martes, 8 de diciembre de 2009

CAP.I.3 El anuncio.

Cap.II.3
El anuncio.

Cuando el grupo cristiano no existe aún, es necesaria una proclamación para formarlo: “¿Cómo creer sin oír hablar de él?, ¿y cómo oír hablar si nadie lo anuncia?” (Rom 10,14). El pregón no intenta convertir a todos, sino dar ocasión a la acción de Dios, que elige testigos y colaboradores dándoles su conocimiento y revelándoles a Jesucristo.

La simultaneidad entre anuncio y acción divina queda ilustrada por el relato de la predicación de Pablo y Bernabé en Filipos. Un sábado salieron los apóstoles de la ciudad y fueron por la orilla del río hasta un sitio donde pensaban que se reunía gente para orar. Encontraron a algunas mujeres y se sentaron a hablar con ellas. Pablo les exponía el mensaje cristiano. Una de ellas, Lidia, que por influjo judío creía ya en el verdadero Dios, lo estaba escuchando y “el Señor le abrió el corazón para que aceptara lo que decía Pablo”. Se bautizó con toda su familia e invitó a los apóstoles a hospedarse en su casa (Hch 16,13-15).

Aparece muy claro el llamamiento divino; el texto insinúa que del grupo de mujeres piadosas solamente Lidia se convirtió. Confirma así lo expuesto anteriormente; a menos de admitir una contradicción palmaria entre el propósito divino de salvar al mundo entero y la acción concreta de Dios, hay que reconocer que el llamamiento a ser cristiano no invita exclusivamente a la salvación propia, sino ante todo al testimonio ante el mundo.

Sólo con esta manera de ver se explica el comportamiento de Pablo en su labor misionera: “De ese modo, dando la vuelta desde Jerusalén hasta Iliria, he completado el anuncio de la buena noticia de Cristo… Las más de las veces ha sido eso precisamente lo que me ha impedido ir a visitaros; ahora, en cambio, no tengo ya campo de acción en estas regiones” (Rom 15,19.22-23).

Es más que evidente que el porcentaje de cristianos era aún muy escaso en Siria, Asia Menor y Grecia; sin embargo, Pablo, establecido el testimonio, siente que su misión allí ha terminado y que le toca implantarlo en otros territorios.

La obra se continúa por la presencia y la actividad de las comunidades; una vez que existe el polo de atracción, los nuevos llamados sentirán su magnetismo y encontraron la puerta.

La conversión de Lidia, narrada hace un momento, da pretexto para otra consideración. Era una vendedora de púrpura, ni aristócrata, ni culta, ni influyente. ¿Qué colaboradores se elige Dios? Otro pasaje, esta vez de san Pablo, propone el mismo problema. Se dirige a los corintios y observa: “Y si no, hermanos, fijaos a quiénes os llamó Dios: no a muchos intelectuales ni a muchos poderosos ni a muchos de buena familia; todo lo contrario” (1 Cor 1,26-27). La presencia en la Iglesia de gente modesta y mediocre ha irritado y escandalizado a algunos. Y, sin embargo, es una gran lección que Dios da: lo único que salva es el amor, no la ciencia, el poder o la influencia; y capaces de amar son todos. Al escoger lo que no cuenta, o en frase algo despechada de san Pablo “lo necio, lo débil, lo plebeyo, lo despreciado, lo que no existe, Dios anula todo pretexto para blindar el corazón, humilla toda pretensión de obtener vida sin amar.

Si la salvación es para todo hombre, tiene que estar al alcance de todos y en toda época; no puede consistir por tanto, en ciencia, linaje o poder. Consiste en amar, y eso pueden enseñarlo los humildes de la Iglesia. Por eso el mensaje no consiste en milagros o en saber sino en Cristo crucificado (1 Cor 1,22-23), expresión suprema de amor a Dios y al hombre.

Ciencia y posición pueden ser mediadoras de amor; a los ojos de Dios, tanto valdrán cuanto lo sean. Pero para mostrar la vocación cristiana en su estado puro eligió Dios a los que no podían más que amar; así se evitaban equívocos. Como además el amor es don suyo, “ningún mortal podrá engallarse ante Dios” (1 Cor 1,29).

Cambian los tiempos, mas la lección perdura. Bajo las mil fisonomías de los grupos cristianos y las mil formas de sus actividades debe irradiar el mismo calor; en todos los ojos tiene que brillar el mismo vino (Ef 5,18).

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