esto explica la condensación de todo mandamiento en el amor mutuo.

El binomio padre-hijo aplicado a Dios y al hombre denota, por tanto, el amor maduro y profundo, que engendra en el hijo el deseo de parecerse al Padre. No hay dependencia infantil, sino responsabilidad adulta que, precisamente por serlo, se esmera en reproducir los rasgos de la familia. Los demás mandamientos quedan integrados en el del amor; no tienen existencia independiente, como Cristo lo dijo al letrado: "De estos dos mandamientos penden la ley y los profetas" (Mt 22,40); todo lo que no tenga conexión con el amor del prójimo carece de consistencia.

A la luz del cambio de relación entre el hombre y Dios comenzada por Cristo, se entiende la caducidad de la Ley judía y de la mentalidad religiosa antigua. Innúmeros preceptos, disposiciones cultuales, ritos, tabúes, regulaban la vida del hombre: había que decirle en cada caso lo que podía o no podía hacer. El hombre era menor de edad; como niño, tenía miedo de su padre y, según la costumbre oriental antigua, ni siquiera vivía con él, sino en el ala de los esclavos. Llegada la mayoría de edad, se le abren las puertas de la habitación del padre y puede entrar en presencia con la confianza que da la fe (Ef 3,12).

San Pablo no tolera que los que han sido llamados a la edad adulta añoren la irresponsabilidad de la niñez y la falsa seguridad de normas y observancias. Es tajante: "Los que buscáis ser aceptados por Dios en virtud de la ley, habéis roto con Cristo, habéis caído en desgracia" (Gál 5,4). Dios no acepta ya por la meticulosidad de las observancias ni por la sujeción a reglas, sino por la libre responsabilidad a la que Cristo vino a llamarnos. Dios quiere que su hijo crezca.

San Pablo y la "Carta a los Hebreos".

San Pablo y la Carta a los Hebreos conceptualizan como "obediencia" la relación de Jesús al Padre, compendiando en este término el acto redentor de Cristo: "Se hizo obediente hasta la muerte, y muerte en cruz" (Flp 2,8). Pero ya hemos visto la calidad y libertad de esa obediencia; no se trata de la sumisión de un súbdito a un señor ni de un soldado a un general; es un modo de expresar la entrega de Cristo, respuesta al amor que Dios le tenía, expresada en el grito del huerto: "Padre".

Modelo, pues, de toda obediencia cristiana es la relación del Hijo al Padre. Pero si el Hijo es igual al Padre, se infiere que no se trata de la sumisión del niño en la familia -también por ésta pasó Cristo en Nazaret (Lc 2,51)-, sino de la relación del Padre al hijo adulto, que se mantiene por el amor y la autoridad moral.

San Pablo mismo propone el modelo de Cristo para la obediencia del cristiano. Expuesta en la glorificación de Jesús, fruto de su obediencia, exhorta a los filipenses: "Por lo tanto, amigos míos, ya que en toda ocasión habéis obedecido, seguid actualizando vuestra salvación escrupulosamente, no sólo cuando yo esté presente, sino muh más ahora en mi ausencia" (2,12).

La obediencia a Dios, a imitación de Cristo, actúa la salvación. Es espontánea, sin necesidad de la vigilancia del Apóstol, "porque es Dios quien activa en vosotros ese querer y ese actuar que sobrepasan la buena voluntad. Cualquier cosa que hagáis, sea sin protestas ni discusiones, para ser irreprochables y límpidos, hijos de Dios sin tacha, en medio de una gente torcida y depravada" (2,13-15).

Tratando anteriormente de la libertad cristiana hemos comentado la mayoría de edad del hombre según la expone la Carta a los Gálatas. Es en ese contexto donde hay que colocar la obediencia a Dios, llena de dignidad y confianza, exenta de temor, respuesta del hijo responsable, incondicional, decidida y alegre, a su inmenso amor por el hombre. Por eso puede llamarse a san Pablo no mero ejecutor de las órdenes de Dios, sino "uno que trabaja para Dios" (1 Cor 3,9), que asocia hombres a su tarea. Excluidas, por tanto, dos concepciones de Dios, la de señor absoluto que exige sujeción y la de padre frente al hijo infante, el Nuevo Testamento propone la relación de Padre a hijo adulto. Según ella, Dios no se propone dirigir la vida del hombre en el detalle, sino que desea que el hombre actúe por sí mismo, en diálogo con él. La gloria del padre es que su hijo sea capaz, independiente, responsable y libre.

Obediencia a Dios.

La obediencia a Dios puede ser incondicionada porque consta de su infinita bondad y rectitud: "Sé bien de quién me he fiado" (2 Tim 1,12). Pero ni aun ésa excluye el diálogo, como lo enseñan el libro de Job y la oración de Cristo en Getsemaní. Dios no quiere borregos, sino hombres libres, y como a tales nos trata; por eso no da órdenes, sino invita persuadiendo: "Bendeciré al Señor que me aconseja, hasta de noche me instruye internamente" (Sal 15,7). Cuando se revela en Jesucristo, invita a responder con la fe, pero no la impone, aunque sea el hombre cuestión de vida o muerte: "Ya escribieron los profetas que todos serán discípulos de Dios: todo el que escucha al Padre y aprende, se acerca a mí" (Jn 6,45).

Dios no quiere autómatas; la única respuesta digna de él es amor libre, espontáneo y agradecido; y el amor no se suscita con la coacción.

La palabra obediencia no aparece nunca en los evangelios. El verbo obedecer, muy poco frecuente, se aplica a los vientos y al lago en el milagro de la tempestad calmada (Mc 4,41 y parals.), a los espíritus inmundos (ibíd. 1,27) y a una higuera (Lc 17,6), nunca a hombres.

El término griego entolé, que se traduce unas veces por "mandamiento" y otras por "encargo" (por ejemplo, Jn 10,18), no es nunca complemento del verbo obedecer. Cuando se trata de mandamientos, se usa de ordinario el verbo "guardar", que significa retenerlos en la memoria para que dirijan la conducta; son etiquetas que denuncian lo que es dañoso para la salud.

A las palabras de Cristo y a la voluntad de Dios, la respuesta que se piede es "hacer", concepto que penetra todo el Evangelio de Mateo:

"Quien escucha estas palabras mías y las pone en obra (lit. "las hace") se parece al hombre sensato que edificó su casa sobre roca" (7,24).

"Hágase tu voluntad en la tierra" (6,10).

"¿CUál de los dos cumplió (lit. "hizo") la voluntad del padre?" (21,23).

Pero ese "hacer" no es la sumisión a una orden, sino la expresión de una fidelidad. Tal es el significado más frecuente en el primer evangelio del término griego dikaiosyne, ordinariamente traducido por "justicia". Dios es "justo" porque es fiel a su alianza con los hombres, y pide del hombre una "justicia", es decir, una fidelidad que responda a la suya: "Si vuestra fidelidad no supera a la de los letrados y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos" (Mt 5,20).

La fidelidad es flor de la estima; supone el diálogo entre Dios y el hombre, que es la alianza; procede de una persuasión interior y es consecuencia de una aceptación libre.

Sujeción y obediencia.

La sujeción existe ante un poder que se teme; acepta la voluntad de otro hombre sin discutirla, sin derecho a resistencia ni al diálogo; ciega e irracional, no está autorizada a discutir razones ni siquiera a pedirlas. En frase de Juvenal: "Hoc volo, sic iubeo, sit pro ratione voluntas" (esto quiero, así lo mando; por razón valga mi querer"). La sujeción ideal ejecuta la orden automáticamente, sin preguntas siquiera por su legitimidad. Casos recientes, como el de Eichmann, han sido triste ejemplo de esta aberración. La sujeción es despersonalizante, pues suprime el juicio y anula la libertad; no sólo impide el desarrollo del hombre, impide ser hombre. Se basa en el poder del que manda -poder coactivo y físico- y en el temor del que se somete. Ni que decir tiene que no es humana ni cristiana.

Examinemos ahora el concepto obediencia. La palabra obediencia deriva en latín del verbo oír (oboedientia de obaudio). También el término griego hypakoé, usado en el Nuevo Testamento, significa la respuesta a algo que se oye. Obediencia denota, por tanto, el prestar oídos a una interpelación y la prontitud para responder favorablemente. Eso explica que el mismo término griego signifique "obediencia" en el lenguaje teológico y "estribillo" en el musical; en ambos casos se trata de una respuesta, una vez a una invitación u orden, otra a un canto. El significado del término es, por tanto, "respuesta", y la calidad de esa respuesta depende del género de interpelación a que responde. En el Nuevo Testamento no hay, pues, que interpretar sistemáticamente el término "obediencia" como ejecución de una orden; la palabra por sí misma no lo indica, habrá que demostrarlo en cada caso por el contexto. Cuando se emplea en el ámbito de la relación amo-esclavo, su sentido no es dudoso; se refiere a la sujeción que hemos caracterizado anteriormente. En los demás casos indica la prontitud a responder favorablemente a una interpelación.

La disposición favorable que supone la obediencia no excluye el juicio sobre la persona que interpela y sobre lo que propone; no es ciega, sino racional. Es una decisión libre, fundada en la estima y confianza que merece el otro y en lo razonable de su propuesta. Razonable no se confunde con fácil; pero cuanto más arduo sea lo propuesto, la obediencia lleva consigo más diálogo, más libertad. La sujeción resultaba del poder en el que manda y del temor en quien se somete; la obediencia surge en un binomio muy diferente: por un lado, autoridad moral, fundada en el ejemplo y en el servicio competente; por el otro, estima y disponibilidad servicial. Excluye el temor y la coacción. Es ejecución voluntaria de un requerimiento justificado, asentimiento libre a una invitación, aceptación de un encargo.

La distinción propuesta entre poder (basado en el dominio) y autoridad (basada en el servicio competente) es hoy común entre psicólogos y sociólogos. La palabra griega exousía significa, en primer lugar, libertad para hacer algo (1 Cor 8,9) y, consecuentemente, el derecho (ibíd. 9,4-6), la autoridad (2 Cor 10,8; 13,10), el poder (Col 1,13, el poder de las tinieblas). Cristo concede a los apóstoles autoridad (exousía) para predicar a Israel y expulsar demonios (Mt 10,1), poder y autoridad para expulsar los demonios y curar enfermedades (Lc 9,1), pero prohíbe terminantemente el uso del dominio y del poder (exousiazein) en la comunidad cristiana (Lc 22,25).

La razón cristiana para obedecer no puede ser simplemente "porque está mandado"; sería caer en la sujeción irracional. La autoridad cristiana no es poder para doblegar voluntades, es servicio para el bien de los otros. Debe dar razón de sus actos, como los explicó san Pedro a los que protestaban por el bautismo de Cornelio (Act 11,1-17). Debe estar dispuesta a ser corregida, como el mismo san Pedro escuchó el reproche de Pablo en Antioquía (Gál 2,11).

Aquí estriba la diferencia entre funcionario y líder. El primero exige o manda invocando el poder que una institución le delega; el segundo arrastra con su ejemplo. Una distinción equivalente se encuentra en la Primera carta de Pedro; el Apóstol se dirige a los presbíteros, sus colegas, y los exhorta: "Cuidad del rebaño de Dios que tenéis a vuestro cargo, mirad por él, no por obligación, sino de buena gana, como Dios quiere; tampoco por sacar dinero, sino con entusiasmo; no tiranizando a los que os han confiado, sino haciéndoos modelos del rebaño" (5,2-3).

La mala gana, el lucro y el uso del poder están en la línea del funcionario, es decir, del hombre que, encuadrado en una organización y sin interés por su trabajo, lo considera medio para ganarse la vida. El gusto, el entusiasmo y el ejemplo caracterizan al líder.

IV. LA OBEDIENCIA.

La obediencia se entiende ordinariamente como una limitación de la libertad humana, cohibida por el dominio que una persona ejerce sobre otra, atribuyéndose el derecho a dirigir su vida o a tomar decisiones que afectan a su actividad.

Para el cristiano, como hemos dicho, la libertad es fruto de la redención y aspecto de salvación. Si algún sentido puede tener la obediencia para él, ha de ser integrada en el ámbito de su libertad radical.

No consideramos aquí la inevitable sumisión del hombre a fenómenos como el clima, los ritmos naturales o las enfermedades, todos independientes de su voluntad. Notaremos solamente que la mirada de la fe no descubre tras esas realidades una fatalidad impersonal e indiferente, sino un Padre. Por muy adversas que sean las circunstancias, el hombre no está solo en el mundo.

Tratamos de relación entre personas. Aquí han de distinguirse dos conceptos, que designamos con los términos "sujeción" y "obediencia".

sábado, 12 de junio de 2010

Amor cristiano.

Una observación para terminar. El amor cristiano, imperativo evangélico, es una benevolencia, sentida o querida en grados diversos, es decir, una disposición favorable hacia los demás. Su traducción práctica es indispensable, y ha de buscar canales de beneficencia, de acción por el bien ajeno. Se crean así modelos de conducta capaces de promover la hermandad humana. El amor fraterno tiene, por tanto, un aspecto "calculador", organizador, necesario para la acción eficaz del grupo cristiano; y para establecer su estrategia, aunque sea provisional, se requiere pensamiento, experiencia y deliberación.

Además, el amor cristiano puede llegar más allá de toda previsión, hasta el don total de sí, sin contar esfuerzos, como sucedió en Cristo. No se agota en la organización, tiene un ápice carismático, el pleno desinterés y olvido de sí mismo, que ha brillado en no pocos cristianos del pasado y del presente. Si los comités son necesarios, hay individuos que sienten un llamamiento personal para actuar a la intemperie, como ocurría a san Pablo, "dando prueba de ser servidores de Dios con lo mucho que pasan: luchas, infortunios, apuros, golpes, cárceles, motines, fatigas, noches sin dormir y días sin comer" (2 Cor 6,4-5). Estos hombres son los que impiden con su ejemplo que la caridad cristiana se convierta en una administración, recordándole el Espíritu de que procede.

Moral y sociedad.

Al hablar en el capítulo primero de la misión de la Iglesia, vimos que podía llamársela "conciencia de la sociedad". Esto se aplica ante todo al terreno moral de las relaciones humanas. En otro tiempo los principios morales eran patrimonio de la religión; pero a lo largo de los siglos, la sociedad ha ido asimilándoselos hasta considerarlos suyos y elaborarlos por sí misma. Existe una moral secularizada, aspecto de la mayoría de edad alcanzada por el hombre. La sociedad no depende ya de la Iglesia o de la religión para dictaminar sobre lo que considera bueno o reprobable; se ha creado o se va creando su propio acervo de normas que definen su criterio de moralidad, apoyándose a menudo en las ciencias que cultiva. Al ir conociendo mejor su propia naturaleza, el hombre va entendiendo sus líneas de desarrollo y las actitudes morales que comportan. Lo que antes se creía por imperativos de fe, se va descubriendo ahora por madurez de la razón, particularmente en los terrenos de la psicología y sociología.

Hay aquí otra línea del plan de Dios con la que la Iglesia y el cristiano tienen que contar; no pueden prescindir de los hallazgos de las ciencias del hombre, pues en ellas trabaja también el Espíritu. Es indispensable el diálogo con la sociedad acerca de lo que es bueno o malo para el hombre y no debe rehusar que las antiguas exigencias morales se sometan a la inspección de la investigación seria. Es otro aspecto del realismo cristiano y de la fe como capacidad de distinguir la acción de Dios en la historia. El problema común está en cómo hacer de este mundo una sociedad de hermanos, y la Iglesia ha de aceptar que sus propuestas sean sujetas a los modos de verificación de que la sociedad dispone; sólo si salen corroboradas por los resultados del análisis, podrán considerarse colaboración válida a la construcción del mundo.

No significa esto que la moral cristiana dependa de la última moda científica o de cada conclusión precipitada. Pero sí que cada toma de conciencia humana y cada progreso acreditado obligan a los cristianos a pensar seriamente. No basta afirmar que existe una moral revelada; esto es verdad, pero su único precepto, el del amor fraterno, puede aplicarse de modos diferentes según las épocas y circunstancias; diríamos que puede también entenderse mejor, descubrir zonas nuevas a las que afecta y hacer hincapié en aspectos inéditos más urgentes. Baste citar el cambio en la conciencia de clase o casta social, que en otros tiempos suponía un poligenismo larvado, como si nobles y plebeyos no hubiesen pertenecido a la misma raza humana; hoy vige la idea de igualdad, que poco a poco va abriéndose camino a pesar de las resistencias. Otro ejemplo es la conciencia creciente de la ilegitimidad de la guerra y de la opresión, que antes no causaba conflictos morales a los cristianos y ahora empieza a producirlos en la humanidad entera. No hace mucho tiempo, la miseria se justificaba con miras providencialistas que ahora parecen inaceptables. Y a nadie se le ocurriría impugnar hoy el principio de que todos los ciudadanos son iguales ante la ley, que, sin embargo, a fines del siglo pasado era sospechoso de heterodoxia.

La Iglesia ha aprendido moral en su contacto con el mundo, y tiene que seguir aprendiendo. Por eso es necesaria la reflexión serena y la conciencia del condicionamiento histórico y cultural de muchos artículos de su código. Los nuevos fenómenos sociales demandan consideración, y el sedimento adquirido de las ciencias humanas exige respeto y aceptación. La Iglesia vive para el mundo y tiene que proponerle lo que contribuye de verdad al bien y a la salud del hombre. Si el mundo quiere examinar esas propuestas, la Iglesia no puede poner objeciones, pues siempre ha mantenido que la ley eterna se manifiesta en la ley natural. Lo que no sea confirmado por el estudio responsable de la naturaleza humana no podrá considerarse como doctrina perenne, sino a lo más como expresión cultural transitoria.

viernes, 11 de junio de 2010

Ley científica y ley moral.

Pasa en lo moral algo semejante a lo sucedido en el terreno de la ciencia. Tras innumerables crisis sufridas al tropezar con nuevos datos, las leyes científicas no se conciben ya como principios inmutables, sino como hipótesis de trabajo, siempre sujetas a verificación y rectificación. En presencia de un fenómeno antes reputado "imposible", la ley se ve forzada a cambiar de enunciado. Es una ley humilde en su búsqueda, no un oráculo pretencioso. También en lo moral hay que reformular el antiguo concepto de ley; si para el cristiano no es aceptable el código legal que provea soluciones desencarnadas, la comunidad y el individuo necesitan, sin embargo, registrar la experiencia pasada y presente respecto a ciertas materias de decisión, para que aconsejen en las opciones que vayan surgiendo. La ley es guía, dispuesta siempre a ser rectificada o mejorada según la nueva experiencia de fe en un mundo cambiante. No es un coco para niños, sino un recurso para adultos. Es miembro participante en la deliberación, y representa la continuidad en el proceder del grupo; pero se retira cuando se aducen datos que rebasan su horizonte; se llega entonces a una excepción o, si es el caso, a una reformulación de la ley. EL código es consejero; y el consejo denota saber y experiencia compartida en la amistad, no orden indiscutida de un superior. La ley no está autorizada a imponer su peso anticipadamente, sino a dialogar para llegar a un resultado.

Decisión individual.

No sólo la decisión comunitaria, también la individual necesita tener presentes los resultados de otras experiencias y las luces de otras sabidurías. Cada uno, al encararse con una situación difícil o ambigua, no puede juzgarla más que desde su punto de vista personal, faltamente restringido. Se acerca a ella por un flanco, sin poder abarcarla en toda su amplitud, y la ve en un momento determinado de su existencia. Pero ocurre que las realidades son a menudo de tamaño mayor que el natural; para juzgarlas adecuadamente harían falta los ojos de Dios mismo.

Ante la dificultad que encuentra el individuo para formarse un juicio, algunos sostienen que el Espíritu Santo dará al creyente en cada ocasión la iluminación necesaria y suficiente para decidir sin errar; otros, siguiendo la tendencia contraria, buscan casuísticas detalladas y autoritarias que no dejen escapatoria ni elección. El realismo cristiano tiene menos pretensiones y más independencia; sabe que el individuo no se basta a sí mismo, pero reivindica la decisión personal. Para ello tiene a disposición el juicio sereno de antecesores y contemporáneos, así como un registro de errores cometidos en el pasado y en el presente. De ese modo no está solo. Su deliberación puede aprovechar muchos datos que no podría conocer por sí mismo, y la decisión, que será personal, no dictada, tendrá en cuanto es posible la garantía del Espíritu que obra en él y en la historia.

La experiencia ajena subsana, pues, en gran parte, la limitación del individuo. Pero el hombre no es solamente limitado, tiene además instintos bajos que, tenidos a raya por el Espíritu, no dejan de asomar la oreja de vez en cuando: el primero y central es el egoísmo. Cuántas veces, en la madeja de piadosas motivaciones se esconde una sutil busca del propio interés o una racionalización de ambiciones ocultas. Creyendo firmemente en la realidad de la redención y en el don del Espíritu, el cristiano no es, sin embargo, un iluso: sabe que su ser tiene aún muchas raíces emponzoñadas que producen frutos amargos, tanto más peligrosas cuanto más capilares sean y más disimuladas estén tras devotas actitudes. El pecado está vencido, pero no muerto, y sus guerrillas pueden poner en muchos bretes. Todo hombre sensato sabe poner en cuarentena el propio parecer y tomar consejo en asuntos graves.

De lo expuesto se recaba el papel de los códigos: no son dictados inapelables, sin archivos de experiencia que iluminan y auxilian la decisión, permitiéndole sortear celadas ya encontradas por otros y proporcionando el resultado de una reflexión ponderada.

Meta de la moral.

La moral es parte de la respuesta de la fe, y su meta es la creación de una comunidad humana entrelazada por las diversas manifestaciones y grados del amor fraterno que llamamos solidaridad, ayuda, igualdad y hermandad. No puede contentarse, por tanto, con excluir el daño grave, con evitar el pecado; la moral cristiana consiste en la búsqueda de los remedios más eficaces para curar las rupturas humanas, y abarca todo esmero por su misión reconciliadora. Su terreno es la cooperación voluntariosa con toda obra de Dios; está iluminada por la esperanza, pero no roída por el escrúpulo; trata de casos concretos sin dejarse aprisionar por una casuística.

Los códigos morales representan el sedimento de una experiencia social; no son leyes caídas del cielo, abstractas e independientes de la historia, sino todo lo contrario: resultado de una historia, acervo de datos, destilación de éxitos y fracasos, que se registran para orientar la conducta. Esto vale incluso para los mandamientos contenidos en la segunda tabla del decálogo: todos, o la menos la mayor parte, estaban ya en vigor en la cultura mesopotámica anterior al Sinaí. Aparte lo prohibido por ser dañoso en todo tiempo o en alguna circunstancia particular, los códigos no constituyen verdaderas obligaciones, pero suministran un elemento importante para la decisión responsable. Para el cristiano son panorámicas de la vida desde el observatorio de la fe, que señalan caminos prometedores e identifican sendas peligrosas. La comunidad que los diseña debe mantenerlos al día, rectificando itinerarios o trazando otros según las nuevas problemáticas.

lunes, 7 de junio de 2010

Aplicaciones concretas.

Sin embargo, las líneas de acción que se derivan del ejemplo de Cristo no bastan para enfrentarse con las circunstancias concretas de la historia, individual o comunitaria. Se imponen por su evidencia los preceptos negativos, que prohíben hacer daño al prójimo en los bienes esenciales; son señales de dirección prohibida y advierten que el Espíritu no transita por ciertos bulevares. Pero queda el inmenso precepto positivo, amar al prójimo, al que tocan la iniciativa y la inventiva.

Un grupo cristiano tiene que emitir juicios y adoptar posturas frente a situaciones concretas; por ejemplo, frente a la discriminación racial o a otras formas modernas de injusticia. La línea de conducta que se determine será un aspecto del testimonio cristiano y ha de ser válida para el grupo. ¿Cómo encontrarla?

Es indispensable, por supuesto, la reflexión común iluminada por la fe; pero, ¿no han de admitirse otros interlocutores a la reunión? El grupo, que es Iglesia en este lugar y tiempo, no ha crecido en el vacío; muchos hermanos lo han precedido, que tuvieron que luchar con problemas y enfrentarse a situaciones. La experiencia de generaciones pasadas podrá aportar datos que ayuden a la solución.

No sólo en el pasado, también en el presente otros grupos cristianos arrostran dificultades parecidas; la comunicación con ellos puede iluminar o corroborar la decisión común. Y, finalmente, no hay que desdeñar la experiencia de la sociedad humana, que, prescindiendo de creencias, estudia seriamente ciertos problemas y se esfuerza por encontrar soluciones, secundando la acción del Espíritu fuera del ámbito de la Iglesia.

En la reflexión sobre problemas morales de envergadura no es, por tanto, prudente fiarse de la improvisación, es sensato buscar ayuda en la experiencia de la humanidad y de la Iglesia, pasada o presente.

Norma cristiana.

Para el cristiano,libre de códigos escritos, la norma de vida es la persona de Cristo. Una frase del evangelio podrá iluminar la cuestión: "No he venido a derogar, sino a dar cumplimiento" (Mt 5,17). Jesucristo encarna ahora la Ley en su persona; la Ley se cumple en su manera de vivir y de morir; ninguna otra interpretación es válida. Con este aserto orienta el Señor al Cristiano: su manera de cumplir la ley es mirar cómo él vive e imitarlo; ser hijo de Dios, vivir como hijo de Dios a la manera de Cristo; y su manera fue vivir para los demás y morir por ellos; ésta es la ley, el don total de sí mismo; cada pormenor no hace más que explicitar tal disposición en un caso particular.

No es extraño, pues, que la postura cristiana, fruto de la fe, sea más exigente que la antigua legislación; si antes se prohibía matar, ahora se excluyen la ira y el insulto (Mt 5,21-22); si antes el adulterio consistía en una acción, el pecado está ahora en la decisión misma de cometerlo (ibíd. 27-28). pero la motiviación es diferente: la conducta del cristiano no tiene su raíz en la fidelidad a un código escrito, ni siquiera a las palabras de Cristo en el evangelio, sino en el descubrimiento por la fe de la persona de Cristo, que Dios le revela (Gál 1,16), y en el vínculo de unión y amor que crea el Espíritu. No es una moral heteónoma que sigue normas externas, sino autónoma, que nace de una persuasión y un dinamismo interior. Ese dinamismo no es vago ni amorfo, sino preciso: amar como Cristo, y por eso el impulso evitará necesariamente ciertas direcciones y seguirá otras, según su misma naturaleza. La unión de voluntad que crea el Espíritu hace que su alimento sea hacer la voluntad del que lo envió y realizar su obra (Jn 4,34). Los mismos mandamientos tienen validez sólo en cuanto son expresión de la conducta de Cristo; pasando por la adhesión a su persona, guiarán el impulso interior.

El profeta Jeremías, en nombre de Dios, anunció esa ley interna de la nueva alianza (31,33); la Carta a los Hebreos recoge la profecía, caracterizando con ella la condición cristiana: "Al dar mis leyes las escribiré en su razón y en sus corazones" (8,10). Esa ley se opone a la antigua, exterior, escrita en tablas; la nueva ley está dentro del hombre. Como dinamismo, reside en el centro de la persona, simbolizado por el corazón; como persuasión, en su mente. Dios escribe sus leyes en la razón del hombre, es decir, que éste llegua a asimilarlas por convicción propia, no simplemente enseñando desde fuera; y las pone en práctica por un impulso personal, no por coacción exterior; así, continúa el profeta, "yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo" (ibíd.). En consecuencia, "un hombre no tendrá que instruir a su conciudadano, ni el otro a su hermano, diciéndole: "Reconoce al Señor", porque todos me conocerán, desde el pequeño al grande, cuando perdone sus crímenes y no recuerde sus pecados" (Jr 31-33-34; Heb 8,10-12).

En la nueva edad, inaugurada por Cristo, el hombre, reconciliado con Dios y libre de la obsesión del pecado, no tiene por última norma códigos externos ni enseñanzas exteriores; cada uno, elaborando los datos que Dios le da, debe encontrar su línea de conducta y, con el dinamismo de amor que Dios le infunde, seguirla.

Para el autor de la Carta a los Hebreos, la concepción legalista está superada y agonizante, porque al llamar Dios nueva a esta alianza, "ha dejado anticuada la primera, y lo que se vuelve antiguo y envejece está próximo a desaparecer" (8,13).

En la Carta a los Romanos (7,7-25) describe san Pablo la tragedia del hombre que busca la perfección moral con la observancia de una ley; el resultado es la alienación, por la discordancia entre querer y obrar. En la Carta a los Filipenses, en cambio, describe la condición cristiana en términos opuestos, como una integración de voluntad y obra efectuada por Dios: "Porque es Dios quien activa en vosotros ese querer y ese actuar que sobrepasan la buena voluntad (Flp 2,13).

El maestro del hombre es Dios mismo, como lo afirma Jesús: "Todos serán discípulos de Dios" (Jn 6,45; Is 54,13). San Pablo recoge la frase y precisa la asignatura: "Acerca del cariño de hermanos no necesitáis que os escriba, Dios mismo os enseña a amaros unos a otros" (1 Tes 4,9). Por otro camino aparece la persuasión interna propia del Nuevo Testamento.

Por no estar regulado por una Ley, habrá casos en que el Espíritu lleve al cristiano a darse sin regateos, mucho más delo que ninguna norma puede exigir, como hizo Cristo mismo. Es una moral muy exigente, pero totalmente libre al mismo tiempo, pues nace de la espontaneidad interior. No mira a cumplir un deber sino a expresar un amor.

Esta es la que Santiago llama "la ley del Reino", que tiene por mandamiento amar al prójimo como a sí mismo (Sant 2,8), "la ley de hombres libres" que ha de dirigir la conducta (ibíd. 12). Esta es la esencia de la moral cristiana, aunque los cristianos no lleguen siempre a ese ideal. Es una imitación de Dios mismo: "Sed buenos del todo como es bueno vuestro Padre del cielo". La bondad infinita de Dios es rasgo de su ser, pero es además pauta para la vida humana; ser buenos al máximo es el único modo de realizar el mundo muy bueno que constituirá el reino de Dios. El cristiano realiza ese mundo nuevo, ante todo, en sí mismo, y su espontaneidad confiada, su libertad alegre y su generosidad irán contagiándolo alrededor. Así puede exhortar la Carta a los Hebreos: "Observaos unos a otros, para estímulo constante del amor y del bien obrar" (10,24). La conducta cristiana está sostenida por el ejemplo mutuo.