sábado, 2 de enero de 2010

CAP.I.3 La denuncia.

Cap I.3
La denuncia.

La misión de los cristianos, como la de Cristo, no consiste solamente en dar ejemplo, sino también en denunciar la maldad del mundo. Recordemos un pasaje evangélico. Era el tiempo de la peregrinación nacional a Jerusalén con motivo de la fiesta de las Chozas. Los parientes de Jesús lo incitaban a subir a la capital y aprovechar la circunstancia para hacer milagros ante la multitud y obtener fama. No comprendían que se quedara en la provincia, desperdiciando ocasión tan propicia para hacerse popular. Jesús rechaza la invitación, para él no es el momento; para ellos lo mismo daba un momento u otro. Él se está enfrentando con el mundo y la tensión aumenta; a ellos el mundo no los molesta porque son suyos, a Cristo, en cambio, lo aborrece, porque pone en evidencia que sus acciones son malas (Jn 7,3-7).

El mundo reserva sus zarpazos para el que se atreve a contradecirlo. Su maldad hay que denunciarla primeramente con el género de vida, pero también con palabras si la coyuntura lo exige. Cristo, tan acogedor con pecadores, enfermos y niños, fue violento con los ambiciosos, hipócritas y piadosos explotadores (Mt 23; Lc 20,47) y no se recató de llamar un don nadie a Herodes el virrey (Lc 13,32).

La denuncia es parte de la misión profética de la Iglesia. Debiendo estar libre de toda ambición humana, puede y debe denunciar las fechorías de la sociedad, censurando con independencia, sobriedad y lealtad las injusticias y animando a solucionarlas. Si la Iglesia zahiriese el mal y alabase el bien sin distinción de campos y sin doblegarse ante lisonjas o amenazas, sería de verdad la conciencia del mundo y el acicate de la sinceridad humana.

Su norte es la visión del futuro prometido por Dios; cotejando las realizaciones humanas con el esplendor del reino, entrevisto en la esperanza, sabe que todas son penúltimas. Aunque este mundo vaya adelante, impulsado por Dios, nunca llegará a ser otra vez “muy bueno” (Gn 1,31) hasta que no se transforme en el nuevo cielo y la nueva tierra (Ap 21,1). Ante la sociedad que tiende siempre a consolidad el status quo, alzarán los cristianos nuevos ideales que la estimulen a avanzar.

Ni la tarea de la Iglesia ni la denuncia toca a todos los cristianos en igual medida. Según el estado social, las dotes personales y los dones que Dios dé, unos se comprometerán más y otros menos. Hay un denominador común, sin embargo: todos están obligados al perdón y a la fraternidad; también a la ayuda, según las posibilidades, “donde hay buena voluntad, Dios acepta lo que uno tenga, sin pedir imposibles” (2 Cor 8,12). La vocación cristiana no debe caer en el agobio ni en la dejadez. Cada uno, deseoso de cooperar, conducirá su tarea con entusiasmo tranquilo y eficaz. Quien vea que debe gritar, grite: el que estime más conducente callarse, que se calle. No a todos se pide lo mismo, ni todos son capaces.

Dios creó el mundo para comunicar su vida, haciendo al hombre libre y feliz en una sociedad de hermanos en que él mismo había de habitar: el reino de Dios.

Se interpone un obstáculo a su plan, el egoísmo del hombre, el pecado, que provoca la discordia y la enemistad, la injusticia y la explotación. Las zanjas abiertas entre los hombres cavan un abismo entre el hombre y Dios. El hombre se aliena irremediablemente y corre a la ruina.

Dios ama a su criatura e interviene en la historia para salvarla de la perdición y realizar su reino. La elección de Abrahán, el rescate de Egipto y la alianza con el pueblo son momentos cumbres de su acción, que prepara la llegada del Salvador.

Para salvar al hombre alejado, Dios se le acerca: envía a su Hijo, que se hace hombre y se liga a la humanidad con vínculos de hermano. Anuncia el reino y, para hacerlo posible, reconcilia en sí mismo con Dios a la naturaleza humana, entregándose por los hombres hasta la muerte, desarraigando así el egoísmo del pecado y anulando sus consecuencias.

Rechazado por su pueblo, pero exaltado por Dios, los que se adhieren a él forman el nuevo Israel. De esta manera se cumple la promesa hecha a Abrahán, que alcanzaba a todas las naciones. La fe en Jesús, Mesías y Señor, constituye a la Iglesia.

La Iglesia es la primicia del reino de Dios y se distingue del mundo porque en ella se verifican ya en cierto modo las notas del reino mismo. Es la unidad creada por Dios frente a la división del pecado, la comunidad de los salvados, que reconocen al Padre del cielo y a Jesucristo Señor. Su unidad en el amor fraterno es garantía para el mundo de la promesa del reino futuro. Renunciando a las ambiciones, causa de injusticia y discordia, queda libre para verificar en sí misma la igualdad entre los hombres, la solidaridad, la ayuda desinteresada, la sinceridad mutua. La libertad y alegría de la vida cristiana son el mejor testimonio del reino de Dios, ante el mundo agobiado por el dolor de la injusticia o la fiebre de la ambición.

La acción de Dios, sin embargo, no empieza por la Iglesia ni se amuralla en ella, se despliega en el mundo entero. La Iglesia está llamada a colaborar en esa labor de reconciliación universal, ayudando a demoler las barreras separadoras y a nivelar las desigualdades injustas. Reconocerá la mano de Dios en toda empresa que tienda a la liberación del hombre y a la humanización de la sociedad; prestará su modesto apoyo al bien y unirá su voz a los que denuncian el mal. Sin pretender su propia gloria, buscará que la sociedad madure y camine por sí misma, sabiendo que quien ama a su prójimo es candidato al reino, aunque no lleve la marca de dios visiblemente. Alabará a Dios porque concede al hombre su potencia, consciente de que cuanto menos necesite de ella el mundo es porque llega más hondo la acción oculta de Dios, que transfunde su vida a la humanidad. En cada paso humano hacia el bien verá la manecilla del reloj de Dios acercándose a la hora cero.

Entonces habrá nuevo cielo y nueva tierra; aparecerá, radiante con la gloria de Dios, la ciudad de las doce puertas con calles de oro transparente, la mansión de Dios con los hombres, cuyo sol es Cristo. Allí no habrá lágrimas, duelo, grito ni dolor, porque lo de antes ha pasado (Ap 21).

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