Cap.II.3.
El diálogo.
¿Es posible un diálogo entre la Iglesia y el mundo? Negarlo significaría desestimar la acción de Cristo en la humanidad entera. Hemos descrito anteriormente, sin usar medias tintas, la oposición irreductible entre Cristo, que es la paz (Ef 2,14), y el mundo de rivalidades y ambiciones. Tomar conciencia de esa oposición es imprescindible para entender el designio de Dios y el llamamiento cristiano. Pero en varias ocasiones hemos insistido también en que la acción de Cristo no se concentra en la Iglesia, sino que se extiende al mundo entero; la Iglesia es su resultado más visible, las primicias del reino que se incuba en la humanidad, selladas con la marca de Dios.
Por los caminos del mundo va Cristo de chaqueta. Como uno de tantos, habla y escucha, se mezcla con grupos y se asocia a los que van por la carretera. ¿En cuántos deja huella su palabra? Aunque no le pregunten por el nombre, su perfil queda impreso, asociado a un anhelo de justicia y a una esperanza de lo que parecía imposible. Esos que lo encuentran sin saberlo son los primeros interlocutores de la Iglesia: “Todo lo que sea verdadero, todo lo respetable, todo lo justo, todo lo limpio, todo lo estimable, todo lo de buena fama, cualquier virtud o mérito que haya, eso tenedlo por vuestro” (Flp 4,8). Quien busca sinceramente ayudar a los demás es camarada.
Esos hermanos que no viven en casa no entienden los modismos cristianos ni se interesan por nuestros recuerdos de familia. Acostumbrados al tecleo de las máquinas o al vocerío de las manifestaciones, no tienen oídos para vocabularios extraños ni para relatos del pasado; piden a todos que hablen su lengua franca, cuyo término clave es el hombre.
El cristiano ha de traducirles los hechos pasados que le dan identidad y la palabra que le revela a Dios. No les hablará de “imagen de Dios”, sino de “dignidad humana”; no de “unidad de Cristo”, sino de “dinamismo”, muy consciente, sin embargo, del trasfondo de su nuevo lenguaje.
El habla de la fe tiene sentido para el que cree, es inútil dificultar la tarea haciéndose ininteligible. Si la Iglesia existe para el mundo, a ella le toca el esfuerzo para comunicar; es parte de su misión y aspecto de su humildad; ella busca el diálogo porque el amor de Cristo la aguijonea (2 Cor 5,14) a la ayuda, no por deseo de ostentar superioridades o insinuar esoterismo. Según convenga, su lenguaje será pragmático o idealista, pero siempre para ser comprensible, centrado en el bien o el mal del hombre. Los otros vocablos que contiene su diccionario, tan vívidos en su memoria, tendrán su momento.
Juan Mateos. Más allá del Cristianismo Convencional. ¿Qué es eso de ser cristiano? Para Mateos - y también para Pablo -, la vida cristiana es, ante todo, algo "profético" testimonio de la unidad y felicidad propia del Reino, tarea de reconciliación entre los hombres y denuncia de la maldad que la impide.
JUAN MATEOS.
CRISTIANOS EN FIESTA EN PDF.
ÍNDICE DE CRISTIANOS EN FIESTA.
domingo, 20 de diciembre de 2009
martes, 8 de diciembre de 2009
CAP.I.3 El anuncio.
Cap.II.3
El anuncio.
Cuando el grupo cristiano no existe aún, es necesaria una proclamación para formarlo: “¿Cómo creer sin oír hablar de él?, ¿y cómo oír hablar si nadie lo anuncia?” (Rom 10,14). El pregón no intenta convertir a todos, sino dar ocasión a la acción de Dios, que elige testigos y colaboradores dándoles su conocimiento y revelándoles a Jesucristo.
La simultaneidad entre anuncio y acción divina queda ilustrada por el relato de la predicación de Pablo y Bernabé en Filipos. Un sábado salieron los apóstoles de la ciudad y fueron por la orilla del río hasta un sitio donde pensaban que se reunía gente para orar. Encontraron a algunas mujeres y se sentaron a hablar con ellas. Pablo les exponía el mensaje cristiano. Una de ellas, Lidia, que por influjo judío creía ya en el verdadero Dios, lo estaba escuchando y “el Señor le abrió el corazón para que aceptara lo que decía Pablo”. Se bautizó con toda su familia e invitó a los apóstoles a hospedarse en su casa (Hch 16,13-15).
Aparece muy claro el llamamiento divino; el texto insinúa que del grupo de mujeres piadosas solamente Lidia se convirtió. Confirma así lo expuesto anteriormente; a menos de admitir una contradicción palmaria entre el propósito divino de salvar al mundo entero y la acción concreta de Dios, hay que reconocer que el llamamiento a ser cristiano no invita exclusivamente a la salvación propia, sino ante todo al testimonio ante el mundo.
Sólo con esta manera de ver se explica el comportamiento de Pablo en su labor misionera: “De ese modo, dando la vuelta desde Jerusalén hasta Iliria, he completado el anuncio de la buena noticia de Cristo… Las más de las veces ha sido eso precisamente lo que me ha impedido ir a visitaros; ahora, en cambio, no tengo ya campo de acción en estas regiones” (Rom 15,19.22-23).
Es más que evidente que el porcentaje de cristianos era aún muy escaso en Siria, Asia Menor y Grecia; sin embargo, Pablo, establecido el testimonio, siente que su misión allí ha terminado y que le toca implantarlo en otros territorios.
La obra se continúa por la presencia y la actividad de las comunidades; una vez que existe el polo de atracción, los nuevos llamados sentirán su magnetismo y encontraron la puerta.
La conversión de Lidia, narrada hace un momento, da pretexto para otra consideración. Era una vendedora de púrpura, ni aristócrata, ni culta, ni influyente. ¿Qué colaboradores se elige Dios? Otro pasaje, esta vez de san Pablo, propone el mismo problema. Se dirige a los corintios y observa: “Y si no, hermanos, fijaos a quiénes os llamó Dios: no a muchos intelectuales ni a muchos poderosos ni a muchos de buena familia; todo lo contrario” (1 Cor 1,26-27). La presencia en la Iglesia de gente modesta y mediocre ha irritado y escandalizado a algunos. Y, sin embargo, es una gran lección que Dios da: lo único que salva es el amor, no la ciencia, el poder o la influencia; y capaces de amar son todos. Al escoger lo que no cuenta, o en frase algo despechada de san Pablo “lo necio, lo débil, lo plebeyo, lo despreciado, lo que no existe, Dios anula todo pretexto para blindar el corazón, humilla toda pretensión de obtener vida sin amar.
Si la salvación es para todo hombre, tiene que estar al alcance de todos y en toda época; no puede consistir por tanto, en ciencia, linaje o poder. Consiste en amar, y eso pueden enseñarlo los humildes de la Iglesia. Por eso el mensaje no consiste en milagros o en saber sino en Cristo crucificado (1 Cor 1,22-23), expresión suprema de amor a Dios y al hombre.
Ciencia y posición pueden ser mediadoras de amor; a los ojos de Dios, tanto valdrán cuanto lo sean. Pero para mostrar la vocación cristiana en su estado puro eligió Dios a los que no podían más que amar; así se evitaban equívocos. Como además el amor es don suyo, “ningún mortal podrá engallarse ante Dios” (1 Cor 1,29).
Cambian los tiempos, mas la lección perdura. Bajo las mil fisonomías de los grupos cristianos y las mil formas de sus actividades debe irradiar el mismo calor; en todos los ojos tiene que brillar el mismo vino (Ef 5,18).
El anuncio.
Cuando el grupo cristiano no existe aún, es necesaria una proclamación para formarlo: “¿Cómo creer sin oír hablar de él?, ¿y cómo oír hablar si nadie lo anuncia?” (Rom 10,14). El pregón no intenta convertir a todos, sino dar ocasión a la acción de Dios, que elige testigos y colaboradores dándoles su conocimiento y revelándoles a Jesucristo.
La simultaneidad entre anuncio y acción divina queda ilustrada por el relato de la predicación de Pablo y Bernabé en Filipos. Un sábado salieron los apóstoles de la ciudad y fueron por la orilla del río hasta un sitio donde pensaban que se reunía gente para orar. Encontraron a algunas mujeres y se sentaron a hablar con ellas. Pablo les exponía el mensaje cristiano. Una de ellas, Lidia, que por influjo judío creía ya en el verdadero Dios, lo estaba escuchando y “el Señor le abrió el corazón para que aceptara lo que decía Pablo”. Se bautizó con toda su familia e invitó a los apóstoles a hospedarse en su casa (Hch 16,13-15).
Aparece muy claro el llamamiento divino; el texto insinúa que del grupo de mujeres piadosas solamente Lidia se convirtió. Confirma así lo expuesto anteriormente; a menos de admitir una contradicción palmaria entre el propósito divino de salvar al mundo entero y la acción concreta de Dios, hay que reconocer que el llamamiento a ser cristiano no invita exclusivamente a la salvación propia, sino ante todo al testimonio ante el mundo.
Sólo con esta manera de ver se explica el comportamiento de Pablo en su labor misionera: “De ese modo, dando la vuelta desde Jerusalén hasta Iliria, he completado el anuncio de la buena noticia de Cristo… Las más de las veces ha sido eso precisamente lo que me ha impedido ir a visitaros; ahora, en cambio, no tengo ya campo de acción en estas regiones” (Rom 15,19.22-23).
Es más que evidente que el porcentaje de cristianos era aún muy escaso en Siria, Asia Menor y Grecia; sin embargo, Pablo, establecido el testimonio, siente que su misión allí ha terminado y que le toca implantarlo en otros territorios.
La obra se continúa por la presencia y la actividad de las comunidades; una vez que existe el polo de atracción, los nuevos llamados sentirán su magnetismo y encontraron la puerta.
La conversión de Lidia, narrada hace un momento, da pretexto para otra consideración. Era una vendedora de púrpura, ni aristócrata, ni culta, ni influyente. ¿Qué colaboradores se elige Dios? Otro pasaje, esta vez de san Pablo, propone el mismo problema. Se dirige a los corintios y observa: “Y si no, hermanos, fijaos a quiénes os llamó Dios: no a muchos intelectuales ni a muchos poderosos ni a muchos de buena familia; todo lo contrario” (1 Cor 1,26-27). La presencia en la Iglesia de gente modesta y mediocre ha irritado y escandalizado a algunos. Y, sin embargo, es una gran lección que Dios da: lo único que salva es el amor, no la ciencia, el poder o la influencia; y capaces de amar son todos. Al escoger lo que no cuenta, o en frase algo despechada de san Pablo “lo necio, lo débil, lo plebeyo, lo despreciado, lo que no existe, Dios anula todo pretexto para blindar el corazón, humilla toda pretensión de obtener vida sin amar.
Si la salvación es para todo hombre, tiene que estar al alcance de todos y en toda época; no puede consistir por tanto, en ciencia, linaje o poder. Consiste en amar, y eso pueden enseñarlo los humildes de la Iglesia. Por eso el mensaje no consiste en milagros o en saber sino en Cristo crucificado (1 Cor 1,22-23), expresión suprema de amor a Dios y al hombre.
Ciencia y posición pueden ser mediadoras de amor; a los ojos de Dios, tanto valdrán cuanto lo sean. Pero para mostrar la vocación cristiana en su estado puro eligió Dios a los que no podían más que amar; así se evitaban equívocos. Como además el amor es don suyo, “ningún mortal podrá engallarse ante Dios” (1 Cor 1,29).
Cambian los tiempos, mas la lección perdura. Bajo las mil fisonomías de los grupos cristianos y las mil formas de sus actividades debe irradiar el mismo calor; en todos los ojos tiene que brillar el mismo vino (Ef 5,18).
domingo, 6 de diciembre de 2009
CAP.I.3 El decir de la Iglesia.
Cap.II.3
El decir de la Iglesia.
El decir de la Iglesia se ejercita en cuatro momentos: anuncio, diálogo, explicación y denuncia. Nos referimos siempre al intercambio del grupo cristiano con la sociedad que lo rodea.
El decir de la Iglesia.
El decir de la Iglesia se ejercita en cuatro momentos: anuncio, diálogo, explicación y denuncia. Nos referimos siempre al intercambio del grupo cristiano con la sociedad que lo rodea.
CAP I.2. Lucha y alegría.
Cap.II.2
Lucha y alegría.
La renuncia a las ambiciones y el derribo de barreras entre los hombres acarrean a los cristianos la enemistad del mundo. Este los perseguirá como a Cristo y no hará caso de sus palabras, como no lo hizo de las de Cristo (Jn 15,20).
La conducta del cristiano es delicada. El aviso de presentar la otra mejilla no es un precepto, mas tampoco una mera hipérbole; cuando el testimonio no pueda ser eficaz de otra manera, habrá que ofrecer la cara. Es evidente, sin embargo, que no puede implantarse como norma cotidiana; Jesús no rehuyó las bofetadas cuando llegó el momento decisivo, pero discutía con sus adversarios y los insultaba en público si hacía falta; continuaba su obra en medio de la oposición sorda o ruidosa, pero a veces se refugió al otro lado del río (Jn 10,39-40).
En el Antiguo Testamento un grupo piadoso determinó dejarse matar antes que combatir en sábado, pero hubo que retractar la decisión ante la carnicería de que eran víctimas (1 Mac 2,34-41). En un mundo de pecado hay que establecer tribunales de justicia; no es frecuente convertir asesinos brindándoles la yugular. Pero hay días, no hay que olvidarlo, en que la colina reclama otra cruz.
Cristo recomienda la cautela de la serpiente y sabe que las ovejas no han de esperar requiebros de los lobos. La guía del Espíritu, el consejo de los hermanos y el tacto natural juzgarán lo conveniente en cada situación. Rencor, odio y venganza quedan fuera de la postura cristiana; hay que rezar por los perseguidores y decidirse a no tener enemigos (Mt 5,44); los otros podrán considerarse tales, pero el cristiano desea restaurar la relación normal con ellos. Aprovechará el primer resquicio para izar bandera blanca y saludar con la mano (Mt 5,46-47).
Oponerse a la injusticia del mundo podrá parecer ilusorio, arriesgado e inútil. Si es ilusorio o no, júzguese por las bienaventuranzas; cuatro de ellas se refieren a los que el mundo llama ilusos: “Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, los puros de corazón (= los sinceros) los que trabajan por la paz, los que sufren persecución por ser fieles” (Mt 5,6.8-10)-
Sin remitirnos a vetustos tratados sobre “la vanidad del mundo”, quien vive en él sabe que la ambición no engendra felicidad. Nunca como en esta época de codicia y rivalidad estimuladas han pululado las neurosis, hasta constituir una preocupación social. El desequilibrio crece con el afán de subir y dominar. El mundo no ofrece paz, sus promesas son falaces, porque impiden la integración del hombre, privándolo del sosiego. Bajo las blanduras de su confort se siente su hosquedad y desabrimiento.
Al contrario, la vocación cristiana, que centra al hombre y extirpa sus cánceres, es causa de paz y alegría. Le bastaría eso para no ser ilusoria. Pero hay más: en esta lucha, la batalla decisiva ha sido ya ganada. Refiriéndose a su pasión y muerte, dice Cristo: “Ahora el jefe de este mundo va a ser echado fuera” (Jn 12,31), y para alentar a los discípulos en el cenáculo, les asegura: “En el mundo tendréis persecuciones, pero ánimo, que yo he vencido al mundo” (Jn 16,33). Quizá los cristianos no se dan bastante cuenta del efecto de la redención: la estructura de mal, creada por los hombres, está minada, le flaquea el cimiento. Es todavía un baluarte imponente, con mil recursos para oprimir y matar, pero está socavada y destinada a la ruina. Dios ha tomado la iniciativa y el mal será arrasado implacablemente. Los cristianos deben vivir con esta seguridad, aun en medio de la persecución y el dolor: “No tengáis miedo de los que matan el cuerpo” (Mt 10,28).
Así se explica la alegría cristiana. Nace de sentirse reconciliado y en paz, de la protección del Padre (Jn 17,13), de Cristo presente y activo en la comunidad; es fruto del Espíritu (Gál 5,22) que orienta la vida hacia la verdad y el amor. Se basa también en la certeza de que el mundo perverso se desplomará para dar lugar a una sociedad humana más justa, que Dios transformará inefablemente en su reino.
La alegría es el clima normal del cristiano, siendo fruto del Espíritu que ha recibido. San Pablo insiste en que los filipenses estén siempre alegres (Flp 5,4) y él mismo se dirige a los corintios llamándose “cooperador en su alegría” (2 Cor 1,24); eso debe ser el cristiano en una sociedad crispada y recelosa. El mundo es un coloso enfermo; la Iglesia será un pigmeo, pero de salud robusta, y sabe que vivirá para siempre. Cada acción en pro de la unidad humana es un paso adelante en el camino del reino y un tachón en el pecado del mundo.
Lucha y alegría.
La renuncia a las ambiciones y el derribo de barreras entre los hombres acarrean a los cristianos la enemistad del mundo. Este los perseguirá como a Cristo y no hará caso de sus palabras, como no lo hizo de las de Cristo (Jn 15,20).
La conducta del cristiano es delicada. El aviso de presentar la otra mejilla no es un precepto, mas tampoco una mera hipérbole; cuando el testimonio no pueda ser eficaz de otra manera, habrá que ofrecer la cara. Es evidente, sin embargo, que no puede implantarse como norma cotidiana; Jesús no rehuyó las bofetadas cuando llegó el momento decisivo, pero discutía con sus adversarios y los insultaba en público si hacía falta; continuaba su obra en medio de la oposición sorda o ruidosa, pero a veces se refugió al otro lado del río (Jn 10,39-40).
En el Antiguo Testamento un grupo piadoso determinó dejarse matar antes que combatir en sábado, pero hubo que retractar la decisión ante la carnicería de que eran víctimas (1 Mac 2,34-41). En un mundo de pecado hay que establecer tribunales de justicia; no es frecuente convertir asesinos brindándoles la yugular. Pero hay días, no hay que olvidarlo, en que la colina reclama otra cruz.
Cristo recomienda la cautela de la serpiente y sabe que las ovejas no han de esperar requiebros de los lobos. La guía del Espíritu, el consejo de los hermanos y el tacto natural juzgarán lo conveniente en cada situación. Rencor, odio y venganza quedan fuera de la postura cristiana; hay que rezar por los perseguidores y decidirse a no tener enemigos (Mt 5,44); los otros podrán considerarse tales, pero el cristiano desea restaurar la relación normal con ellos. Aprovechará el primer resquicio para izar bandera blanca y saludar con la mano (Mt 5,46-47).
Oponerse a la injusticia del mundo podrá parecer ilusorio, arriesgado e inútil. Si es ilusorio o no, júzguese por las bienaventuranzas; cuatro de ellas se refieren a los que el mundo llama ilusos: “Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, los puros de corazón (= los sinceros) los que trabajan por la paz, los que sufren persecución por ser fieles” (Mt 5,6.8-10)-
Sin remitirnos a vetustos tratados sobre “la vanidad del mundo”, quien vive en él sabe que la ambición no engendra felicidad. Nunca como en esta época de codicia y rivalidad estimuladas han pululado las neurosis, hasta constituir una preocupación social. El desequilibrio crece con el afán de subir y dominar. El mundo no ofrece paz, sus promesas son falaces, porque impiden la integración del hombre, privándolo del sosiego. Bajo las blanduras de su confort se siente su hosquedad y desabrimiento.
Al contrario, la vocación cristiana, que centra al hombre y extirpa sus cánceres, es causa de paz y alegría. Le bastaría eso para no ser ilusoria. Pero hay más: en esta lucha, la batalla decisiva ha sido ya ganada. Refiriéndose a su pasión y muerte, dice Cristo: “Ahora el jefe de este mundo va a ser echado fuera” (Jn 12,31), y para alentar a los discípulos en el cenáculo, les asegura: “En el mundo tendréis persecuciones, pero ánimo, que yo he vencido al mundo” (Jn 16,33). Quizá los cristianos no se dan bastante cuenta del efecto de la redención: la estructura de mal, creada por los hombres, está minada, le flaquea el cimiento. Es todavía un baluarte imponente, con mil recursos para oprimir y matar, pero está socavada y destinada a la ruina. Dios ha tomado la iniciativa y el mal será arrasado implacablemente. Los cristianos deben vivir con esta seguridad, aun en medio de la persecución y el dolor: “No tengáis miedo de los que matan el cuerpo” (Mt 10,28).
Así se explica la alegría cristiana. Nace de sentirse reconciliado y en paz, de la protección del Padre (Jn 17,13), de Cristo presente y activo en la comunidad; es fruto del Espíritu (Gál 5,22) que orienta la vida hacia la verdad y el amor. Se basa también en la certeza de que el mundo perverso se desplomará para dar lugar a una sociedad humana más justa, que Dios transformará inefablemente en su reino.
La alegría es el clima normal del cristiano, siendo fruto del Espíritu que ha recibido. San Pablo insiste en que los filipenses estén siempre alegres (Flp 5,4) y él mismo se dirige a los corintios llamándose “cooperador en su alegría” (2 Cor 1,24); eso debe ser el cristiano en una sociedad crispada y recelosa. El mundo es un coloso enfermo; la Iglesia será un pigmeo, pero de salud robusta, y sabe que vivirá para siempre. Cada acción en pro de la unidad humana es un paso adelante en el camino del reino y un tachón en el pecado del mundo.
jueves, 3 de diciembre de 2009
CAP.I.2. El mundo, mayor de edad.
Cap.II.2
El mundo, mayor de edad.
El mundo ha cumplido veintiún años y se sacude las tutelas. Que esté maduro o no es otra cuestión, pero es innegable que la sociedad moderna se considera capaz de enfrentarse con sus problemas y tiene buenas esperanzas de resolverlos. A pesar de los hechos en contrario, el hambre, la guerra y el cáncer no parecen enemigos invencibles; el hombre maneja cromosomas para orientar la herencia, envía satélites para controlar ciclones y se promete incluso crear la vida. Para nada de eso pide permiso a Dios ni a la religión; es terreno suyo, se considera autónomo.
Los hijos de Dios han llegado a la edad adulta, se sienten libres y responsables de sus actos. Esta nueva atmósfera se respira en el mundo entero, incluyendo a la comunidad cristiana. La relación hijo-Padre respecto a Dios toma nuevos matices. Dios ha conseguido que su hijo ande solo, y se alegra. Su reino no es un jardín de infancia, sino una ciudad. Ciertos aspectos de la religiosidad desaparecen, hay más píldoras que novenas, más conferencias internacionales que rogativas. No hay que imaginarse que Dios se queje; se retira, contento de que el hombre pueda acudir a él más desinteresadamente, sin verse acuciado por necesidades elementales.
Para la Iglesia, secundar la acción de Dios consiste en promover la adultez del hombre; ahora que es mayor de edad no hay que intentar volverlo a la infancia, sino ayudarlo a madurar. Imitando al Padre, a medida que la madurez avance, la Iglesia se irá retirando, y se alegrará de no ser necesaria. Cuando el candidato al volante aprueba el examen, aunque no tenga seguro de accidentes, cesa el cometido del instructor.
Siempre quedará paño por cortar. Pero, en último caso, no es la tarea la que termina el día. Marta se afanaba y protestaba, impaciente por sentarse como su hermana. ¡Con qué alegría, acabado el trabajo, se pondrían los tres a la mesa! El fin de la jornada reserva lo mejor, la amistad.
El mundo, mayor de edad.
El mundo ha cumplido veintiún años y se sacude las tutelas. Que esté maduro o no es otra cuestión, pero es innegable que la sociedad moderna se considera capaz de enfrentarse con sus problemas y tiene buenas esperanzas de resolverlos. A pesar de los hechos en contrario, el hambre, la guerra y el cáncer no parecen enemigos invencibles; el hombre maneja cromosomas para orientar la herencia, envía satélites para controlar ciclones y se promete incluso crear la vida. Para nada de eso pide permiso a Dios ni a la religión; es terreno suyo, se considera autónomo.
Los hijos de Dios han llegado a la edad adulta, se sienten libres y responsables de sus actos. Esta nueva atmósfera se respira en el mundo entero, incluyendo a la comunidad cristiana. La relación hijo-Padre respecto a Dios toma nuevos matices. Dios ha conseguido que su hijo ande solo, y se alegra. Su reino no es un jardín de infancia, sino una ciudad. Ciertos aspectos de la religiosidad desaparecen, hay más píldoras que novenas, más conferencias internacionales que rogativas. No hay que imaginarse que Dios se queje; se retira, contento de que el hombre pueda acudir a él más desinteresadamente, sin verse acuciado por necesidades elementales.
Para la Iglesia, secundar la acción de Dios consiste en promover la adultez del hombre; ahora que es mayor de edad no hay que intentar volverlo a la infancia, sino ayudarlo a madurar. Imitando al Padre, a medida que la madurez avance, la Iglesia se irá retirando, y se alegrará de no ser necesaria. Cuando el candidato al volante aprueba el examen, aunque no tenga seguro de accidentes, cesa el cometido del instructor.
Siempre quedará paño por cortar. Pero, en último caso, no es la tarea la que termina el día. Marta se afanaba y protestaba, impaciente por sentarse como su hermana. ¡Con qué alegría, acabado el trabajo, se pondrían los tres a la mesa! El fin de la jornada reserva lo mejor, la amistad.
CAP.I.2. Misión y humildad.
Cap.II.2
Misión y humildad.
Se sigue de aquí que la humildad es parte de la autenticidad. El cristiano se presenta como es, sin humos ni pretensiones de santidad, reconociendo que lleva su tesoro en una vasija de barro (2 Cor 4,7) o que las espinas punzan su carne (2 Cor 12,7). La tarea excede las fuerzas humanas, pero no hay que acobardarse juzgando que la empresa no es humana; por parte del hombre, como decía san Pablo, “manifestando la verdad, nos recomendamos a la íntima conciencia de todo hombre ante Dios” (2 Cor 4,2).
Falta de autenticidad es la omnisciencia del cristiano sabelotodo. La Iglesia no archiva receta para las enfermedades del mundo, colabora en la búsqueda común de los hombres de buena voluntad. Puede cotejar esa labor con las líneas maestras del designio de Dios, por si necesitara enderezarla, pero de ningún modo creer que bastan sus consejos o instrucciones para encontrar solución a los problemas. El evangelio señala la dirección y dibuja el horizonte, pero no indica el trazado de las carreteras ni garantiza el buen estado; curvas y baches hay que tomarlos con habilidad y paciencia.
La superioridad y altanería son ridículas, por decir poco. Los problemas que reclaman ayuda sobrepujan la competencia de la Iglesia y prohíben los tonos magistrales. Su misión se asemeja a la de Cristo, que se presentó entre los suyos sin rango ni autoridad; hasta sus milagros estaban sujetos a discusión y a protesta; y cuando Pedro tiró de machete en el huerto, le ordenó envainarlo.
Se ha llamado a la Iglesia “la conciencia de la sociedad”. Cuando ésta no reacciona ante necesidades evidentes, atañe a la Iglesia atender a ellas y despertar la responsabilidad en el ambiente. Así sucedió en otro tiempo con hospitales y escuelas. Desde entonces, la sociedad ha reconocido su obligación y provee, al menos en gran parte. Aquí se descubre otro aspecto de la humildad de la Iglesia, que no busca su propia gloria, sino el bien del mundo. Una vez que la sociedad toma conciencia de un deber y lo cumple, la acción de la Iglesia se hace superflua en ese campo, y llega el momento de retirarse sin reproches ni amargura; queda libre para despabilar otros deberes. A medida que la sociedad se hace más adulta, la Iglesia, como institución benéfica, resulta menos necesaria. Esto debe alegrarla, pues es señal de creciente madurez en la sociedad humana. Si la ambulancia recoge al malherido, no hay por qué bajarse de la mula; mejor es darse prisa, por si esperan en la ciudad.
Misión y humildad.
Se sigue de aquí que la humildad es parte de la autenticidad. El cristiano se presenta como es, sin humos ni pretensiones de santidad, reconociendo que lleva su tesoro en una vasija de barro (2 Cor 4,7) o que las espinas punzan su carne (2 Cor 12,7). La tarea excede las fuerzas humanas, pero no hay que acobardarse juzgando que la empresa no es humana; por parte del hombre, como decía san Pablo, “manifestando la verdad, nos recomendamos a la íntima conciencia de todo hombre ante Dios” (2 Cor 4,2).
Falta de autenticidad es la omnisciencia del cristiano sabelotodo. La Iglesia no archiva receta para las enfermedades del mundo, colabora en la búsqueda común de los hombres de buena voluntad. Puede cotejar esa labor con las líneas maestras del designio de Dios, por si necesitara enderezarla, pero de ningún modo creer que bastan sus consejos o instrucciones para encontrar solución a los problemas. El evangelio señala la dirección y dibuja el horizonte, pero no indica el trazado de las carreteras ni garantiza el buen estado; curvas y baches hay que tomarlos con habilidad y paciencia.
La superioridad y altanería son ridículas, por decir poco. Los problemas que reclaman ayuda sobrepujan la competencia de la Iglesia y prohíben los tonos magistrales. Su misión se asemeja a la de Cristo, que se presentó entre los suyos sin rango ni autoridad; hasta sus milagros estaban sujetos a discusión y a protesta; y cuando Pedro tiró de machete en el huerto, le ordenó envainarlo.
Se ha llamado a la Iglesia “la conciencia de la sociedad”. Cuando ésta no reacciona ante necesidades evidentes, atañe a la Iglesia atender a ellas y despertar la responsabilidad en el ambiente. Así sucedió en otro tiempo con hospitales y escuelas. Desde entonces, la sociedad ha reconocido su obligación y provee, al menos en gran parte. Aquí se descubre otro aspecto de la humildad de la Iglesia, que no busca su propia gloria, sino el bien del mundo. Una vez que la sociedad toma conciencia de un deber y lo cumple, la acción de la Iglesia se hace superflua en ese campo, y llega el momento de retirarse sin reproches ni amargura; queda libre para despabilar otros deberes. A medida que la sociedad se hace más adulta, la Iglesia, como institución benéfica, resulta menos necesaria. Esto debe alegrarla, pues es señal de creciente madurez en la sociedad humana. Si la ambulancia recoge al malherido, no hay por qué bajarse de la mula; mejor es darse prisa, por si esperan en la ciudad.
CAP.I.2. Misión y verdad.
Cap.II.2
Misión y verdad.
Requisito para la misión de la Iglesia es la autenticidad; su dedicación desinteresada al bien del prójimo debe ser tan límpida, que convenza por sí misma a toda persona libre de prejuicios. Nuestro mundo está harto de palabras. Nunca ha habido mayor verborrea social y política ni medios más eficaces para difundirla. Basta asistir a una campaña electoral para quedar saciados de promesas; la gente oye con escepticismo, a menos que la palabrería favorezca sus intereses. Los programas sociales inspiran poca confianza, se sospechan miras inconfesadas. La información, tan rápida y eficaz, es acusada de manipular o suprimir noticias, o de centrar el foco en las que sirven a ciertos intereses. Y no es refunfuñar por vicio; basta comparar la misma noticia en periódicos de diversa tendencia para no saber a qué carta quedarse.
En un mundo donde la palabra, en vez de ser vehículo a la comunicación, sirve de trampa para el engaño, mejor es ser lacónicos. No será con palabras como la Iglesia persuadirá a los hombres; para hacer creíble la misión divina de Cristo no hay que exhortar a la unidad, sino estar unidos (Jn 17). Hechos, no palabras. Por esa razón hemos relegado el decir de la Iglesia al último lugar. En nuestro mundo, donde el evangelio provoca más bostezos que entusiasmos, hay que esculpirlo en otras para que pueda palparse.
La contraseña es, pues, la autenticidad. San Juan la llama “la verdad”, que penetra el ser entero, no solo el intelecto. Los que incorporan a su existencia el mensaje de Dios encarnado en Jesucristo, viven en la verdad, no pertenecen al mundo mentiroso y están preparados para ser testigos de Dios. Mientras no exista el deseo de autenticidad, el enviado no cumplirá la misión, pues a la larga delatará su verdadera fisonomía. Es siempre actual el reproche de san Pablo al judío: “Y tú que enseñas a otro, ¿por qué no te enseñas a ti mismo? Tú que predicas “no robarás”, ¿por qué robas?... Mientras te precias de la ley afrentas a Dios violando la ley, como dice la Escritura: “Por vuestra culpa maldicen el nombre de Dios los paganos” (Rom 2,21-24).
Cristo quiere que los cristianos estén presentes en el mundo (Jn 17,15), pero no que cedan a sus ambiciones; por eso pide al Padre que los proteja (11,15). La protección del Padre los mantendrá unidos porque los tendrá consagrados con la verdad. La autenticidad crea la unión, testimonio de la Iglesia, y es requisito para la misión.
Existe hoy una fuerte contestación juvenil contra la insinceridad del ambiente familiar y social; algunos tacharán sus formas de estrafalarias, otros aducirán casos en que la reacción no se justifica; pero considerando la situación globalmente, hay que dar razón a la protesta, aunque no se aprueben sus métodos o sus resultados.
Circulan, por supuesto, conceptos errados de la autenticidad. Esta no consiste en seguir cualquier movimiento espontáneo por irracional que sea, sino en ser fiel a una norma de vida. Puede suceder también que la norma sea falsa y que la autenticidad resulte dañosa para el individuo o la sociedad; no hay más que recordar convicciones fanáticas de la historia reciente y las aberraciones a que llevaron. No se legitima la autenticidad del odio. El cristiano sabe cuál es su norma: la paz y la reconciliación de los hombres.
El objetivo de la misión esclarece los rasgos de su autenticidad: hay que gozar de paz para contagiarla y sentir la alegría para comunicarla; quien proclama la liberación ha de ser libre; quien profesa la dedicación, desinteresado, y si uno pretende no ser secuaz del mundo, tendrá que estar exento de ambiciones.
No es que el cristiano o la Iglesia esperen a ser perfectos antes de emprender su misión; la misma tarea los irá realizando. Pero se les pide la renuncia a las complicidades conscientes y el esfuerzo por no caer en contradicciones. Queda largo trecho hasta ser buenos del todo como el Padre del cielo (Mt 6,5.-48), pero es imperdonable salirse del camino a sabiendas.
Misión y verdad.
Requisito para la misión de la Iglesia es la autenticidad; su dedicación desinteresada al bien del prójimo debe ser tan límpida, que convenza por sí misma a toda persona libre de prejuicios. Nuestro mundo está harto de palabras. Nunca ha habido mayor verborrea social y política ni medios más eficaces para difundirla. Basta asistir a una campaña electoral para quedar saciados de promesas; la gente oye con escepticismo, a menos que la palabrería favorezca sus intereses. Los programas sociales inspiran poca confianza, se sospechan miras inconfesadas. La información, tan rápida y eficaz, es acusada de manipular o suprimir noticias, o de centrar el foco en las que sirven a ciertos intereses. Y no es refunfuñar por vicio; basta comparar la misma noticia en periódicos de diversa tendencia para no saber a qué carta quedarse.
En un mundo donde la palabra, en vez de ser vehículo a la comunicación, sirve de trampa para el engaño, mejor es ser lacónicos. No será con palabras como la Iglesia persuadirá a los hombres; para hacer creíble la misión divina de Cristo no hay que exhortar a la unidad, sino estar unidos (Jn 17). Hechos, no palabras. Por esa razón hemos relegado el decir de la Iglesia al último lugar. En nuestro mundo, donde el evangelio provoca más bostezos que entusiasmos, hay que esculpirlo en otras para que pueda palparse.
La contraseña es, pues, la autenticidad. San Juan la llama “la verdad”, que penetra el ser entero, no solo el intelecto. Los que incorporan a su existencia el mensaje de Dios encarnado en Jesucristo, viven en la verdad, no pertenecen al mundo mentiroso y están preparados para ser testigos de Dios. Mientras no exista el deseo de autenticidad, el enviado no cumplirá la misión, pues a la larga delatará su verdadera fisonomía. Es siempre actual el reproche de san Pablo al judío: “Y tú que enseñas a otro, ¿por qué no te enseñas a ti mismo? Tú que predicas “no robarás”, ¿por qué robas?... Mientras te precias de la ley afrentas a Dios violando la ley, como dice la Escritura: “Por vuestra culpa maldicen el nombre de Dios los paganos” (Rom 2,21-24).
Cristo quiere que los cristianos estén presentes en el mundo (Jn 17,15), pero no que cedan a sus ambiciones; por eso pide al Padre que los proteja (11,15). La protección del Padre los mantendrá unidos porque los tendrá consagrados con la verdad. La autenticidad crea la unión, testimonio de la Iglesia, y es requisito para la misión.
Existe hoy una fuerte contestación juvenil contra la insinceridad del ambiente familiar y social; algunos tacharán sus formas de estrafalarias, otros aducirán casos en que la reacción no se justifica; pero considerando la situación globalmente, hay que dar razón a la protesta, aunque no se aprueben sus métodos o sus resultados.
Circulan, por supuesto, conceptos errados de la autenticidad. Esta no consiste en seguir cualquier movimiento espontáneo por irracional que sea, sino en ser fiel a una norma de vida. Puede suceder también que la norma sea falsa y que la autenticidad resulte dañosa para el individuo o la sociedad; no hay más que recordar convicciones fanáticas de la historia reciente y las aberraciones a que llevaron. No se legitima la autenticidad del odio. El cristiano sabe cuál es su norma: la paz y la reconciliación de los hombres.
El objetivo de la misión esclarece los rasgos de su autenticidad: hay que gozar de paz para contagiarla y sentir la alegría para comunicarla; quien proclama la liberación ha de ser libre; quien profesa la dedicación, desinteresado, y si uno pretende no ser secuaz del mundo, tendrá que estar exento de ambiciones.
No es que el cristiano o la Iglesia esperen a ser perfectos antes de emprender su misión; la misma tarea los irá realizando. Pero se les pide la renuncia a las complicidades conscientes y el esfuerzo por no caer en contradicciones. Queda largo trecho hasta ser buenos del todo como el Padre del cielo (Mt 6,5.-48), pero es imperdonable salirse del camino a sabiendas.
CAP.I.2. El prójimo.
Cap. II. 2
El prójimo.
Precisamente en la narración o parábola del samaritano explica el Señor a quiénes se extiende la ayuda. Examinemos el pasaje.
Con intención de ponerlo a prueba, se acerca un jurista a Jesús y le pregunta: “Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?” (Lc 10,25). Como siendo jurista debería saberlo, Jesús le rebota la pregunta: “¿Qué está escrito en la ley?, ¿qué es eso que recitas?”. El otro, cogido, contesta lo que todo judío sabía de memoria: “Amarás al Señor tu Dios… y a tu prójimo como a ti mismo”. Jesús lo aprueba: “Bien contestado; haz eso y tendrás vida”.
Comprendió el jurista que había quedado mal, pues había hallado él mismo la respuesta. Para justificar su pregunta, recurre a la casuística: “Y quién es mi prójimo?
Antes de continuar, recordemos que los términos “prójimo” y “próximo” son equivalentes; “prójimo” es la forma adoptada para sustantivar el adjetivo “próximo”. Ambos significan “cercano”, y como la cercanía es una relación, depende de las dos personas. El jurista interpreta prójimo en sentido estático, tomándose como centro y mirando en derredor para descubrir la proximidad ajena. En fin de cuentas preguntaba: “Aquí estoy yo, ¿quién me está cercano?”.
El Señor emprende la narración, terminándola con otra pregunta: “¿Qué te parece?, ¿cuál de estos tres se hizo prójimo del que cayó en manos de los bandidos?”. El jurista había preguntado “quién es mi prójimo, quién me está cercano”. Jesús le cambia el verbo, “quién se hizo prójimo, quién se acercó”. Prójimo pasa del sentido estático al dinámico: para estar cerca de otro no hay que esperar a que él se aproxime, se acerca uno. Todo hombre, y especialmente el cristiano, tiene que acercarse al que lo necesite. No le está permitido dar rodeos y pasar de largo.
Tal debe ser la actitud de la Iglesia en el mundo. Su programa de acción no se última en la oficina, tiene que estar a la escucha: donde oiga el quejido, está su prójimo esperándola.
Todo lo que favorece la paz entre los hombres, en el sentido pleno de paz, es objeto de su interés y sus afanes, todo obstáculo a la paz reclama pico y pala. La Iglesia no puede recluirse en sacristías ni desentenderse de los problemas de la sociedad en que vive. El cristianismo no es una religión dedicada a custodiar santuarios ni un grupo espiritualista que se evade del mundo. Es una misión, un movimiento que Dios puso en marcha por medio de Cristo, con una visión del reino futuro y un propósito bien definido: vencer el mal, cualquier mal, a fuerza de bien (Rom 12,21). Es un dinamismo que viene de Dios y lleva a él, no una religión estática como muchos la conciben.
El prójimo.
Precisamente en la narración o parábola del samaritano explica el Señor a quiénes se extiende la ayuda. Examinemos el pasaje.
Con intención de ponerlo a prueba, se acerca un jurista a Jesús y le pregunta: “Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?” (Lc 10,25). Como siendo jurista debería saberlo, Jesús le rebota la pregunta: “¿Qué está escrito en la ley?, ¿qué es eso que recitas?”. El otro, cogido, contesta lo que todo judío sabía de memoria: “Amarás al Señor tu Dios… y a tu prójimo como a ti mismo”. Jesús lo aprueba: “Bien contestado; haz eso y tendrás vida”.
Comprendió el jurista que había quedado mal, pues había hallado él mismo la respuesta. Para justificar su pregunta, recurre a la casuística: “Y quién es mi prójimo?
Antes de continuar, recordemos que los términos “prójimo” y “próximo” son equivalentes; “prójimo” es la forma adoptada para sustantivar el adjetivo “próximo”. Ambos significan “cercano”, y como la cercanía es una relación, depende de las dos personas. El jurista interpreta prójimo en sentido estático, tomándose como centro y mirando en derredor para descubrir la proximidad ajena. En fin de cuentas preguntaba: “Aquí estoy yo, ¿quién me está cercano?”.
El Señor emprende la narración, terminándola con otra pregunta: “¿Qué te parece?, ¿cuál de estos tres se hizo prójimo del que cayó en manos de los bandidos?”. El jurista había preguntado “quién es mi prójimo, quién me está cercano”. Jesús le cambia el verbo, “quién se hizo prójimo, quién se acercó”. Prójimo pasa del sentido estático al dinámico: para estar cerca de otro no hay que esperar a que él se aproxime, se acerca uno. Todo hombre, y especialmente el cristiano, tiene que acercarse al que lo necesite. No le está permitido dar rodeos y pasar de largo.
Tal debe ser la actitud de la Iglesia en el mundo. Su programa de acción no se última en la oficina, tiene que estar a la escucha: donde oiga el quejido, está su prójimo esperándola.
Todo lo que favorece la paz entre los hombres, en el sentido pleno de paz, es objeto de su interés y sus afanes, todo obstáculo a la paz reclama pico y pala. La Iglesia no puede recluirse en sacristías ni desentenderse de los problemas de la sociedad en que vive. El cristianismo no es una religión dedicada a custodiar santuarios ni un grupo espiritualista que se evade del mundo. Es una misión, un movimiento que Dios puso en marcha por medio de Cristo, con una visión del reino futuro y un propósito bien definido: vencer el mal, cualquier mal, a fuerza de bien (Rom 12,21). Es un dinamismo que viene de Dios y lleva a él, no una religión estática como muchos la conciben.
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