jueves, 3 de diciembre de 2009

CAP.I.2. Misión y humildad.

Cap.II.2
Misión y humildad.

Se sigue de aquí que la humildad es parte de la autenticidad. El cristiano se presenta como es, sin humos ni pretensiones de santidad, reconociendo que lleva su tesoro en una vasija de barro (2 Cor 4,7) o que las espinas punzan su carne (2 Cor 12,7). La tarea excede las fuerzas humanas, pero no hay que acobardarse juzgando que la empresa no es humana; por parte del hombre, como decía san Pablo, “manifestando la verdad, nos recomendamos a la íntima conciencia de todo hombre ante Dios” (2 Cor 4,2).

Falta de autenticidad es la omnisciencia del cristiano sabelotodo. La Iglesia no archiva receta para las enfermedades del mundo, colabora en la búsqueda común de los hombres de buena voluntad. Puede cotejar esa labor con las líneas maestras del designio de Dios, por si necesitara enderezarla, pero de ningún modo creer que bastan sus consejos o instrucciones para encontrar solución a los problemas. El evangelio señala la dirección y dibuja el horizonte, pero no indica el trazado de las carreteras ni garantiza el buen estado; curvas y baches hay que tomarlos con habilidad y paciencia.

La superioridad y altanería son ridículas, por decir poco. Los problemas que reclaman ayuda sobrepujan la competencia de la Iglesia y prohíben los tonos magistrales. Su misión se asemeja a la de Cristo, que se presentó entre los suyos sin rango ni autoridad; hasta sus milagros estaban sujetos a discusión y a protesta; y cuando Pedro tiró de machete en el huerto, le ordenó envainarlo.

Se ha llamado a la Iglesia “la conciencia de la sociedad”. Cuando ésta no reacciona ante necesidades evidentes, atañe a la Iglesia atender a ellas y despertar la responsabilidad en el ambiente. Así sucedió en otro tiempo con hospitales y escuelas. Desde entonces, la sociedad ha reconocido su obligación y provee, al menos en gran parte. Aquí se descubre otro aspecto de la humildad de la Iglesia, que no busca su propia gloria, sino el bien del mundo. Una vez que la sociedad toma conciencia de un deber y lo cumple, la acción de la Iglesia se hace superflua en ese campo, y llega el momento de retirarse sin reproches ni amargura; queda libre para despabilar otros deberes. A medida que la sociedad se hace más adulta, la Iglesia, como institución benéfica, resulta menos necesaria. Esto debe alegrarla, pues es señal de creciente madurez en la sociedad humana. Si la ambulancia recoge al malherido, no hay por qué bajarse de la mula; mejor es darse prisa, por si esperan en la ciudad.

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