lunes, 23 de agosto de 2010

6. Aprender a celebrar.

Aunque la celebración es siempre global, subrayará, según las ocasiones, uno u otro aspecto de la vida cristiana, sea la libertad gozosa y la alegría de la unión, la renuncia a las ambiciones del mundo y el entusiasmo por la tarea común, la lealtad a Cristo y el derribo de los ídolos, el examen de la propia fidelidad o la expresión de solidaridad con todos los que trabajan por la paz y el bien. Siempre está presente el Señor como dador del Espíritu.

Celebrar exige inventiva; hay que encontrar formas aptas de expresión. Si en la antigüedad la celebración papal se insipíró en los rituales imperiales, pertenecientes a la vida civil, también hoy tienen derecho los cristianos a aprovechar los datos de la cultura que contribuyan a su celebración. Al fin y al cabo, cada época tiene sus convenciones y sus canales expresivos, sus palabras clave y sus gestos simbólicos. Han de tener en cuenta todo lo que es noble y amable, todo lo que merece alabanza y estima en la sociedad ambiente (Flp 3,8). El reino de Cristo no es de este mundo, porque consiste en dar una vida que no procede de esta tierra, pero está en este mundo y existe para él; por eso qiere que los suyos permanezcan en el mundo (Jn 17, 15.18), pero viviendo en la verdad (ibíd. 17). Los cristianos festejan como los demás hombres; si su celebración se distingue de otras, no es por adoptar formas esotéricas, sino porque en ella, en medio del mundo, centellea el Espíritu de Dios.

5. ¿Fiesta dionisíaca?

La fiesta es personalizante; la comunicación que en ella se establece engendra contemplación y profundidad. ¿Cabe en la fiesta cristiana la embriaguez extática o el vértigo enajenante? Es difícil marcar la linde entre el entusiasmo legítimo y el torbellino. Hay que persuadirse además de que al Señor no le molesta la exuberancia, al contrario; lo demostró en la boda de Caná, proveyendo vino, y del bueno, para que la fiesta continuase.

La cuestión se presentó a san Pablo en Corinto; la afición de aquellos cristianos por los fenómenos espectaculares era, sin duda, un residuo de paganismo. El Apóstol enuncia repetidamente un principio: "Todo se haga para construir la comunidad" (1 Cor 14,3.4.5.12.26). La fiesta cristiana no es sólo desahogo, sino también estímulo; no debe dejar decaídos, sino activados.

El cristiano sabe adónde va, desempeña una tarea seria colaborando con Dios en la reconciliación de los hombres; su alegría y exuberancia saludan al reino venidero y lo expresan, vislumbrando en el presente la plenitud futura. En cualquier grado de festejo que se ejercite, la celebración, a los ojos de un no cristiano, debería causar una impresión positiva. Por eso san Pablo frenaba el excesivo entusiasmo de los que discrusseaban en lenguas ininteligibles; prefería que hablasen los inspirados capaces de exhortar en el idioma corriente: "Supongamos ahora que la comunidad entera se reúne en asamblea y que todos van hablando en esas lenguas; si entra gente no creyente o simpatizantes, ¿no dirán que estáis locos? En cambio, si todos hablan inspirados y entra un no creyente o un simpatizante, lo que dicen unos y otros le demuestra sus fallos, lo escruta, formula lo que lleva secreto en el corazón; entonces se postrará y rendirá homenaje a Dios, reconociendo que Dios está realmente con vosotros" (1 Cor 14,23-25).

Pablo no descarta los fenómenos que se manifestaban en lenguajes incomprensibles, pero los limita; la celebración no podía reducirse a eso. Por lo que a él toca, dice: "Gracias a Dios, hablo en esas lenguas más que todos vosotros; pero en la comunidad prefiero pronunciar cinco palabras inteligibles, capaces de instruir a los demás, antes que diez mil en un lenguaje arcano" (ibíd. 18-19).

Entusiasmo, sí, anarquía, no. Dios no quiere desorden, sino paz (ibíd. 32). Acción exaltante, desde luego; artificios que aturdan, intentos de perforar los límites de lo personal, para adentrarse en un todo supra o ultrapersonal en que se esfume la individualidad, no parece cristiano. La orgía dionisíaca nacía del ansia de superar las barreras del ser; según Nietzsche, el individuo es un error; para el cristiano, en cambio, es un carisma, un regalo de Dios. Con el vértigo y el frenesí dionisíacos quería el hombre, mintiéndose, librarse de sí mismo, curarse de ser hombre, taladrar el tiempo y el espacio para salir del aquí y ahora y vagabundear en el océano de la sensación ilimitada. Los cristianos no necesitan mentirse, no están cansados de ser hombres; al contrario, afirman su valor y su dignidad.

Quien vive superficialmente acaba harto de sí mismo. Nunca entra en sí, busca dilatarse y choca con sus paredes; pero es una dilatación gaseosa, que disminuye su densidad. Hay otra manera de ampliar el ser, por la concentración, que aumenta su peso específico y descubre nuevas dimensiones y espacios en su mismo centro; entonces comprende lo que es "anchura y largura, altura y profundidad" (Ef 3,18). esta dilatación del ser se hace posible en la comunicación personal y profunda; además el hombre que respeta su pared existencial siente que al otro lado hay uno que interpela.

No hay que curarse de ser hombre, sino de estar solo, de ser medio hombre. A Dios no se llega por la grandeza, sino por la bondad; y si hemos de saber que somos pobres, la pobreza esencial es la finitud; este realismo se llama también humildad. Al saber y amar lo que somos, es cuando amamos a Dios y llegamos a la felicidad: "Dichosos los que se saben pobres, porque suyo es el reino de los cielos" (Mt 5,4).

El hombre es historia y el cristiano no pretende evadirse de donde Dios lo ha colocado. No se avergüenza de ser hombre, sabiendo que por serlo es imagen de Dios; quiere ser mejor hombre, más profundamente humano, para hacer esa imagen más semejante a su modelo.

domingo, 22 de agosto de 2010

4. Evolución de la celebración.

La Primera Carta a los Corintios describe una celebración espontánea; san Pablo da instrucciones que aseguren el orden, pero todo se hace siguiendo las iniciativas individuales:

"¿Qué concluimos, hermanos? Cuando os reunís, cada cual aporta algo: un canto, una enseñanza, una revelación, hablar en lenguas o traducirlas; pues que todo resulte constructivo. Si se habla en lenguas extrañas, que sean dos cada vez o, a lo más, tres, por turno, y que traduzca uno solo. Si no hay quien traduzca, que guarden silencio en la asamblea y hable cada uno con Dios por su cuenta... De los inspirados, que prediquen dos o tres, los demás den su opinión. Pero en caso que otro, mientras esté sentado, reciba una revelación, que se calle el de antes, porque predicar inspirados podéis todos, pero uno a uno, para que aprendan todos y se animen todos. Además, los que hablan inspirados pueden controlar su inspiración, porque Dios no quiere desorden, sino paz" (14,26-33).

La norma consistía, pues, en evitar el barullo, para que todo aprovechase a la asamblea. Procuraba también san Pablo que los inspirados no se excedieran y cansaran a la gente; dos o tres a lo más. Por lo demás, libertad plena; cada uno podía contribuir con lo que tuviese, dando así amplias facilidades a la expresión individual y colectiva; las experiencias cristianas podían manifestarse sin traba. Ninguna mención se hace de un responsable del orden; la autoridad del Apóstol, aunque distante, parecía suficiente. Con su sentido habitual de la igualdad, no envía san Pablo las normas a un individuo que asegure su observancia, las propone a la comunidad entera, después de una larga explicación (14,1-25) que prepara la unanimidad.

Una celebración de ese género estaba centrada en Cristo; ningún miembro de la asamblea reclamaba para sí una atención especial. En algunos escritos del Nuevo Testamento, redactados en la generación siguiente, como las cartas a Timoteo y a Tito, aparecen cargos, los presbíteros u obispos, a quienes se atribuye el papel de presidir. Era quizá un desarrollo necesario; en todo grupo se manifiesta el líder, y es posible que en Corinto mismo, aunque san Pablo no lo mencione, alguno o algunos se encargasen del orden; tal función directiva, si existía, no parece, sin embargo, que fuera presidencial, pues no se le atribuía el pronunciar la oración eucarística; san pablo reprocha precisamente a un inspirado que la pronunciaba en una lengua incomprensible, sin desempeñar, por lo que parece, ningún cargo en la comunidad (14,16-17).

Es instructivo comparar la celebración cristiana con la de los pueblos primitivos. Entre ellos, aunque hubiera un líder, el portador del ritual mágico era el grupo, pues para poner en movimiento a las fuerzas trascendentes pensaban que hacía falta un todo transpersonal. La unidad del grupo era, pues, creadora y estaba dirigida y abierta a lo numinoso.

Cambiando las categorías se puede aplicar este principio a la celebración cristiana: la manifestación divina tiene lugar en el grupo unido. Es secundario que algunos miembros ejerzan funciones especiales, necesarias o convenientes para la mayor eficacia; en este contexto, ni siquiera el carisma establece mérito particular. Dios mira a su pueblo, redimido con la sangre de Cristo, "pueblo santo y sin defecto en virtud del amor mutuo" (Ef 1,4). No son los dones particulares ni las funciones en el interior del grupo lo importante ante Dios, sino la unión de la caridad fraterna.

En los primitivos, la unión era casi física, a nivel de especie; entre los cristianos pasa a ser amor y hermandad, se hace a nivel libre, como respuesta personal a Dios que se revela. El único vínculo necesario para la celebración es el amor mutuo, y su centro no es ningún miembro particular del grupo, sino necesariamente Cristo mismo. La idea de los primitivos de que la unión del grupo desataba los dinamismos ultraterrenos era en cierto modo verdadera. El Espíritu actúa cuando la comunidad responde con la fe, Cristo está presente entre los que cumplen su mandamiento, y Dios se revela como Padre solamente en una comunidad de hermanos.

En el pasaje citado de san Pablo aparecía netamente la aportación de cada uno según el propio carisma. La celebración cristiana excluye el monopolio; no hay miembros pasivos en el grupo cristiano ni los dones se repiten; cada uno tiene el suyo particular y ha de contribuir con él, por modesto que sea.

Es san Ignacio de Antioquía y, por supuesto, del siglo IV en adelante, destaca la figura del presidente, que representa a Dios Padre (Ignacio) o a Cristo (más tarde). Al atribuir semejante representación a un miembro de la comunidad, la celebración se centra alrededor de él. La comunidad deja de ser un grupo homogéneo entrelazado por las diversas funciones y carismas, y uno de ellos está erigido en categoría aparte. La arquitectura muestra el cambio de mentalidad; en las basílicas se reserva una parte del local al obispo y presbíteros, y precisamente la parte que en las basílicas civiles ocupaba el representante del emperador o éste en persona. La organización central se infiltra en la iglesia. Como el magistrado ostentaba las insignias imperiales y el liber mandatorum, el obispo adoptará la cruz procesional y el volumen del evangelio; su calidad de líder toma un sesgo de funcionario. Para la celebración se insiste en la unión con el obispo; el centro de gravedad se desplaza, pasando de Cristo al que es considerado su representante. La teología paulina, que ponía a todos al servicio y dependencia mutuos, palidece; el único carisma visible es el de dirección. No se depende inmediatamente de Cristo-cabeza, sino el obispo-presidente.

En tiempo de san Pablo predicar era privilegio de todos; consecuencia de la nueva concepción fue reservarlo al obispo o a sus delegados. Las preocupaciones por la ortodoxia influyeron, sin duda alguna; no se trataba ya de una fe espontánea, amplia de horizontes, pero parca en formulaciones precisas y obligatorias; las polémicas y el afán de conceptualización disuadían de conceder la palabra a los no instruidos en la doctrina oficial. La expresión improvisada se reputa peligrosa; la fe se enuncia sólo con símbolos aprendidos que, de norma para la expresión, pasan a ser su límite.

Durante los tres primeros siglos el lugar de reunión solía ser una casa, con su aire de libertad, personalismo y familiariedad. La Primera carta a Timoteo recomienda que el obispo sea hospitalario, probablemente porque la eucaristía se celebraba en su domicilio. El local esra lo de menos, interesaba sólo hallar un espacio acogedor; el templo es Cristo resucitado y la comunidad de los fieles. En estas celebraciones domésticas los grupos eran naturalmente pequeños y toda acción resultaba comunitaria; los detalles podían resolverse con practicidad, lo importante era la celebración misma.

Más tarde, sobre todo a partir del Siglo IV, empieza a asimilarse la antigua concepción del templo, judío o pagano, que suponía la sacralidad particular de ciertos objetos o personas. La basílica se convierte en un salón estructurado hieráticamente, con una parte reservada a la presidencia, y otra a los fieles. Excepto en las basílicas cimiteriales, sin embargo, el altar y el ambón no ocupaban todavía un lugar fijo.

En siglos más recientes se entra en la época de las catedrales, donde el vasto espacio y la suntuosidad perjudican a la interioridad y sencillez de la celebración. La grandiosidad del monumento anula en cierto modo al grupo e impide sentir la unión, pues la imponente sublimidad externa aparta la atención de los demás participantes. El centro no es ya siquiera la persona del presidente, sino un objeto, el altar. El obispo no oficia de cara al pueblo, sino cara al altar. con lo que el diálogo resulta imposible; el pueblo queda prácticamente pasivo, de todo se encarga el clero.

Para san Agustín, "iglesia es el lugar donde la iglesia se congrega"; esto dejó de ser verdad, y la iglesia pasó a ser casa de Dios, templo de Dios. Como el templo judío o pagano, se convirtió en centro simbólico de la religión. Considerándola como signo externo de la presencia del cristianismo en una ciudad, se le dio preeminencia sobre los otros edificios. Se había olvidado que la fe cristiana en el mundo actúa como el fermento.

En nuestros días muchos grupos prefieren volver a la sencillez primitiva, más cercana al evangelio; basta un local acogedor, humano y agradable, con la limpidez del Espíritu de Dios y la alegría del hombre nuevo.

3. Estilo de la celebración.

La continuidad entre vida y celebración delinea el estilo de esta última. Si la celebración es vida destilada y concnetrada, seguirá el estilo de la vida misma, haciendo resaltar los rasgos de ella que caracterizan a la fiesta.

Por tanto, el estilo de la celebración está en función del estilo de la cultura; el umbral de la iglesia no impone un cambio de talante, pues la sacralidad es tan intrínseca a la vida como a la celebración.

El estilo de vida en la sociedad actual es secular, y el mismo penetra en la celebración; el hombre es consciente de su dignidad y de su fuerza; el cristiano sabe además que la dignidad le viene de ser imagen e hijo de Dios y la fuerza del vigor que Dios le comunica. El mundo celebra al hombre; el cristiano, al hombre y a Dios su padre. Pero el estilo es similar. No se establece con normas, pertenece a la esfera de la expresión; el hombre de hoy usa para expresarse un determinado estilo; sería artificioso querer imponer uno diverso a la celebración, ajeno a la sensibilidad de la generación presente o del grupo concreto que se reúne. Cada comunidad, libre y espontánea, encontrará su manera.

Por tanto, el local para la celebración será más bien una sala de fiestas que una iglesia tradicional con sus asociaciones precristianas de "templo". Es la sala de reunión de la familia de Dios, deseosa de pronunciar su amén a la creación primera y a la segunda efectuada por Cristo. Este loca o sala, la domus ecclesiae o "casa de la comunidad", según la antigua y acertada terminología, ha de reflejar los caracteres de la pascua que celebra, siendo transparente y sobria, luminosa y apacible, llevando a la activa profundidad de la creación nueva.

La iglesia no es un momento sacro para expresar la gloria de Dios ni tampoco un simple centro para encuentros sociales. Es un hogar común para el pueblo de Dios, espacio fundamental para la asamblea festiva, que ha de expresar hospitalidad, familiaridad y alegría.

No hace falta que se distinga por fuera de los edificios vecinos; la iglesia-edificio no ha de ser el signo externo de la presencia del cristianismo en la ciudad, concepto anacrónico y símbolo muerto. La recomendación del Señor a cada uno de entrar en su cuarto y cerrar la puerta cuando quiera orar vale también para el grupo; no hay que hacer espectáculo de la propia celebración. Basta una casa entre las casas; siendo lugar de celebración y hogar común, ha de ser más humana que las otras; reflejará el modo de ser de la época y, al mismot tiempo, el hombre nuevo en Cristo.

Las actitudes corporales pertenecen también al estilo; como en los primeros siglos, se prefiere estar de pie a estar de rodillas. No es una decadencia en la fe, sino una consecuencia de ella; al creer que Dios considera al hombre como un hijo adulto, la actitud respetuosa no es ya la del esclavo; como atestiguan numerosos autores eclesiásticos, entre ellos Tertuliano (fines del siglo II), san Bssilio (Siglo IV) y san Agustín (Siglo V), los domiengos y todo el tiempo pascual estaba prohibida la genuflexión, para recordar que la resurrección de Cristo nos había levantado de la caída. El canon 20 del Concilio de Nicea sancíonó esta costumbre, que fue confirmada más tarde por el Concillio de la Cúpula (in Trullo, año 691, canon 90). Celebrar y orar de pie era precisamente símbolo de la nueva condición del hombre, gracias a Cristo.

También el vestido entra en el estilo. La reunión, más sencilla, prácticamente no necesita indumentos peculiares. La fiesta, en cambio, se expresa también por la vistosidad en el vestir. Sólo a fines del siglo IV empezaron a usarse vestidos especiales para la celebración; hasta entonces se hacía en traje de calle. San Juan Crisóstomo, obispo de Constantinopla, cambiaba de manto para celebrar, lo que le valió acusaciones de soberbia. La intención primera fue probablemente tener un manto limpio en la iglesia por si el de calle no estaba presentable. Los ornamentos hoy en uso en las diversas iglesias de Oriente y Occidente derivan todos de la antigua túnica y manto civiles del Impreio romano. También esta usanza está sujeta al gusto de las épocas; si se adopta un vestido para celebrar la fiesta, podrá inspirarse en los cánones de la elegancia o fantasía contemporánea.

En la celebración no tienen precedencia los obispos, sino las personas; el mobiliario, por tanto, ha de ser funcional, sin lugar decretado a priori, según las necesidades de la concurrencia y el tipo de celebración. La mesa para la eucaristía, más tarde llamada altar, por asimilación al Antiguo Testamento, era portátil y se colocaba en el momento y lugar oportunos al empezar la segunda parte de la misa. En la antigua cultura la silla era distintivo de autoridad; la gente solía sentarse en escabeles bajos o en el suelo; esta costumbre retorna curiosamente en el munto moderno, con más comodidad ciertamente, gracias a la difusión del alfombrado.

Si alguno quisiera propugnar el estilo cultual de la asamblea cristiana, basándose en la concepción sacerdotal del cristianismo, expuesta en el capítulo segundo, debe recordar que las categorías sacrificio-culto-sacerdote forman un sistema simbólico que describe simplemente la vida cristiana de fe y caridad. Expusimos allí el sentido existencial del sacerdocio de Cristo y del cristiano. Si interpretamos la vida cristiana como culto, hay que precisar inmediatamente la diferencia entre ese culto y los de las religiones precristianas. La connotación ceremonial exclusiva de la palabra culto es propia de nuestras lenguas modernas; en latín cultus, derivado del verbo colo, "cuidar de", se aplica lo mismo al campo (cultivo), al cuerpo (cuidado) y a los dioses (honor); la idea común es la de responder con acciones a las exigencias de cada una de esas entidades. La palabra griega latreia, "culto", aparece una sola vez en los evangelios (Jn 16,2), referida a los perseguidores que pensarán dar culto a Dios matando a los cristianos. El verbo correspondiente, latrenuo, es también raro, y el verbo hebreo ´abad, al que traduce, significa simplemente "servir" en todos sus sentidos, servir a la patria o al rey. Referido a Dios, toma el matiz de servicio a un soberano, a un dueño sin especial carácter cúltico. La concepción cultual de la asamblea cristiana pertenece al estadio religioso, en que el culto estaba separado de la vida. Una vez que Cristo ha identificado las dos esferas, ele stilo de vida es el estilo de culto.

Una observacíón final. Aunque interrumpe la tarea cotidiana, la celebración no es un refugio para olvidar los agobios de la vida y la maldad del mundo; olvido buscado es evasión. Se critica con derecho el aturdimiento deliberado de la feista frívola, que anhela evadirse de la realidad; si los cristianos pretendieron eso, estarían usando el mismo estupefaciente con etiqueta distinta.

Algunos, sin buscar la evasión, no perciben el nexo entre celebración y vida. Para ellos, pasar de una a otra equivale a cambiar de estación en un receptor, dejando la estación mundana para sintonizar con la ultraterrena. No hace falta repetir lo antes expuesto; esta concepción niega de hecho la fe, estableciendo la separación entre las dos esferas e ignorando la acción de Dios en el mundo.

La reunión cristiana no es evasión ni excursión a otro planeta. Ampliando una comparación de G. Fackre, es un momento de reposo; amarradas las canoas a la orilla, sentados en la hierba, frente a los rápidos del río, se descansa y se goza, se come y se canta antes de continuar el viaje; y en la conversación se comentan las peripecias. No es cuestión de olvidar, sino de superar, descubriendo bajo las miserias del mundo y de la vida el amor activo de Dios por su obra. Hay que aguzar la vista para percibir el oro bajo el fango y exaltar la fe para que no se encalle en los bajíos, refinar la concepción de la realidad y vislumbrar el dedo de Dios en rincones que no se habían considerado.

La celebración está cogida en un paréntesis: entre lo hecho y lo que ha de hacerse; filtra y agradece el pasado, otea y anhela el futuro que Dios promete. En el presente ha de expresar su concepción del mundo y su norma de vida. La primera es la visión de la fe: que el sostén de esta realidad es un amor infinito. La segunda es el dinamismo de la caridad: "Los cristianos quieren ser instrumentos del Dios-amor para realizar en otros lo que antes se ha realizado en ellos; su propósito es dar a Dios, su Padre , hijos que se le parezcan por el inconfundible aire de familia; es decir, por la caridad rica y sin envidias, cuya dicha es doble: la alegría inmaculada de saberse amados de Dios y, libres de todo interés propio, el poder de amar como Dios ama".

sábado, 21 de agosto de 2010

2. Celebración contemplativa.

La presencia de Dios en el hombre y en el mundo embebe la fiesta y la reunión, creando una atmósfera contemplativa. Ninguna de las dos es frívola, y en la más alegre y ruidosa celebración está Dios en todos y entre todos, que son juntos su templo. Cristo se hace presente en el Espíritu, que es su don. El gozo, que se manifiesta en lo exterior, se alberga en lo íntimo, la efusión nace dle manantial que brota siempre. Tal celebración requiere hombres profundos, pero el cristiano, curtido por una dedicación que es la vida entera, no es imberbe de espíritu. Va a la celebración a expresar la experiencia de Dios en su vida; se supone que esa experiencia existe.

La celebración auténtica estimula también a la contemplación. La unión en Cristo, percibida en la presencia corporal, en la sonrisa aceptadora, en la comunión confiada, revela la presencia del Espíritu de Dios. "Cuando Dios os concede el Espíritu y obra prodigios en vosotros, ¿por qué lo hace?, ¿porque observáis la Ley, o porque escucháis con fe?" (Gál 3,5). La experiencia y el brío de la fe común destacan la acción del Espíritu; él alienta en lo profundo del hombre, renovándolo interiormente, dándole paz honda y ánimo para lo bueno, encajando sus aristas e integrando su ser; así lo dispone a amar. Esto es contemplativo; en medio del bullicio se sienten las realidades basales, con una intuición del centro y un calor medular. La fiesta lleva a la reflexión y contemplación personal.

La psicología moderna insiste sobre el poder integrador de la amistad, única línea útil para el desarrollo del hombre. Pero el amor no es abstracto; necesita ver, tocar, expresarse, codearse. Se manifiesta sobre todo con obrar: "Obras son amores", pero también con buenas razones. El amor cristiano no encierra, universaliza; san Pablo prevenía a los gálatas contra las muestras de afecto de ciertos sectarios: "El afecto que esos os tienen no es bueno; quieren aislaros para acaparar vuestro afecto" (4,17).

Es lo opuesto del amor cristiano, que, en vez de acaparar, estimula y abre.

Se habla de cómo educar a los jóvenes cristianos y se proponen cursos de religión. Pero no se educa sólo ni principalmente con el entendimiento, sino con la vida entera; será respirando la atmósfera de un grupo cristiano maduro, dedicado, alegre y comunicativo donde el joven encontrará su experiencia de fe. No basta instruir, hay que iniciar con el ejemplo. No es suficiente que un padre dé buenos consejos a su hijo; el niño aprende menos de las palabras del padre que de su modo de reaccionar ante las circunstrancias; se da cuenta de las inflexiones de su voz, de la cólera o dominio de sí, de los valores que estima. Lo que diga será siempre confrontado con su proceder y éete será el que prevalezca. Si no coinciden, ¿cómo será aceptado por guía?, y ¿qué esperanza queda de educar al hijo?

La contemplación nace al contacto con lo profundo de la realidad o, dicho de otro modo, con la realidad total, en la cual Dios se manifiesta; realidad del propio ser, de la relación humana y del mundo. La fiesta descubre precisamente el cimiento de la realidad entera, el amor de Dios, en la experiencia de libertad, hermandad y alegría; por eso es esencialmente contemplativa. La vida entera enderezada por la intención, consciente o implícita, que la orienta hacia Dios y el prójimo, es oración; por eso tiende a momentos de concentración y soledad, para enfocar hacia Dios no sólo la intención, sino también la mente. Siendo la celebración zumo de la vida, ha de tener por fuerza el elemento contemplativo; y no sólo con la intención, sino además con la experiencia y la profesión explícita, manifestadas en el borboteo del gozo.

Contemplación es la experiencia gozosa de una presencia; la presencia se percibe unas veces en el cuarto con la llave echada, otras en el tranquilo conversar y otras en la algazara y regocijo común de los que Cristo ha liberado.

c) Carismas.

La celebración es el lugar donde se manifiestan muchos carismas del Espíritu, y hay que facilitar su despliegue. En la reunión más que en la fiesta, todo el que quiera decir algo debe encontrar la posibilidad; por lo menos hasta fines del siglo IV se reconocía que la misión de enseñar en la iglesia no era monopolio de presbíteros u obispos; he aquí un texto de las Constituciones Apostólicas, apócrifo en parte compilado y en parte escrito hacia el año 380: "El que enseña, sea o no seglar, con tal que sepa hablar y sea de conducta recomendable, que enseñe; porque -todos serán discípulos de Dios-" (VIII, 32,17).

El pasaje alude en primer lugar a Rom 12,7, donde san Pablo enumera una serie de carismas. La razón final es lo más notable: propone la profecía de Isaías (54,13), citada por Cristo (Jn 6,45); todo cristiano honesto, por tanto, con tal de que pueda expresarse, tiene derecho a dirigir la palabra al grupo para comunicar lo que Dios le enseña; no se trata aquí de revelaciones especiales, más propias del carisma profético, sino de reconocer la acción de Dios en la propia historia y experiencia o de exponer las propias luces sobre un pasaje de la Escritura.

Como el carisma de enseñar, otros muchos se ejercitan en la reunión y en la fiesta; carisma es toda cualidad, común o extraordinaria, puesta, por impulso del Espíritu, al servicio ajeno. El canto y la organización, la afabilidad y cualquier otra destreza útil para animar la fiesta es carisma; unos tendrán como don la palabra sabia, otros la que instruye; uno esplendor de fe, otro espíritu crítico, sin descartar del todo las manifestaciones extraordinarias, como el espíritu profético o el alabar a Dios en lenguas arcanas. Bien conocidos son los fenómenos que ocurren en las reuniones pentecotales.

Este clima de libertad podría tropezar contra una estructura demasiado rígida que no dejase resquicio suficiente a la expresión. A nivel de grupo, hay que abrir una ventana a la espontaneidad. Los cristianos van a la reunión con experiencias que desearían compartir con los demás; hay que dejar holgura para que encuentren vías de expresión y no imponer un esquema inflexible.

Un mínimo de estructura es necesario, entre otras cosas, para poder empezar; hay que tener alguna idea de lo que se pretende hacer o de cómo se va a desenvolver la celebración, previendo sus líneas maestras. La estructura preserva también la continuidad de ciertos valores insustituibles; pero toda estructura o institución, como dijo el Señor de su prototipo el sábado, es para el hombre y no viceversa. Desde el momento en que una estructura social, religiosa o ritual agarrota la expresión del hombre o sofoca su libertad, hay que desmontarla; para estar al servicio del hombre deberá tener una flexibilidad que no impida el movimiento: será malla de danzarín, no camisa de fuerza.

En el caso concreto de la celebración hay que empezar encontrando los modos espontáneos de expresión propios del grupo; sobre ese común denominador se construirá la estructura. La institución, por tanto, sigue, no precede; no se puede imponer la espontaneidad ni enseñar a ser poeta.

La celebración entrevera lo convenido con lo improvisado. Cox la compara atinadamente al jazz combinado, en que la partitura se interrumpe cada vez que uno de los ejecutantes improvisa un solo, que sus colegas acompañan; terminado éste, se vuelve al texto escrito, mientras otro no se sienta inspirado.

b) Aceptación y hermandad.

En este clima de igualdad, la celebración es risueña y aceptadora, procurando que nadie se sienta cohibido o preterido. Si en el reino de Dios los más humildes son los que importan más (Mt 18,1-4), lo mismo debe ocurrir en la celebración; todo con sencillez y genuinidad. La aceptación, que nace de la benevolencia cristiana, es general, de modo que todo miembro encuentra una atmósfera acogedora. La estima mutua y difusa, la alegría bulliciosa o tranquila esponjan el corazón y dan ánimos a los retraídos. También la sencillez ha de tener su precedente en la vida; sólo quien escarda continuamente la cizaña de la ambición puede ser sencillo y no darse importancia. Mientras uno represente un papel, su persona está ausente, y si acaricia pretensiones, no hay comunicación con los demás ni presencia del Espíritu. Tenderá a brillar, a decir algo que impresione y que sonará a hueco, cuando lo que debe resaltar en la reunión es la sinceridad y la modestia. Además, en fin de cuentas, no impresiona tano lo que se dice como lo que leen los otros entre líneas; y en este intersticio está escrita la vanidad o se trasluce el Espíritu de Dios.

La comunidad aceptadora es por necesidad indulgente, comprensiva, no propensa a la censura mutua: "Acogeos unos a otros como Cristo os acogió a vosotros" (Rom 15,17). Y Cristo no nos cogió con pinzas y gestos de asco, como habría pronosticado un filósofo, sino que se vino a vivir con nosotros sin miedo a mancharse. El tocó a los leprosos y se dejó tocar por una pecadora pública, conversó con una malcasada y se recostó a la mesa con gente descreída y ladrona. Tuvo una caricia para los niños, una recomendación suave para la adúltera y no se irritó ante las pocas entendederas de Nicodemo. Comunidad aceptadora, personalizante, que se conoce por el nombre y está abierta al recién llegado; lugar donde cada uno tiene libertad para ser él mismo en el encuentro con los demás y con Cristo.

Todo lo que el Nuevo Testamento enseña sobre el amor cristiano se aplica de modo especial a la celebración. La Iglesia o asamblea de Dios, que se realiza como nunca en el grupo reunido, manifiesta por su amor ser principio del reino de Dios, territorio del señorío de Cristo. Allí se sienten el entusiasmo de la fe y el calor de la hermandad, y sólo en ese clima se hace presente el Señor. No podemos pronunciar el "Ven, Señor Jesús" (Ap 22,20) si la comunidad no es un grupo de hermanos.

Un caso triste sucedió en Corinto. Los cristianos solían empezar comiendo juntos para acabar con la eucaristía; parece que cada uno contribuía a la cena según sus recursos (1 Cor 11,22), pero en vez de esperarse unos a otros para ponerlo todo en común (ibíd. 33), cada uno se adelantaba a comerse lo suyo (ibíd. 21) sin repartirlo, y los más pobres quedaban humillados (ibíd. 22): "Mientras uno pasa hambre, el otro está borracho" (ibíd. 21). La conclusión de san Pablo es ésta: "Así, cuando os reunís en comunidad, os resulta imposible comer la cena del Señor" (ibíd 20). No hay que engañarse; la división en bandos, la falta de hermandad y la ofensa a los humildes hacen de la eucaristía una blasfemia; cuerpo de Cristo son la comunidad y el pan, quien insulta a uno insulta al otro; por eso "el que come y bebe sin valorar el cuerpo (en ambos sentidos), se come y bebe su propia sentencia" (ibíd. 29).

a) Igualdad.

Supuesto que la celebración refleja la vida, todas las características de ésta deben ser visibles en la primera. Ante todo, ha de saltar a los ojos la igualdad entre los cristianos, fundamento de la hermandad y enemiga de todo privilegio. El conocido pasaje de Santiago, válido para toda ocasión, se aplica expresamente a la reunión celebrativa: "Hermanos míos, si creéis en nuetro glorioso Señor Jesucristo, no tengáis favoritismos. Supongamos que en vuestra reunión entra un personaje con sortijas de oro y traje flamante y entra también un pobretón con traje mugriento. Si atendéis al del traje flamante y le decís: "Tú siéntate aquí cómodo", y decís al pobretón: "Tú quédate de pie o siéntate aquí en el suelo junto a mi estrado", ¿no hacéis distinciones subjetivas?, ¿y no dáis un juicio basado en raciocinios condenables?".

El bautismo nivela a esclavo y libre, nacional y extranjero, hombre y mujer. Esta igualdad tiene que brillar en la celebración cristiana. Cristo, en quien todos somos uno (Gál 3,28), no tolera distinciones basadas en rango, raza o herencia. Es misión de la Iglesia demoler barreras entre los hombres; ninguna puede quedar en pie en la celebración. Esta ha de ser un mentís a todas las pretensiones y fachadas, altanerías y menosprecios e la sociedad. Quien ocupa un puesto eminente ha de esmerarse por subrayar la igualdad, sin aspavientos, pero con eficacia. Es, por supuesto, difícil, por no decir imposible, establecer pie de igualdad en la celebración si el mismo espíritu no reina en la vida; quien se empeñara en obrar de dos maneras distintas caería en el artificio y en la farsa.

VI. CUALIDADES DE LA CELEBRACIÓN.

1. Celebración auténtica.

Celebrar es explicitar. Lo que en la vida se ejerce a menudo en silencio o en voz baja, se pregona entonces desde la azotea (Mt 10,27). Es un momento de vida a pleno pulmón y en plena transparencia, de ser explayado, que hace patente el mundo interior y da relieve a lo personal.

El criterio para juzgar la legitimidad y autenticidad de una celebración consistirá, por tanto, en ver si se vive lo que se pretende celebrar; si existe una zanja entre celebración y vida, la celebración es teatro.

Tantos pastores se preguntan cómo dar sentido a la celebración, cómo hacerla significativa. El problema es real, pero, ¿se atina en la práctica con el nudo de la cuestión? Se excogitan soluciones como ampliar la ceremonia, organizar el canto u otras iniciativas loables. Pero lo decisivo no está ahí; hay que enfrentarse con la ineludible pregunta: ¿viven los bautizados una vida cristiana?, ¿tienen conciencia de su misión en el mundo y la llevan a la práctica en cuanto pueden?, ¿piensan acaso que sólo en la iglesia encuentran a Dios? Hay que reconocer a Dios en la calle para encontrarlo en la iglesia; hay que creer en el hombre para creer en Dios. Separar a Dios de la vida para buscarlo en un reducto sacro es paganismo. El tema de la celebración es la obra presente de Dios en cada uno y en el mundo entero, el reino actual de Cristo, el fermento incesante del Espíritu en la masa humana. Ya hemos dicho que ese presente se refiere al pasado y actualiza el porvenir; pero quien no viese en lo cotidiano la acción de Dios entre los hombres y fuera incapaz de vislumbrar el dedo de Dios en la ambigüedad de la aventura humana, o al menos de estar persuadido de la realidad de su influjo, tendría una fe sin cuño cristiano; viviría de recuerdos, sin contacto con lo real. La iglesia es sala de fiesta, y el motivo de la fiesta son hechos anteriores; es también, si se quiere, taller de reparaciones, pero antes hay que correr por la carretera. Quien no amasa su fe con la experiencia diaria ni ejercita su amor en la tarea mundana no está preparado para celebrar ni necesita reparar sus fuerzas; a lo más un masaje que le alivie el anquilosamiento.

Ser cristiano no consiste en ir a la iglesia, como ser combatiente no se define por llevar un uniforme ni por vivir en un cuartel. La calidad de la celebracón depende del grado de entrega que se ejercite fuera; es imposible una celebración cristiana si no se vive la dedicación cristiana; separar a una de otra reduce la celebración a la búsqueda de emociones religiosas, como en el paganismo, pervirtiendo el sentido de la revelación.

Es significativo el compendio de vida cristiana que presenta los Hechos de los Apóstoles: "Eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles y en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones" (2,42).

Este brevísimo pasaje establece con toda nitidez la precedencia de la vida sobre la celebración o, si se quiere, el vínculo entre una y otra.

Expliquemos algunos términos. La enseñanza de los apóstoles estaba centrada en el testimonio de la resurrección del Señor Jesús (3,33); lo primero que subraya el autor es, por tanto, la unidad de fe y esperanza. La vida en común se expone en diversos lugares del libro: "En el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo; lo poseían todo en común y nadie consideraba suyo nada de lo que tenía..., ninguno pasaba necesidad" (4,32-34).

La unión de fe y esperanza producía la unanimidad en lo esencial, fruto del intercambio y la comunicación; es el primer aspecto del amor mutuo, la entrega de la persona. Pero los cristianos de Jerusalén pasaban más allá y compartían sus bienes para que a nadie faltase lo necesario. La "vida común" ofrecía los dos aspectos: unión personal y comunicación de bienes. La solidaridad económica sin cordialidad fraterna es limosna ofensiva o participación fría y separadora.

Solamente después de haber descrito la vida cristiana en términos de fe y amor eficiente se refiere el autor a la eucaristía: la "fracción del pan" o comida en común, símbolo de la unidad existente y alimento de la mayor unión, carece de sentido si la vida no precede.

domingo, 15 de agosto de 2010

Sinceridad.

La celebración es el polo opuesto de la sociedad convencional, con su falsedad invasora y sus parodias de libertad, alegría y plenitud. Una sociedad plagada de "fabricantes de imágenes" (image-makers) y de especialistas en relaciones públicas, donde cada sonrisa se calcula en metálico, por parte del que la exhibe y del que la encarga.

La sociedad práctica una ficción nauseabunda, desde la infantilización de la masa con la publicidad entontecedora hasta los equipos de embusteros que tratan de integrar el descontento que trasuda de las aspiraciones reprimidas. En este ambiente, la celebración ha de ser un oasis de autenticidad humana, de espontaneidad y de confianza. Es una necesidad urgente, pues los hombres mueren de hambre: quieren sentirse apreciados por sí mismos, por lo que son, no por lo que hacen. La celebración es precisamente momento de ser, no de hacer; es el lugar en que la persona es reconocida y estimada por los demás; hambre psicológica tan urgente como la física, de cuya insatisfacción derivan decaimientos biológicos. La estima interesada y mercenaria del mundo no basta; deja el regusto de insinceridad; hace falta la transparencia del amor verdadero, del compañerismo límpido, de la solidaridad y la comunión sin afectaciones.

Nueva experiencia.

Es una cultura raquítica a fuerza de dato objetivo y de análisis sedicente impersonal, el hombre necesita una experiencia más profunda de la realidad. Las capacidades no discursivas de su persona se inflaman precisamente con la visión, que son la fe y la esperanza, y con la experiencia de comunión, que es la caridad. Estos son los árbitros de todo lo bueno, verdadero y bello. Como lo expresó san Agustín: "Dilige et quod vis fac" (Primero ama, y lo que quieras entonces, hazlo). Quizá fue un error el de Clemente de Alejandría y Orígenes, que quisieron presentar el cristianismo con el ropaje de un sistema racional para eludir las críticas de los filósofos paganos; puede que abrieran camino a la especulación desecante que acabaría en el malabarismo teológico.

El amor mutuo es un misterio que supera el discurso; en él se encuentran las inefables experiencias de alegría y paz en el Espíritu que son el reino de Dios. Ellas nos manifiestan el misterio que nos circunda, a través de la comunicación humana sencilla, confiada, abierta y aceptadora. Se llega a entender que el amor es la realidad verdadera y que Dios es amor. La celebración debería ser una experiencia de ese amor mutuo en que Dios se revela y que nos hizo posible Cristo. Descubrir a Dios y a Cristo como fuente del amor verdadero, lo equilibra. Cristo reclama para él el amor supremo, la lealtad terminal, por encima de familia y de todo bien humano. A algunos escandaliza esta pretensión, sin recordar que todo amor humano puede desviarse, convertirse en droga, en incesto, en sanguijuela y obsesión; nunca es criterio final de sí mismo, para que no se corrompa hay que cotejarlo con otro. El amor a Cristo es el amor al valor personal intangible, que se niega a la propia destrucción. Si un amor humano pide la abdicación de la personalidad, de la libertad interna, de la paz íntima y el equilibrio, el amor a Cristo preserva esos valores inalienables. En lugar de proclamar esto como principio filosófico, Dios lo ha encarnado en una persona, para que la exigencia misma sea personalizante y porque un amor desviado no se vence con razones, sino con otro amor más poderoso. En términos de la escuela de Jung. Cristo es el contenido consciente del arquetipo de la personalidad, el ideal humano; siendo fiel a Cristo, es el hombre fiel a sí mismo.

Protesta.

La fiesta es tanto más necesaria cuanto más difíciles sean las circunstancias cotidianas. Precisamente cuando el hombre es víctima de la opresión y de la injusticia, ha de afirmar y despabilar con más frecuencia su fe en la vida, recordar su derecho a la libertad y plenitud, evitando caer en la indiferencia resignada. La celebración es ya por sí misma una protesta contra el agobio y mantiene la aspiración por una vida más justa. La fiesta, con su alegría por los verdaderos valores, iza el estandarte de la intransigencia cristiana. De que ésta existe, no hya la menor duda; de lo contrario, nunca habría habido mártires. Deriva del propósito cristiano de vida auténtica y sincera, signo del reino de Dios y principio de unidad entre los hombres. Por eso la intransigencia se opone al principio de desunión, que es la ambición del mundo: "Los bajos apetitos, los ojos insaciables, la arrogancia del dinero" (1 Jn 2,16). Si la celebración no tuviera impacto alguno sobre la actitud habitual, no sería cristiana, por mucho que en ella se aireasen los términos y símbolos de la fe. La experiencia de la unión en Cristo ha de traducirse en intransigencia con la maldad del mundo y en empeño por la reconciliación de los hombres. La más suave emoción o arrebatada exaltación festiva no alcanza nivel cristiano si no se traduce en aliento para la obra de promoción del hombre, sembrando la paz y la igualdad. La experiencia de Cristo entre los hermanos fue expresada por él mismo en un dicho no registrado en los evangelios, pero conservado por varios escritores cristianos primitivos, entre ellos Tertuliano, de fines del siglo II: "Vidisti fratrem, vidisti Dominum tuum" (Al ver a tu hermano estás viendo a tu Señor) (De Oratione, 26,1).

El hombre necesita destruir la personalidad llamada por muchos "normal", cúmulo de tabúes y represiones, encanijamiento de emociones e ideales, para formar una persona capaz de admiración y de sorpresa, de expresión y de apertura al misterio, aceptadora y sin miedo a comunicar. Ha de combatir la personalidad social ajustada a todas las incongruencias y criterios malvados del mundo. Cristo desajustó a los apóstoles, y por eso el mundo los odiaba. A la ambición opuso la sencillez, la pobreza y la generosidad; al honor, la igualdad, sin tratamientos ni primeros puestos; a la rivalidad, la sinceridad y el amor mutuo. Nadie podía soportar eso, decían que no estaba en sus cabales (Mc 3,21).

Proclamación de la nueva edad.

Para el cristiano, la fiesta es la experiencia y afirmación clamorosa del reino de Dios, que se realiza de modo incoativo en el grupo reunido. En ella da realidad a la utopía de una sociedad humana anudada por la hermandad. El codo con codo de la celebración, el calor humano de la aceptación y estima mutua y el ejemplo de los demás le manifiestan la presencia de Cristo en medio del grupo; siente y comprende ser parte de la nueva creación, vivir en la nueva edad. Esto significa la frase de san Pablo a propósito de la eucaristía; "Proclamáis la muerte del Señor, hasta que venga" (1 Cor 11,26), es decir, declaráis una vez más que desde aquel acontecimiento crucial de la historia la nueva edad ha comenzado y sus dinamismos han entrado en acción. Merece sernotado, con I. Hausherr (Tén Theorían taúten, Un hapax eiréménon et ses conséquesces, en Hesychasme et priére, Roma 1966, 247-253), que la palabra clave de la filosofía platónica, la tehoría o contemplación, aparece una sola vez en los evangelios; la usa Lucas, griego de cultura, que conocía todo el trasfondo filosófico del término. Pero en vez de referirla, como Platón, al encuentro beatificante del alma con el Uno, del solo con el Solo, Lucas le aplica al espectáculo de Cristo muerto en la cruz: "El gentío que había acudido acontemplar esto (lit. "a esta contemplación"), contemplando lo ocurrido se volvía a la ciudad dándose golpes de pecho" (23,48); la traducción es adrede muy literal para que se aprecie la insistencia de Lucas en el término. Ante la humanidad se abre una nueva visión: el amor de Dios manifestado en la muerte de Cristo. La contemplación no es la fruición del solo con el Solo, ni la subida a la esfera divina escapando de este mundo, sino el espectáculo de Dios que baja hasta el hombre, en un derroche de amor por su criatura. Con esta palabra indica san Lucas lo mismo que san Pablo: aquí cambia la visión del mundo y de la historia, la utopía es hecho y esperanza.

La respuesta jubilante a esta contemplación es la fe, proclamada con el grito: "Jesucristo es Señor"; la fe afirma su reino presente en el mundo y supera la tentación provocada por la injusticia y el mal humanos.

Por ser estímulo de fidelidad al Señor, la celebración es al mismo tiempo suave examen de sí mismo. El ideal declarado y participado, la profesión de la soberanía de Cristo incitan a discernir los residuos del antiguo mundo en cada uno; se ven entonces por contraste las mezquindades de hecho o de disposición interior, las testarudas rencillas y envidias, las inconfesadas ambiciones. Cuando más densa sea la atmósfera celebrativa y más entusiasmante la alegría, más aborrecimiento causará lo que se opone al reino que se vive. Los afanes de honor, dinero y poder aparecen incompatibles con la unidad que se busca y se siente. La celebración purifica.

Necesidad de la expresión.

Desde otro punto de vista puede decirse que toda convicción o afecto humano necesita momentos de expresión particular; de lo contrario, se extenúa y muere. Lo más importante de la vida encuentra poca ocasión de explayarse en el trajín diario; aunque subjetivamente esos valores se consideren supremos, no hllan expresión adecuada en el trabajo ni en el ambiente profesional; algunos se manifiestan en el círculo familiar, pero para otros hace falta más solidaridad y más grupo. Es la fiesta precisamente la que permite vivir en el clima de libertad y plenitud que acompañan a la afirmación de la vida. Necesita el hombre codearse con otros que se alimentan de la misma fe, que abrigan la misma esperanza. Y necesita además respirar el aire libre de la expresión en voz alta, descubrir y proclamar lo que lleva dentro en un ambiente que lo comprende y lo comparte. Extraño por lo menos sería que en una familia no se dieran nunca muestras de afecto o que un individuo nunca visitara a una persona amada; por mucho que lo afirmarse, podría dudarse con razón de la sinceridad de sus protestas.

Se requiere la fiesta para reactuar la conciencia de grupo y no ser un individuo aislado ante Dios. La integración se efectúa primeramente por la proclamación de la fe y la esperanza, por el vocear las proezas de Dios en la historia de los hombres; si en medio del mundo la fe es recatada, aquí tremolan todos sus banderines, alegrando la alabanza común. La proclamación del amor de Dios al hombre que es la profesión de fe, desemboca en la expresión del amor mutuo. Por eso la fiesta exige la aceptación y el perdón recíprocos; sólo cuando éstos existen, la integración del grupo culmina en la integración con Dios. Cristo reconcilió a los hombres entre sí, para que la humanidad pudiese reconciliarse con Dios (Col 1,20; Ef 1,10); la misma verdad se expresa en los evangelios al exigir el perdón mutuo como preliminar al divino (mt 6,14-15; 18,35). Por eso la fiesta es efusión de hermandad; quien no se integra en el grupo aceptando y perdonando, se excluye de la comunión con Dios.

Aspecto psicológico.

Si se quiere elaborar esto en términos psicológicos han de distinguirse tres estados del yo existentes en cada persona: el Padre, el Adulto, el Niño. Cada uno se apoya en un bloque de sentimientos que inspiran a su vez determinadas maneras de comportarse.

El estado parental abarca los sentimientos inducidos por el ejemplo y la imitación de los propios padres; es transmisor de los heredado, tiende a lo tradicional y a lo protectivo; asegura lo habitual, eximiendo de mil decisiones triviales. Su pensar no es personal, sino aprendido, sigue los carriles trillados.

El estado de adulto se refiere a la vida práctica; es capaz de utilizar datos y calcular probabilidades, para enfrentarse eficazmente con el mundo exterior. Su pensamiento es un razonar mirando a la decisión y, por tanto, calculador y utilitario; su dominio es la estrategia en toda la amplitud del término.

El estado de niño, que no hay que confundirlo con lo pueril, no depende de herencias ni es reacción o pronóstico en la lucha por la existencia; es la quintaesencia de lo personal, destilada de la propia historia. Representa la intuición, la creatividad, la diversión y el ímpetu espontáneo. El niño que habita en cada uno es el que descubre y explaya en situación de fiesta. La pauta de la fiesta es la actitud del niñó: confiado, acogedor, inventivo, entregado, gozoso. No se puede establecer la fiesta sobre la practicidad del adulto ni sobre la seriedad y responsabilidad del padre. Fiesta es poema, creación, alegría. Son precisamente las cualidades que llamamos el niño.

V. NECESIDAD DE LA CELEBRACION.

Las razones para afirmar la necesidad de la celebración cristiana son las mismas que valen para toda celebración humana; las posibles diferencias entre una y otra se deberán solamente a que los cristianos no pretenden expresar en su fiesta una humanidad cualquiera, sino la que está en plena armonía co el designio de Dios.

Esto supuesto, la primera razón es la naturaleza social del hombre. Como lo expresó el Génesis a propósito de Adán, no ha nacido para estar solo, necesita alguien como él que le ayude (2,18). El hombre, para serlo, necesita sociedad; la relación con su semejante es indispensable para el desarrollo de su ser, que no se realiza fuera de la comunicación y el intercambio con otros. Sin relación es imposible la vida personal; así lo expresa el misterio de la Trinidad, que afirma la comunicación y el intercambio en Dios mismo. La comunicación humana es de muy diversa calidad, según la circunstancia y el objetivo del momento; el trato se ejerce a diversos niveles, pero en su conjunto debe exteriorizar todas las dimensiones del hombre; a la fiesta toca manifestar la alegría y ejercitar la actividad sin motivo interesado.

miércoles, 11 de agosto de 2010

Concepciones superadas de la fiesta.

A veces se toma la fiesta primitiva por modelo universal y perenne y, basándose en el análisis de sus elementos y en la concepción de vida que presupone, se determinan las características de la fiesta en sí y se saca su definición.

Considerar el origen de una usanza o de un arte como su expresión más acabada y reducir a él todo su desarrollo posterior se llama cometer la "falacia genética". No se puede explicar la música de las mejores épocas por los ritmos que acompañaron las cadencias del remo, aunque algunos sostengan que tal fue su origen. Ni es lícito condensar el arte arquitectónico en los principios que rigieron la erección de las primeras cabañas, por muy continua que haya sido la evolución de la vivienda. Las realidades humanas no alcanzan su madurez desde el principio, ni se distingue mejor su esencia en los balbuceos de la cuna.

Definir la fiesta como un paroxismo de vida que interrumpe el gris de la existencia podría tener una acepción admisible si aludiese meramente al contraste antes explicado; pero resulta inaceptable si interpreta la fiesta como tiempo sacro y el resto como profano. Encontramos de nuevo la diferencia entre fe y religión. Para el cristiano, el tiempo profano no existe; nada hay profano si no se profana ex profeso; en consecuencia, no hay diferencia cualitativa entre el tiempo de la vida y el momento de la fiesta, como lo expresó bien la cultura latino-cristiana al aplicar el nombre de "feria", fiesta, a los días de la semana, indicando que a todos los anima el mismo espíritu. La fiesta, por tanto, no es recurso a lo sacro, sino expresión y alimento de la sacralidad cotidiana y explosión de su contenido.

A la fiesta hay que llevar sus ingredientes: alegría y entusiasmo, fe, amor y esperanza van en el canasto de cada uno para repartirlos. No es la fiesta una droga que abre mundos maravillosos por acción mecánica o química, sino espeja y remoza el mundo maravilloso que se lleva dentro. Es confidencia de la fe diaria, efusión del amor continuo; se pronuncian en ella los acariciados nombres de la intimidad, que no se usan fuera de la familia.

No se trata, por tanto, de una metamorfosis momentánea y pasajera, sino de expresión y acicate. La fiesta da color a la vida entera, impidiendo que vire al gris; lo cual no significa vivir con nostalgia de la fiesta en un mundo átono e irreal, sino infundir en ese mundo la realidad que se ha vivido en ella. Es verdad que su total de alegría rebasa la suma de las contribuciones parciales y que hay en ella un espíritu exaltante, pero éste corrobora y lleva al ápice lo que aporta cada uno. Con canastos vacíos no se hace fiesta: sin pan y vino, sin fe y amor, no hay eucaristía. La realidad divina, cuyo regalo da su esplendor último a la celebración, es la misma que se transluce día tras día.

La fiesta orgiástica primitiva no es tampoco afirmación del mundo, sino evasión. Denuncia en el fondo desacuerdo con lo circunstante, falta de amor por lo diario. Si la vida es irremediablemente gris y monótona, la reacción festiva tiende a olvidarla, a borrarla lo más violentamente posible. En cambio, quien vive en el mundo sabiendo que sus males son susceptibles de curación, puede celebrar la bondad de las cosas y de los hombres; para el cristiano, la fiesta no saca de este mundo, pero lo taladra hasta dar con el cimiento que lo sostiene. De aquí nace su inocente virulencia; al revelar la bondad esencial, critica, adrede o no, los malhadados accidentes que afean la vida.

Se ha pretendido que la angustia es ingrediente de la fiesta con el mismo título que la alegría, y se aducen como argumentos el silencio y el ayuno, las prohibiciones y tabúes precursores de la explosión festiva. Esto tenía vigencia en el contexto religioso de sacro-profano, donde la entrada en lo sacro incluía siempre riesgo. Para el cristiano, la preparación a la fiesta es la vida misma, ninguna prohibición es necesaria; el ayuno podrá indicar vigilancia, no producir purificación; si lo que entra por la boca no mancha al hombre (Mt 15,11), lo que deja de entrar no lo purifica. La alabanza a Dios es continua; la celebración no la monopoliza, solamente la hace coral. La fiesta es sacro colectivo, fe colectiva, alabanza colectiva, cristalización palpable de realidades difusas, fermentación visible de mostos permanentes.

Para la mentalidad primitiva, el exceso de la fiesta remedia el desgaste de la vida. El tiempo agota, extenúa, desgasta, encamina hacia la muerte, causa la entropía del espíritu y el mundo. Hay que recrear el cosmos, darle energía y vitalidad, y esto se obtiene con el exceso de la fiesta, que desata las energías irracionales; el hombre, parte del orden natural, se revitaliza con el cosmos. Predomina la idea, subterránea o patente, de que volviendo al caos primordial nacerá de nuevo, para el mundo y el hombre, el orden perfecto y juvenil de los albores, modelo que se intenta perpetuar por medio de entredichos y tabúes: prohibiendo ciertas acciones se amuralla el orden contra el caos.

La idea cristiana es diferente. El hombre no es simple parte de la naturaleza, es también su señor; y en lo humano no existe un cosmos u orden que tenga por modelo lo preexistente. No todo está en su sitio ni es verdad que cada acontecimiento llega a su tiempo; al contrario, hay demasiadas cosas fuera de sitio -anticosmos- y además la libertad del hombre interviene en el acontecer. No hay que asegurar un orden, sino irlo creando; el ideal no está en el pasado, sino en el futuro, por eso la fiesta no mira a restablecer antaños, sino a acercar un porvenir. Incluso cuando la historicidad del paraíso primero era indiscutida, nunca la Escritura ni en particular los profetas estimularon a volver atrás; Dios no es retrospectivo, siempre aguijones a la marcha.

La vuelta al tiempo mítico, al caos primordial y creador simbolizado por el desencadenamiento instintual de la fiesta primitiva, significa negar la continuidad de la acción de Dios, la realidad de la resurrección y de la nueva creación ya comenzada. Supone una concepción monótona de la historia que la priva de significado, un tiempo nivelado, indiferente, en el agua que nada real ni decisivo acaece; para darles significado habría que volver al tiempo primordial, cuando los dioses eran activos. Para la fe, la acción de Dios en la historia transforma al tiempo en subida; al calendario, en escala hacia el reino.

La fiesta no es tampoco mero juego, aunque posea elementos lúdicos. Fiesta y juego tienen de común no estar subordinados a otra actividad y carecer de intención utilitaria. Pero la fiesta tiene sentido más allá de sí misma, porque en ésta interviene un factor que no es humano. El juego es inmanente, mientras la fiesta trasciende. Su sentido es diverso.

Esto no obstante, los modos de expresión que usa la fiesta son en gran parte de naturaleza lúdica, pues el juego es la expresión de un poder anímico, con ayuda de gestos corporales visibles, de melodías audibles, de materias palpables. El espíritu domina el cuerpo y se ejercita en él; por eso el juego se desarrolla con fácil habilidad, con elegante soltura; el gesto, canto o palabra están disponibles para expresar. Es el risueño esfuerzo, la seriedad riente.

La expresión corporal de una plenitud interior, como se ejercita en el juego, es el símbolo expresivo por excelencia. Por eso en la fiesta, que exige expresión, se recurre a esa clase de actividad; de ahí nacen el canto en común, la ceremonia y la danza; expresan el anhelo de una armonía acabada entre cuerpo y espíritu. Pero en la fiesta el juego se integra en un conjunto más vasto, queda supeditado a una finalidad exterior al juego mismo.

Grados de la celebración.

Hemos tratado hasta ahora de las características de la fiesta, pero hay que preguntarse: ¿Tiene toda celebración cristiana carácter de fiesta?

Evidentemente, no. La celebración cristiana tiene lugar cada domingo y es imposible celebrar una fiesta por semana. Los mismos calendarios lo indican, reservando el nombre de fiesta para días especiales del año, como Navidad o Pascua. Es cierto que el cristiano debe vivir continuamente en espíritu de fiesta, pues su clima interior es de alegría y su actitud y conducta afirman incesantemente la vida que Dios ha creado. Aunque cada encuentro cristiano participa de ese espíritu, no constituye necesariamente una fiesta en el sentido estricto expuesto anteriormente.

Reduciendo la cuestión a sus términos más simples, la celebración puede tener dos grados: la reunión y la fiesta, que corresponden a los términos griegos sýnaxis y heorté, en latín conventus y festum. El primero denota la reunión dominical; el segundo,las solemnidades excepcionales.

Al hablar de reunión nos referimos naturalmente a la reunión celebrativa. No es el único género de reunión cristiana; otras pueden tener por objeto la oración o la enseñanza, la discusión de proyectos u otras actividades.

La distinción entre reunión y fiesta no es privativa de los grupos cristianos, pertenece a la sociedad. Reunión existe cada vez que un grupo de amigos se citan para gozar de la mutua compañía o alegrarse juntos por algún suceso íntimo: una comida para celebrar un fin de carrera, por ejemplo. La fiesta, en cambio, invita a la ciudad entera: es la panégyris de los griegos, que connota la plaza llena; en nuestros días, las fiestas nacionales.

La diferencia entre reunión y fiesta radica, pues, en la concurrencia, en la exuberancia y en los medios de manifestarla. La reunión convoca un grupo reducido; la fiesta, una multitud considerable. El grado de exuberancia es ciertamente bien distinto: la reunión tiende a ser tranquila y comedida, su característica es la intimidad. Su exuberancia reside sobre todo en la calidad de la comunicación que, abatiendo toda barrera, causa una comunión de bienes personales más intensa de lo ordinario; las convenciones sociales injustas y divisoras desaparecen, y en ese sentido viola los tabúes sociológicos. Es sonrisa, no carcajada. Abiertamente contemplativa y profunda, fomenta la confianza y la distensión.

Característica de la fiesta, por el contrario, no es la intimidad, sino la solemnidad, que tiene a lo sublime. Subraya la libre expansión y pone en juego al entero ser. Usa todos los medios a su alcance: vestido especial, canto y danza, cortejo y aclamación, cohetes y cañonazos, espectáculo y gesto.

Entre estos dos casos extremos de la celebración existen numerosas gradaciones. Ciertos pequeños grupos pueden tener reuniones con gran derroche de expresión, e incluso la reunión dominical puede en determinados ambientes colorearse de fiesta. No hay norma que valga para el modo de celebrar; cada comunidad deberá encontrar el suyo.

La fiesta tiene además la peculiaridad de explicitar más la afirmación total de la vida; su frontera es fluida. Las antiguas romerías constituyeron un buen ejemplo. La fiesta comprendía el trayecto a caballo o en carretas adornadas, convestidos llamativos, la misa mayor en el santuario, la comida en el prado y el baile popular. Era una manifestación vital y total, que se desarrollaba en la línea continua y armónica. La fiesta afirma la unidad de la vida en su expresión multiforme.

El mismo fenómeno se observa en otros países; la fiesta cristiana salía de la iglesia para invadir la ciudad o el barrio. Indicio lingüístico de este hecho son los nombres de las actuales fiestas populares, que derivan de los antiguos términos de iglesia; por ejemplo, kermesse, derivado del falmenco kerk misse, la misa de la iglesia; en algunas regiones de Francia, la fiesta se llama benichon o bendición, o ducasse, dédicace, ambas son referencia a la dedicación de la iglesia del pueblo; en terreno alemán, Kilbe deriva de Kirchenweihe, consagración de la iglesia, e incluso las grandes ferias contemporáneas, como la Leipziger Messe, muestran claramente su origen como fiesta cristiana.

La reunión, por su parte, afirma la vida concentrándola en la comunicación humana, que es su elemento. Celebrando la presencia del Señor entre los hombres, afirma la unidad del mundo en su centro, sin explicitarla en sus diversos aspectos como hace la fiesta. La dos proceden de la alegría interior, que una vez se susurra y otra se grita. Reunión y fiesta son complementarias.

lunes, 9 de agosto de 2010

Celebración y cultura.

La semilla del evangelio ha de germinar y dar fruto en la tierra de una cultura, pero esa tierra tiene varios estratos. ¿Sería de desear que echara raíces en el estrato religioso?

Es un problema delicado, pero que requiere una orientación clara. Veamos, para empezar, lo que encontramos en el Nuevo Testamento.

En gran boga estuvo, a principios de siglo, la teoría según la cual san Pablo habría adoptado doctrinas y ritos de las religiones mistéricas para propagar y aculturar el cristianismo. Se consideraba el mensaje de san Pablo como un burdo sincretismo judío-helénico. Esta teoría ha ido perdiendo crédito gradualmente, hasta ser hoy prácticamente rechazada. No solamente los rasgos religiosos del antiguo paganismo fueron ignorados por los cristianos, sino que hasta la terminología religiosa habitual fue esquivada. El vocablo que designaba entre los griegos la relgión de observancia exterior (threskeía) se usa tres veces en el Nuevo Testamento; dos en sentido peyorativo (Col 2,18; Hch 26,5), una sola en sentido positivo, pero refiriéndola a la caridad con los desvalidos (Sant 1,26-27). El término para la religión interior (eusébeia), aparte de Hch 3,12, en que san Pedro explica a los espectadores la calidad de la fe cristiana (2,16) con la palabra a ellos accesible, no se usa en el Nuevo Testamento excepto en los escritos tardíos (cartas a Timoteo y Tito, segunda de Pedro). Otro término para religión era deisidaimonía, o veneración de lo sobrenatural, que aparece dos veces en los Hechos de los Apóstoles, una en boca de Pablo, con un matiz irónico, caracterizando la religión de los paganos (17,22), y otra pronunciada por el procurador Festo en tono despectivo (25,19).

Los cristianos evitan el vocabulario pagano e incluso el judío. Para nombrar a los responsables de las comunidades escogen nombres seglares, no sacerdotales: obispo (epískopos) o inspector, presbítero o miembro seglar del Senado israelita, diácono o sirviente. La palabra iglesia, asamblea, denota la convocación de un pueblo o de una ciudad, no una asociación cultual. Parroquia (paroikía) significa colonia periférica; diócesis, distrito civil. No existe nombre alguno común y sacro para los sacramentos: se habla de baño (baptisma, loutrón) o de comida (deipnon). Para no confundirse con los cultos paganos, descarta el incienso; carece de templos y la eucaristía se celebra en casas. Jesús había expresado su enseñanza en términos tomados de la vida campesina (siembra, ovejas), doméstica (levadura), comercial (perla), bancaria (talentos), política (rey), no de la observancia y culto israelita. Lo mismo hace san Pablo; la actitud cristiana se expondrá en términos militares (Ef 6,10-18), deportivos ( 1 Cor 9,24-27), fisiológicos (ibíd. 12,12-30), arquitectónicos (ibíd. 3,10-17), sociales (esclavo), etc., recurriendo al Antiguo Testamento únicamente en la controversia con los judaizantes.

El Nuevo Testamento, por tanto, no asimila la religiosidad ambiente, pero sí la vida humana según las características de la cultura. Es una fe secularizante y dinámica, energía que penetra en la sociedad creando un modo de vida más humano.

El evangelio del Señor crucificado y resucitado no tenía la forma de un mensaje religioso; y el cristianismo no tiene por qué fomentar en los pueblos ese espíritu, que pertenece al estadio elemental del mundo. El cristianismo no está destinado a coronar las insuficiencias de las antiguas religiones dándoles el toque que les faltaba. Jesucristo no viene a terminar edificios ya hechos, sino a construir el nuevo templo del Espíritu; para él utiliza piedras de toda procedencia, sobre el cimiento del mundo entero, colmando la espera y aspiración universal. La colaboración cristiana con las religiones se verifica en la base, en la común preocupación por el bien del hombre; por ahí se empieza a contruir juntos la ciudad de Dios en la que debe participar la humanidad entera. En ella se utilizarán bloques provenientes de cada cultura, antiguas sabidurías e intuiciones sobre Dios y el hombre que tengan valor perenne. El cristiano no desprecia nada, al contrario: "Todo lo que sea verdadero, todo lo respetable, todo lo justo, todo lo limpio, todo lo estimable, todo lo de buena fama, cualquier virtud o mérito que haya, eso tenedlo por vuestro" (Flp 4,8); pero no para mantener instituciones religiosas ya en fase desintegración, sino para conservar las piedras que han de construir la humanidad nueva.

Muchas poblaciones a las que llega el evangelio o que ya han recibido la fe cristiana se encuentran aún en el estadio religioso. No hay que precipitar las etapas, sino aceptar, incluso en la celebración, la expresión que conocen. Pero poco a poco, con suavidad, es necesario irlas emancipando para que alcancen la mayoría de edad. Además, asoman ya diversidades en las antiguas culturas monolíticas; en los países orientales, un tiempo cerrados en sí mismos; el influjo de la técnica hace vacilar la mentalidad religiosa; las antiguas religiones ontocráticas se tambalean ante el asalto. El cristianismo no tiene por qué divinizar una u otra, pero le toca salvar los elementos útiles para la ciudad de Dios con el hombre.

Por eso, para la celebración cristiana de los diversos países no deben adoptarse las formas rituales de las religiones antiguas, sino inspirarse de los usos civiles de la cultura. Los ornamentos usados en Occidente para la celebración provienen del simple vestido de calle de los ciudadanos romanos; la basílica cristiana tomó por modelo el edificio público donde se celebraban los juicios y declamaban los poetas, no los templos paganos. Ya hemos visto anteriormente cómo la Iglesia asumió la terminología civil del tiempo. La religión pretendía encuadrar la vida social en un marco fijo de autoridad divina, en un simulacro de totalidad ficticia y encadenada, cercenando la libertad e iniciativa humanas. Cristo infunde el Espíritu en la vida real, integrándola con su dinamismo totalizante. No hay que perpetuar lo irreal ni volver a ello.

La asimilación del evangelio a una cultura tiene evidentemente sus riesgos; siempre los ha tenido. Pero ningún grupo cristiano está solo; su salvaguardia es precisamente la comunicación con los demás, y su última garantía, el Espíritu. La obra no es humana, sino de Dios: "El, por su parte, os mantendrá firmes hasta el fin... Fiel es Dios, y él os llamó a ser solidarios de su Hijo, Jesucristo nuestro Señor" (1 Cor 1,8-9).

No hay que alarmarse fácilmente. Muchas diversidades procederán del prisma diferente a través del cual se mira el evangelio; cada cultura, según su experiencia humana particular, descubre en él irisaciones que otras no han percibido. Estas no son arbitrarias: el evangelio es demasiado rico para que un hombre o una cultura agoten su significado. El ejemplo lo tenemos en el Nuevo Testamento; testigos diferentes dan del mismo Jesús imágenes, complementarias si se quiere, pero distintas. Tenia que haber más de un evangelio; era imposible que un hombre solo pudiera expresar toda la riqueza de Cristo. Y san Pablo descubre todavía dimensiones que los evangelios no mencionan. El Espíritu de Dios va guiando por la verdad toda (Jn 16,13); y su actividad no ha cesado.

Palabra de Dios y síntesis particulares.

Si para cada individuo es inapreciable el intercambio de experiencias, cada uno y la comunidad necesitan enfrentarse con la palabra de Dios, única capaz de alabir los condicionamientos individuales y culturales. Para el cristiano que ya conoce los rasgos esenciales de la fe, la Escritura no es primordialmente informativa, sino ante todo formativa. El acto de escucharla y comentarla es un encuentro, una confrontación que hace vacilar márgenes de la propia síntesis y rectifica vectores. Es necesario para el individuo y para el grupo organizar mentalmente su experiencia y su misión cristianas; pero el hombre tiende a encasillarse. La palabra de Dios lo sacude, hiende sus seguridades especulativas, haciéndolo penetrar más a fondo. Dios comunica paz, pero no confort de instalados; hay que estar siempre dispuestos a ir adelante, a entender más y mejor. La palabra es un catalizador que desencadena procesos de propio conocimiento y abre puertas internas no sospechadas; es un bisturí que saja las esclerosis del yo, enseñandole a encontrarse con los demás y librándolo del aislamiento. Como texto de gran riqueza, ofrece cada vez sentidos nuevos y facetas diferentes; impide el estancamiento religioso del cristianismo, manteniéndolo en el brío y la viveza de la fe.

Una fe basada únicamente en el ámbito de la propia experiencia es una fe de vía estrecha, puede agotarse pronto y, en todo caso, está demasiado condicionada por la historia y la psicología del individuo. Dios ha cuidado de no dejarnos en esa zanja; nos ha sacado a la llanura, donde podemos mirar a lo lejos en todas direcciones. Se ha valido de la Escritura para abrir nuestra angostura mental a la rosa de los vientos. La Escritura presenta la experiencia de un pueblo privilegiado en su relación con Dios, un pueblo que percibió a ese Dios actuando en una larga y azarosa historia; estuvo cerca y lejos de él, tuvo su luna de miel y su repudio. En ese pueblo surgieron hombres de impresionante autenticidad, que supieron echar en cara a los potentes sus injusticias, que se opusieron públicamente a los errores políticos y a la falsa seguridad, que vacilaron ante las exigencias de Dios y a pesar de todo arremetieron con su tarea, confiando en él.

A través de esos recodos de la historia de Israel va apareciendo el rostro de Dios, sonriente o airado, paciente o amenazador. Aparecen también los hombres, grandes, viles, fanáticos, heroicos, testarudos. Así vamos conociendo a Dios y al hombre.

Esta doble experiencia de Dios y del hombre se dilata y se profundiza en la figura de Cristo, la "bandera discutida" (Lc 2,36). El da la clave de interpretación del Antiguo Testamento, que resulta preparación a su venida y revelación progresiva de Dios, cuya imagen definitiva y perfecta es Jesús mismo. Ante él no hay neutralidad posible, él hace patente "la actitud de los corazones" (ibíd.). Su presencia es una llamada tan estentórea que no se puede ignorar, hay que pronunciar el sí o el no. La actitud que ante él se tome decide el juicio escatológico (Mt 10,32-33). Los episodios de su vida son paradigmáticos para las situaciones humanas. Hay que cotejar incesantemente, a la luz de Cristo, la fe personal con ese repertorio que Dios nos proporciona, para no reducir a Dios a las dimensiones de nuestro gusto o nuestro temor.

Asimilación personal.

Ya que tratamos de expresión y de cultura hemos de dar un paso más y aludir a la psicología individual. Así como cada cultura tiene sus rasgos, cada persona tiene también los suyos propios y, dentro de la misma cultura, la respuesta de la fe varía de un sujeto a otro; se hace una síntesis entre el evangelio y la índole de cada uno. Por eso, juzgar la calidad de la fe por el modo de manifestarla puede llevar a fáciles errores. La afición a ejercicios de piedad, a formas de devoción, a un programa estricto de práctica cristiana, la emoción a flor de piel, no son signos de fe robusta, sino de inclinaciones congénitas o adquiridas que se utilizan para vestir la fe. Pueden encontrarse individuos poco dados a formas externas o difíciles a la emoción cuya fe tenga profundas raíces. El poeta podrá concebir su fe en términos de inspiración; el jurista, como fidelidad; el militar, como servicio, y la enamorada, como ternura. Ni una cosa ni otra indican una fe mayor, aunque su expresión exubere. El criterio de robustecez no está en la belleza de una concepción, sino en la verdad de una vida; en "la fe que se traduce en amor mutuo" (Gál 5,6); el cristianismo no conoce otro.

Las síntesis personales e incluso las de grupo corren el peligro de estrechez y anquilosamiento, y aquí entra uno de los papeles de la celebración. El intercambio que ésta exige es un factor necesario para la salud cristiana de individuos y grupo. Al compartir las experiencias ajenas pueden tambalearse algunas conclusiones personales; la celebración común es, por tanto, un enriquecimiento de puntos de vista, una ampliación del horizonte de la fe; demanda apertura y sinceridad, para estar dispuestos a retraar líneas en la propia imagen mental y cordial del cristianismo.

Aculturación.

Aquí se enraíza el problema llamado en otro tiempo de la adaptación, y en nuestros días, de la aculturación. En el aspecto celebrativo del cristianismo, aparte de la Escritura y de los escasos símbolos sacramentales, no hay que hablar en absoluto de adaptar la celebración a una cultura; equivaldría a decir que la celebración existe en abstracto. Según la definición dada antes, la fiesta es la expresión de un grupo; lo único que hay que suministrar son sus motivos, encontrar el modo pertenece al grupo mismo, según los niveles de expresión analizados antes. Supuesto el contacto con la historia de la salvación, contada por la Escritura, y de los símbolos sacramentales de valor prácticamente universal, como la comida en común, cada cultura debe encontrar la manera propia de expresar su fe, unión y la alegría cristiana. El sembrador sembraba la palabra, el mensaje de Dios; la tierra buena dio fruto según su posibilidad; no hay que transplantar, sino que sembrar. Y mucho menos hay que llevar macetas extranjeras que aíslen la semilla del humus local.

A principios del cristianismo sobresale en este respecto el ejemplo de san Pablo. Al pasar por Palestina al mundo griego adopta sin más las usanzas de la nueva cultura: predica a Cristo crucificado y resucitado y deja que los griegos expresen la fe a su manera. Defiende usos culturales griegos, al parecer opuestos a los judíos, como que los hombres llevaran el pelo corto y no se cubrieran la cabeza (1 Cor 11). Al pasar la eucaristía a terreno helénico, se incorpora a la comida que celebraban las cofradías griegas paganas (ibíd. 11, 17-22). Los judíos se enorgullecían de la circuncisión y despreciaban a los paganos que no la practicaban; san Pablo, judío de raza, declara que entre cristianos es cosa indiferente, y que lo único importante es ser un hombre nuevo (Gál 6,15).

El Apóstol admite sin inconveniente la existencia de fenómenos extáticos en la religión pagana, aunque los distingue solícitamente de los fenómenos cristianos similares por el espíritu que los anima (1 Cor 12,1-3). En una sociedad como la griega, de inspiración democrática, la celebración toma la forma de una colaboración, improvisada o casi, de la comunidad entera (1 Cor 14), mientras en el ambiente palestinense se echa de ver una organización más jerárquica (1 Pe 5, 1-5). Si no se trataba de dirimir cuestiones en la controversia con los judíos, san Pablo no apelaba a la autoridad de Moisés o de los profetas para fundamentar la doctrina. En resumen, propuso a los griegos lo esencial del cristianismo y dejó que ellos formularan su respuesta de fe según la propia mentalidad.

Aquí se ve lo lejos que está el cristianismo de las religiones también en materia de celebración. El concepto de religión incluye estructuras fijas, fitos determinados y costumbres uniformes. A la larga, la estructuración de los cultos los lleva a la decadencia, impidiéndoles además la real universalidad, pues muchos ritos y costumbres están cargados de elementos locales ajenos al resto del mundo.

El cristianismo es una vida. Dios se revela en Jesucristo y los hombres responden con la fe, que es la entrega total a Dios por Cristo. Esa respuesta, que sube del fondo del ser, atraviesa los estratos de la psicología y sale coloreada por las arcillas que la han filtrado. La exuberancia y el gesto no serán iguales en una raza nórdica que en una meridional. La síntesis entre evangelio y cultura determina el modo peculiar de expresión.

¿Se debió la insistencia en la divinización del hombre, propia de los escritos alejandrinos, a un influjo cultural egipcio? El contexto griego de salvación (sotería), como aspiración a la integridad del hombre (sós=íntegro), ¿se debe al ideal humanista griego? Lo cierto es que los cristianos de cultura aramea o siria traducen "salvador" por "dador de vida" y "salvación" por "vida", que entran en una categoría mental diferente. Cada cultura tiene sus conceptos, que se recubren imperfectamente. Nosotros distinguimos entre "amar" y "estar agradecido"; para los arameos, en cambio, el verbo "amar" aun hoy expresa ambos sentidos, como aparece ya en el episodio evangélico de la pecadora en casa de Simón. "Al que poco se le perdona, poco tiene que agradecer" (lit. ama) (Lc 7,47).

La misma Escritura, al ser traducida a otra lengua, adquiere asociaciones conceptuales propias del nuevo ámbito cultural, a veces con riesgo de equívoco. Un ejemplo: el latín traudjo por iustitia y iudicare, ambos derivados de ius (derecho), dos palabras griegas de raíz completamente distinta, como eran dikaiosyne (iustitia) y krino (iudico); en consecuencia, al hablar de la justicia de Dios surgía inevitablemente la idea de Dios juez, mientras en el Nuevo Testamento dikaiosyne significa fidelidad de Dios a su pacto y, por ende, la salvación que realiza, la victoria que alcanza. "Dios es justo" no significa que juzga, sino que es fiel a su promesa, y, habiendo él prometido la salvación, su "justicia" es precisamente nuestra esperanza. No pocas obsesiones religiosas han provocado la confusa traducción latina; por eso los anglosajones, en tiempos de la Reforma, acuñaron una nueva palabra para evitar "justicia": righteousness o rectitud.

Los ejemplos aducidos ayudarán a comprender lo que sucede cuando una nueva cultura se enfrenta con el evangelio. Ha de absorverlo sirviéndose de su esquema mental, que es el único de que dispone. Tiene que hacer su propia síntesis. Es muy probable que, al mismo tiempo que el evangelio, asimile también elementos de otras culturas ya cristianas. Esto es normal y previsible; no es lícito, sin embargo, imponer a una cultura la síntesis lograda con anterioridad por otra. A menos que la conversión de un pueblo se fuerce por coacción de masa, injustificable con el evangelio, quedará el cristiano como un bloque errático en medio de una sociedad hostil o indiferente, para quien resultará un extranjero.

Sólo en el siglo XX se ha dado razón a los misioneros jesuitas del siglo XVII, especialmente a Ricci y a De Nobili, que intentaban hacer germinar el cristianismo en la cultura china o india. Roma les puso el veto, obligándolos a seguir las costumbres occidentales. Las consecuencias saltan a la vista.

jueves, 5 de agosto de 2010

Expresión cristiana.

En consecuencia, la celebración cristiana tendrá algunos -pocos- modelos expresivos comunes a todas las culturas, que serán las acciones simbólicas más cercanas a lo elemental humano, comer, por ejemplo, o lavarse.

Consideremos la cena eucarística. Comer juntos es símbolo universal, o poco menos, de comunidad de vida, pero el ceremonial de una comida varía del cultura a cultura. Por tanto, la celebración eucarística, a menos de aparecer como artículo de importación, tendrá que desenvolverse según las normas que impone el ambiente. Además, a nivel de grupo, muchos detalles serán resultado de convención particular y aun de la expresión espontánea dentro del grupo mismo.

Consideremos, para no quedar en lo abstracto, la cultura china en relación con la eucaristía. Esta se compone de dos partes, una reunión para escuchar y comentar la palabra de Dios comentada realiza la unión; la comida sacramental efectúa la comunión. En la cultura china, por cuanto nos consta, ninguna reunión puede empezar sin que se ofrezca a los asistentes una taza de té; si la celebración en torno a la palabra ha de tomar el tinte de la cultura, forzosamente habrá de incluir el ofrecimiento de la bebida. Otra observacón referente a la misma cultura; no hay comida de cierta solemnidad que no termine con un brindis. Si la eucaristía es una comida, también lo requiere. Refelxionando, se cae en la cuenta de que brindis y bendición son hermanos: ambos consisten en desear alguna gracia o bien a los asistentes; el brindis es una bendición mojada y sin carácter teológico, aspecto éste fácilmente retocable. Si la eucaristía del pueblo chino floreciese espontánea en su cultura, la bendición final tomaría, sin duda, forma de brindis.

Por otra parte, no hay que oponerse obstinadamente a toda ósmosis cultural; significaría negar la base común de la naturaleza humana. La cultura de Occidente es un buen ejemplo de confluencia de la tradición judeocristiana con la síntesis grecolatina. Muchos elementos oriundos de otras culturas acaban por absorverse y convertirse en sangre propia. Abrazar la fe cristiana presupone, sin duda, un contacto con realidades culturales ajenas, comenzando por los libros del Antiguo y Nuevo Testamento. El problema es, sin embargo, menos grave de lo que aparece a primera vista; la revelación no se ha dado en forma de una filosofía ni, salvo algunas excepciones, en forma de dichos sapienciales. Su mayor parte, y en especial el evangelio, está narrada en forma de historia; si alguna filosofía la baña es un sencillo vitalismo afín al de muchas culturas; el canon de libros inspirados se detiene prácticamente en el momento en que los escritores cristianos empiezan a teologizar basándose en la filosofía griega, que, con todos sus méritos para la historia de la humanidad, estaba demasiado ligada a una cultura y a una lengua. La mayor parte de la revelación consiste en la narración de hechos y en composiciones poéticas; los hechos no son fenómenos culturales, sino humanos, aunque tengan lugar en un ambiente cultural determinado; la poesía, por una parte, es la forma literaria más accesible a la sensibilidad humana y, aunque los poetas bíblicos se refieran a circunstancias concretas, su tema es la intervención de Dios en la historia y la calidad del diálogo entre Dios y el hombre. Hay que añadir, sin embargo, que la familiaridad con la Escritura introducirá nuevos modos de hablar, y objetos que antes carecían de especial simbolismo lo adquirían en contexto cristiano. Así ha ocurrido en Occidente, donde las lenguas romances contienen muchas expresiones provenientes del hebreo a través de la Vulgata latina.

Niveles de expresión.

El primer nivel de expresión es universal, basado en las características comunes a todo hombre, es decir, en los rasgos físicos y psíquicos, de anatomía y de inconsciente colectivo, que dan a la humanidad su aire de familia.

Llamamos rasgos físicos y comunes a la estructura del cuerpo, que por ser la misma autoriza ademanes y acciones análogos: alzar o cruzar los brazos, juntar las manos, doblar las rodillas, empinarse, agacharse, postrarse; hablar, cantar, gritar; comer, beber, danzar, moverse, son acciones posibles a toda raza. El repertorio es vasto, aunque está limitado por la anatomía y la fisiología. Así en todos los pueblos encontramos danza y habla expresivas y posturas corporales de oración.

Lo psíquico, como ha establecido la escuela de Jung, posee también una estructura universal, bautizada por Jung "el inconsciente colectivo"; consiste en la trama de arquetipos comunes, que producen en los diversos pueblos mitos de sorprendente convergencia.

A este primer nivel, más que expresión propiamente dicha encontramos áreas de expresión que reciben forma en los niveles sucesivos. Es posible, además, que algunas acciones o gestos, más universales que las palabras, muestren un significado común en todas o la mayor parte de las culturas. Comer juntos, por ejemplo, vomo señal de amistad, inclinarse para indicar reverencia, danzar para manifestar alegría. La mayoría de las formas de expresión entran, sin embargo, en el nivel cultural.

El segundo nivel es cultural. Por nacer y educarnos en determinada cultura, adquirimos rasgos psicológicos que originan procederes constantes, pasando a ser una segunda naturalez. La expresión, en consecuencia, sale teñida del color del ambiente. A ningún europeo se le ocurrirá usar saliva como signo de bendición; y, sin embargo, un clérigo de Tanzania, colaborador en las traducciones bíblicas de su país, no encontró mejor modo de traspasar a su lengua el texto de Jeremías: "El Señor me escogió desde el seno de mi madre", que diciendo: "El Señor me signó con su saliva en el seno de mi madre." En África Central, permanecer sentado es signo de respeto; levantarse, en cambio, señal de beligerancia; pensemos lo que podía significar en esas latitudes ponerse en pie para escuchar el evangelio. Un occidental queda fácilmente sorprendido en la India al notar que a sus palabras, pronunciadas con intención de agradar, se corresponde sacudiendo la cabeza lateralmente; no debe indignarse: el gesto aparentemente contradictorio significa aprobación en aquel país.

El nivel cultural, sin embargo, no caracteriza la expresión hasta su detalle. Dentro de cada cultura existen grupos diferentes que constituyen un tercer nivel. Una asamblea festiva podrá estar integrada por gente instruida o ignorante, por jóvenes oviejos, por campesinos o habitantes de la ciudad. A nivel de grupo la expresión adquiere matices peculiares, haciéndose bulliciosa o tranquila, gesticulante o comedida o, traducida en instrumentos músicos, de guitarra o de órgano.

Los tres niveles son abstracciones del análisis: la realidad concreta es una e indivisible.

IV. LA EXPRESIÓN.

Hemos definido la fiesta como expresión comunitaria, ritual y alegre de experiencias y anhelos comunes. Esta definición suscita varios problemas, y el primero nace de la palabra "expresión". Las celebraciones están de ordinario reguladas por minuciosas prescripciones, pero al definir la fiesta como expresión hay que preguntarse: ¿puede ser prescrito el modo de expresión?

En principio hay que responder que no. La expresión, como su nombre lo indica, sale de dentro; expresar y exprimir derivan del mismo verbo. Júbilo o tristeza se expresan según la propia psicología, circunstancia y dominio. Un extraño puede rogar que la expresión se modere, pero no puede enseñarla, excepto en el teatro; y expresión forzada que no corresponda a una realidad interior en farsa o formalismo.

El principio es claro, pero admite distinciones. En primer lugar, no son lo mismo expresión individual y expresión colectiva. El individuo aislado es libre para expresarse como le plazca y el sentimiento personal se exterioriza de mil maneras: una noticia exultante puede ser recibida con grito, aplauso, abrazo o voltereta. La expresión colectiva, por el contrario, exige canales de exteriorización válidos para todos. Como hemos apuntado anteriormente, el acuerdo o convención lograda se llama ritual. Para felicitar al agasajado en un banquete, se levanta una copa y se pronuncian unas palabras; es ritual admitido, que se ve acompañado por sonrisas solidarias; pero si un comensal escalase una mesa y bailase unas bulerías, los ceños desaprobadores delatarían a los que no se sienten representados. El acuerdo o convención no implica insinceridad; halla y sanciona el común denominador.

Al distinguir entre expresión individual y ritual colectivo no afirmamos que este último pueda ser prescrito. Por ser común denominador, estará en función de los usos sociales y de la idiosincracia de los presentes. Para aclarar este punto se impone considerar los diversos niveles de expresión.

domingo, 1 de agosto de 2010

Fiesta y escatología en los profetas.

Las fiestas agrícolas se engarzaron con la historia pasada; pero el pasado se aleja paulatinamente y pierde su garra. Por eso, los profetas dan a estas fiestas la nueva dimensión del futuro. Por eso, los profetas dan a estas fiestas la nueva dimensión del futuro. En Oseas, el desierto y las chozas son promesa de un porvenir mejor:

"Pero yo lo cortejaré, me la llevaré al desierto, le hablaré al corazón y me responderá allí, como en los días de su juventud" (2,16-17).

"Te haré habitar en tiendas como en los días de tu juventud" (12,10).

La liberación antigua no fue más que un anticipo de la liberación futura y más perfecta, de la felicidad de la era mesiánica: "Alumbraré ríos en cumbres peladas; en medio de las vaguadas, manantiales; transformaré el desierto en un estanque y el yermo en fuentes de agua; pondré en el desierto cedros y acacias, mirtos y olivos" (Is 41,18-19).

La pascua, por su parte, se personaliza; acerca al individuo al acontecimiento de antaño, para exigirle una actitud interior símil a la de sus antepasados. Anteriormente, el nexo entre evento y fiesta estaba constituido por el símbolo ritual, ahora toma la precedencia la semejanza de actitud; a ella se ordena el simbolismo.

También los símbolos cambian; se olvida el rito de la sangre y se celebra la comida del cordero (Dt 16,3-11). El detallado ceremonial de la comida añadido por la legislación sacerdotal: de pie, ceñidos para la marcha, bastón en mano (Ex 12,3-12), mira a reactulizar la actitud religiosa.

Fiesta e historia en el Antiguo Testamento.

La conexión de la fiesta con la historia se verificó en el Antiguo Testamento. Al llegar los hebreos a la tierra prometida, adoptaron festividades de los pueblos vecinos. El judío pasaba de vida nómada a vida agrícola y sedentaria, y adoptó las fiestas cananeas de las cosechas, ligadas a los ciclos naturales. Pero en los libros del Antiguo Testamento se nota el empeño de los autores por relacionar esas fiestas con acontecimientos del pasado, llevándolas a conmemorar episodios de la liberación del pueblo que fue el éxodo de Egipto.

Pongamos algunos ejemplos. La fiesta de la recolección o de las Chozas era de origen cananeo; se vivía en el campo, mezclando el trabajo con la diversión, se celebran banquetes, se agitan ramos y las jóvenes danzaban (Jue 9,25-49; 21,19-23). Los hebreos la adoptaron, conservando al principio su antiguo nombre, fiesta de la Recolección, y su antiguo motivo, la alegría de la cosecha (Ex 23,14.16; véase 34,22). En el Deuteronomio cambia su nombre en "fiesta de las Chozas", y se prescriben siete días para celebrarla, conservando su carácter agrícola (Dt 16,13-14). El levítico, en cambio, propone un nuevo motivo: "Habitaréis los siete días en chozas... para que sepan vuestras futuras generaciones que yo hice habitar a los israelitas en chozas (tiendas) cuando los saqué de Egipto" (23,42-43).

Así una fiesta agrícola se convierte en histórica. Se adoptan ritos de otra cultura, pero cambiando su carácter. El espíritu nómada sale favorecido por pertenecer a una cultura en marcha. A los hombres satisfechos, instalados, Dios prefiere los peregrinos que miran adelante, disconformes con las condiciones de aquí abajo.

Un caso más complejo es el de la Pascua. Esta fiesta reunía el rito del cordero, mágico y nómada, y el de los panes sin levadura, agrario.

El primero se practicaba entre los pastores del Medio Oriente para alejar alguna amenaza o desastre, por ejemplo una epidemia. Se mataba un cordero o cabrito y se untaba con la sangre el postre de la tienda. Originalmente no incluía banquete, consistía sólo en la unción protectora.

Los panes sin levadura, en cambio, estaban en relación con la nueva cosecha. Para evitar que los espíritus nefastos del año anterior penetrasen en el siguiente, se descartaba toda la harina vieja y fermentada. Había que esperar entonces a que la nueva harina fermentara ella sola para utilizar la nueva levadura. La espera duraba unos siete días, los días de los ázimos, es decir, de los panes sin fermentar, por no haber levadura disponible.

Los autores del Antiguo Testamento purifican a los dos ritos de los ingredientes supersticiosos y les dan referencia histórica. Al declararse la epidemia que mató a los primogénitos de Egipto, era natural que los hebreos practicasen el rito protector de la sangre. El redactor Yahvista del Pentateuco inserta al antiguo rito en la fe monoteísta, explicando que el ángel era enviado de Dios y que los hebreos poseían un rito poderoso del que carecían los egipcios (Ex 12,21-24).

La semana de los panes ázimos se engarzó también con la salida de Egipto:

"El pueblo sacó de las artesas la masa sin fermentar, la envolvió en mantas y se la cargó al hombro..., cocieron la masa que habían sacado de Egipto haciendo hogazas de pan ázimo; no había fermentado porque los egipcios los echaban y no los dejaban detenerse" (Ex 12,34.39).

"Durante siete días comerás panes ázimos, porque saliste de Egipto apresuradamente; así recordarás toda tu vida tu salida de Egipto" (Dt 16,3).

Los ciclos naturales esclavizaban al hombre, haciéndolo estático, obligándolo a armonizarse con la naturaleza recurrente. Dios lo va liberando poco a poco, haciéndole comprender que es un ser en desarrollo, en camino, y que él lo guía. No quiere que conciba el mundo como un orden inmutable, sino que se acostumbre a lo imprevisible y gratuito, que sepa que Dios va y viene cuando y como quiere, y que ha de fiarse. Arquetipo de esta idea de Dios y de la vida fueron los años del desierto. Hay, sin duda, una armonía necesaria entre la tierra y lo celeste, pero no es la naturaleza repetidora el prototipo del designio de Dios; no hay que acomodar el cielo al ciclo de la tierra, sino al revés; sólo que arriba no hay ciclos, sino voluntad libre: "Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo" (Mt 6,10).

El episodio de la torre de Babel simboliza la oposición de Dios a que el hombre se someta al universo. La totalidad cósmica, que en la cultura cananea se representaba por la colina y el árbol, contaminación idolátrica frecuente entre los hebreos (Jr 2,20; 3,6; 17,1-3), estaba más refinadamente figurada en Babilonia por la ziggurat o torre escalonada. El rey súbía la escalinata representando al dios Marduk, y en su palacio reinaba sobre un trono de siete gradas. Templo, altar y divinidad poseían una estructura análoga a palacio, trono y rey; la sociedad encarnaba la totalidad cósmica. Nace así el estado ontocrático, cuya organización toma por modelo el orden natural; el carácter divino que se atribuye a éste se transfunde al estado; religión y estructura social se identifican. El poder y la sociedad eran por fuerza conservadoras, pues su objetivo consistía en asgurar la continuidad y normalidad de los ritmos periódicos; esto es lo que se esperaba de los dioses.

La fijeza era el ideal. El orden del mundo, resultado de la lucha mítica entre los dioses y el caos, potencias del mismo rango, está siempre amenazado por el retorno de las fuerzas destructoras; los dioses velan poderosamente para que ese orden inestable se mantenga; el soberano, prole o representante de los dioses, rige con puño férreo para evitar todo atentando al equilibrio. El mal, anterior al hombre, que dividió y derramó sangre en la misma esfera divina y pertenece a la esencia del ser, no puede ser tenido a raya más que con un poder central y absoluto.

La concepción ontocrática es común, con diversos matices, a las cuatro grandes culturas euroasiáticas: Babilonia, Persia, India, China. Yahvé no la acepta. Según la narración de Gn 11, la humanidad entera se afanaba por construir la torre, pero Dios impide que se termine; era la torre que unía en una sola estructura tierra y cielo, que sometía el hombre a la esclavitud de la naturaleza, y Yahvé afirma que ni el hombre ni él están sometidos a ella ni la toman por modelo. Condunde las lenguas y lanza al hombre a correr su aventura.