Cabe expresar la libertad en función de la fe; por ser ésta conciencia del amor de Dios, causa libertad. Cuanto mayor sea la percepción de ese amor, mayor libertad habrá; por eso pudo escribir san Pablo: "Hay quien tiene fe para comer de todo; otro, en cambio, que no tiene tanta, como sólo verduras" (Rom 14,2). El hombre de fe robusta, correlativa a una experiencia más intensa de Dios, es más libre; su ley no son reglas exteriores, sino el amor que lo ilumina. Su única norma es contribuir al bien del individuo y del grupo, o sea el respeto y la responsabilidad por los otros.
Viene aquí a propósito recordar la controversia de san Pablo con algunos cristianos de Corinto, que en nombre de la libertad se desentendían del prójimo. Se trataba de comer o no la carne sacrificada a los dioses paganos. Los emancipados esgrimían su slogan: "Todo me está permitido" (1 Cor 6,12); liberados gracias a Cristo, se han acabado los escrúpulos en el uso de las cosas. Deducían poder comportarse sin miramientos con nadie.
San Pablo aprueba el principio: es verdad que todo está permitido, es decir, que toda criatura es buena si se usa dando gracias a Dios. Pero ese principio es una abstracción y no tiene en cuenta el contexto en que la acción se desarrolla. Para la conducta concreta, el primer principio es distinguir lo que ayuda de lo que perjudica; esta norma es absoluta, siendlo la aplicación al caso particular del mandamiento de amar al prójimo, cuya exigencia elemental es no dañar a otro: "Uno que ama a su prójimo no le hace daño" (Rom 13,10). Traducida a nuestro lenguaje, esta exigencia se llamaría tener sentido de responsabilidad.
Poco antes hemos expuesto el nexo entre libertad y amor, como si fueran dos realidades diferentes. Podemos intentar ahora un análisis de su conexión intrínseca, que hará comprender la norma y el límite de la libertade.
El amor a los otros se compone de dos elementos: primero, el interés por ellos, que admite grados hasta culminar en la amistad; el que ama se siente responsable de la felicidad y el bien de los demás. El segundo elemento es la disposición o propensión a traducir en obra el buen deseo, tomando una decisión y ejecutando una acción que favorezca al otro; la capacidad de decisión es la libertad; la decisión misma es ya acto libre.
Los dos elementos del amor, benevolencia y beneficiencia, se identifican, por tanto, con la responsabilidad y la libertad del que ama. La responsabilidad por el otro, en toda su gama de interés, estima, cariño o afecto, señala el objetivo a la libertad. Esta busca un prójimo a quien dedicarse, y la responsabilidad se lo muestra. Una libertad irresponsable, que no se preocupa del bien o daño del prójimo, como era el caso de los corintios, cae víctima del egoísmo o es propia de atolondrados que no viven a nivel reflexivo.
Fuera del ámbito de la responsabilidad, que es su área vital, la libertad perjudica a los otros y se destruye a sí misma, de golpe o poco a poco, según la gravedad de las decisiones egoístas que tome. Privada de objetivo cordial, acabará sometiéndose a los propios instintos y ambiciones, que la irán encadenando hasta anularla. Para existir ha de ser responsable o, lo que es lo mismo, ha de vivir como elemento activo del amor. Si sale de esta atmósfera, respira el gas tóxico del egoísmo.
El límite de la libertad es, por tanto, el mismo que el del amor, y éste no conoce límite extrínseco, sino su misma naturaleza, en virtud de su componente de responsabilidad. Pongamos algún ejemplo. Amar a otro es buscar su bien y felicidad en el contexto de un grupo a que también se ama; el amor a todos, por tanto, encauza y limita el amor a cada uno; no se puede procurar el bien de un individuo con daño del resto de la comunidad. Limitándonos ahora al individuo mismo, el amor, que por ser fruto del Espíritu es inteligente, no ha de cerrar su diafragma hasta reducirlo al presente momentáneo; considerando el futuro del individuo, puede exigir la renuncia a beneficios inmediatos. Por otra parte, el amor excluye la amargura, el desánimo y la tristeza: "Espera siempre"; esto no obstante, el bien de la persona puede aconsejar el reproche razonable o la desaprobación manifestada.
Volviendo a los corintios, éstos se engañaban al fomentar su egoísmo bajo capa de libertad. Daban gracias a Dios por los alimentos, pero sin tener en cuenta a los hermanos (1 Cor 8,9-12); separaban a Dios de la responsabilidad por el prójimo, y esa hendidura es la bocacalle del pecado.
Cundía entre ellos un espíritu individualista que los incitaba a gozar de sus dones a solas, sin ponerlos al servicio ajeno. La persuasión de saber más y mejor que los otros, o como lo expresaban ellos, de "tener conocimiento", los engreía. San Pablo les recuerda que la vocación cristiana es social y que lo constructivo no es el saber individualista, sino el amor que Dios da (ibíd. 8,2-3). El Apóstol no niega la libertad, de la que él tenía más conciencia que nadie, niega una libertad sin norte, irresponsable, que fatalmente se ponía al servicio del egoísmo: "Cuidado con que esa libertad vuestra no haga tropezar a los inseguros..., tu conocimiento llevará al desastre a tu hermano por quien Cristo murió" (ibíd 8.9-11). Su conclusión personal era que la libertad se orienta y se limita a sí misma al sentirse responsable por los demás: "Si por cuestión de alimento peligra un hermano mío, nunca volveré a comer carne" (ibíd. 8,13). Es instructivo observar que Pablo, ante la libertad dañosa de los corintios, no la limita dando normas, la educa suscitando con su argumentación el sentido de responsabilidad por los otros. Educar al hombre no consiste en encerrarlo en preceptos que lo coarten, sino en despertar su estima, respeto e interés por el prójimo, haciéndolo un individuo responsable. Todo otro procedimiento es ineficaz y, a la larga, contraproducente.
La liberación es requisito para la libertad y, por tanto, también para el amor fraterno. Quien está mediatizado por temores, ambiciones o coacciones no puede decidir libremente por el bien del prójimo; sus opciones caen siempre en el lazo de la pusilanimidad, del interés o del sometimiento. Por eso Cristo libera del temor a los hombres, de los cepos de la ambición y de la esclavitud de la Ley: "Para que seamos libres nos ha liberado Cristo" (Gál 5,1).
El concepto de responsabilidad propuesto se tiñe de varios matices, que E. Fromm distingue delicadamente. Apoyándose en el verbo "responder", del que se deriva responsabilidad, señala con ella una característica del amor, la de ser respuesta a las necesidades o demandas expresadas por otro y, muchomás, de las no expresadas; subraya así el tacto y la vigilancia que acompañan al amor verdadero. Otra cualidad que Fromm distingue es la del respeto; significa que nuestra decisión por el bien de los demás no debe en lo más mínimo intentar deformarlos, sino procurar el crecimiento de la persona en la línea suya propia. El amor verdadero reconoce que el otro es imagen original e irrepetible de Dios, diferente de la que uno representa. El derecho de crear a su propia imagen es exclusivo de Dios; cuando el hombre pretende usurparlo y se pone a fabricar imágenes de sí mismo, se convierte en tirano; basta recordar cuántos traumas psicológicos se originan por la torpe pretensión de los padres de amoldar a sus hijos a un patrón preconcebido. El amor cristiano se esfuerza por ayudar al otro a ser él mismo.
Un amor que deforma es pernicioso y, por tanto, no es amor. Es un apego dominador o simbiótico, enreizado en deseos o temores inconfesados. Este falso amor es propio del que no es libre interiormente. La falta de libertad le hace tener miedo o celos de las posibilidades o peculiaridades ajenas y pretende acoplar al otro a su propio molde. Puede también ocultar un egoísmo refinado que puja por mantener al otro en la propia órbita, impidiendo la otra del Espíritu.
Juan Mateos. Más allá del Cristianismo Convencional. ¿Qué es eso de ser cristiano? Para Mateos - y también para Pablo -, la vida cristiana es, ante todo, algo "profético" testimonio de la unidad y felicidad propia del Reino, tarea de reconciliación entre los hombres y denuncia de la maldad que la impide.
JUAN MATEOS.
CRISTIANOS EN FIESTA EN PDF.
ÍNDICE DE CRISTIANOS EN FIESTA.
domingo, 30 de mayo de 2010
Espíritu y libertad
El principio de liberación es el Espíritu: "Donde hay Espíritu del Señor hay libertad" (2 Cor 3,17). El Espíritu es fuerza y amor o, quizá mejor, la fuerza del amor de Dios. Por ser amor, hace que el cristiano se sienta libre; por ser fuerza y dinamismo, traduce la libertad en obras de amor mutuo. Al infundir libertad y amor, el Espíritu es principio de alegría y experiencia de salvación; es el vino que el cristiano puede beber hasta embriagarse (Ef 5,18); él es espontaneidad, iniciativa inesperada; así lo subraya san Juan, afirmando que quien nace del Espíritu es como el Espíritu mismo, que no se sabe de dónde viene ni adónde va (Jn 3,8). Amor, libertad, alegría son la vida cristiana, según la describe el Nuevo Testamento.
Esta visión de la vida es el polo opuesto del legalismo. De hecho, los argumentos usados por san Pablo para combatir la doctrina farisea de la perfección por la observancia de la Ley son válidos contra toda ley, no solamente contra la de Moisés. Cristo libera al hombre de la constricción de toda ley exterior. El régimen de ley es régimen de maldición (Gál 3,10), porque vivir sujetos a la ley significa estar bajo el dominio del pecado (Rom 6,14).
La única Ley del Nuevo Testamento es la del Espíritu. Esta no consiste en un nuevo código de enseñanzas más elevadas y preceptos más sublimes, sino en un dinamismo interior, en una fuente de energía. La escena de Pentecostés descrita en los Hechos de los Apóstoles quiere significar precisamente esto: aquella fiesta conmemoraba el día en que Moisés dio la Ley a Israel en el Sinaí; y el mismo día baja la nueva Ley, el Espíritu Santo, sobre todos y cada uno de los miembros de la Iglesia allí reunidos (Hch 1,14; 2,1). En la Iglesia no hay más ley que el Espíritu que vive en cada cristiano; él ha tomado el lugar de todo código, antiguo y moderno.
Por eso la ley entera se condensa en un mandamiento: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Gál 5,14), porque el amor no es primariamente una norma de conducta, sino de fuerza, y solamente un dinamismo interior es capaz de cambiar al hombre y darle vida; la letra externa mata (2 Cor 3,6).
El dinamismo del Espíritu fructifica en una conducta, que podemos explicitar con san Pablo en los aspectos del amor fraterno: "El amor es paciente, es afable, el amor no tiene envidia, no se jacta ni se engríe, no es grosero ni busca lo suyo, no se exaspera ni lleva cuentas del mal, no simpatiza con la injusticia, simpatiza con la verdad. Disculpa siempre, se fía siempre, espera siempre, aguanta siempre" (1 Cor 13,4-7).
Este es el amor que Dios ha derramado en nuestros corazones dándonos el Espíritu Santo (Rom 5,5); así, lo que era imposible a la Ley, reducida a la impotencia por los bajos instintos, lo ha hecho Dios (ibíd 8,3), y el ideal que proponía la Ley puede realizarse en nosotros que procedemos dirigidos por el Espíritu (ibíd 8,4).
El ideal moral se realiza ahora no por coacción exterior, sino por impulso interno; aquélla era condición de esclavos, la condición de hijos consiste en dejarse guiar por el Espíritu de Dios (Rom 8,14).
No está ausente en el cristiano el antagonismo entre el Espíritu de Dios y los bajos deseos, que incitan a la inmoralidad, al rencor, rivalidad y partidismo (Gál 5,19). Hay que esforzarse por ser dócil a la dirección del Espíritu de Dios. Dada esta situación imperfecta, se entiende el papel que pueda jugar la guía de las leyes en la situación concreta del cristiano. Pero antes conviene considerar la autolimitación que se impone la libertad cristiana, dictada por su esencia de amor al prójimo.
Esta visión de la vida es el polo opuesto del legalismo. De hecho, los argumentos usados por san Pablo para combatir la doctrina farisea de la perfección por la observancia de la Ley son válidos contra toda ley, no solamente contra la de Moisés. Cristo libera al hombre de la constricción de toda ley exterior. El régimen de ley es régimen de maldición (Gál 3,10), porque vivir sujetos a la ley significa estar bajo el dominio del pecado (Rom 6,14).
La única Ley del Nuevo Testamento es la del Espíritu. Esta no consiste en un nuevo código de enseñanzas más elevadas y preceptos más sublimes, sino en un dinamismo interior, en una fuente de energía. La escena de Pentecostés descrita en los Hechos de los Apóstoles quiere significar precisamente esto: aquella fiesta conmemoraba el día en que Moisés dio la Ley a Israel en el Sinaí; y el mismo día baja la nueva Ley, el Espíritu Santo, sobre todos y cada uno de los miembros de la Iglesia allí reunidos (Hch 1,14; 2,1). En la Iglesia no hay más ley que el Espíritu que vive en cada cristiano; él ha tomado el lugar de todo código, antiguo y moderno.
Por eso la ley entera se condensa en un mandamiento: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Gál 5,14), porque el amor no es primariamente una norma de conducta, sino de fuerza, y solamente un dinamismo interior es capaz de cambiar al hombre y darle vida; la letra externa mata (2 Cor 3,6).
El dinamismo del Espíritu fructifica en una conducta, que podemos explicitar con san Pablo en los aspectos del amor fraterno: "El amor es paciente, es afable, el amor no tiene envidia, no se jacta ni se engríe, no es grosero ni busca lo suyo, no se exaspera ni lleva cuentas del mal, no simpatiza con la injusticia, simpatiza con la verdad. Disculpa siempre, se fía siempre, espera siempre, aguanta siempre" (1 Cor 13,4-7).
Este es el amor que Dios ha derramado en nuestros corazones dándonos el Espíritu Santo (Rom 5,5); así, lo que era imposible a la Ley, reducida a la impotencia por los bajos instintos, lo ha hecho Dios (ibíd 8,3), y el ideal que proponía la Ley puede realizarse en nosotros que procedemos dirigidos por el Espíritu (ibíd 8,4).
El ideal moral se realiza ahora no por coacción exterior, sino por impulso interno; aquélla era condición de esclavos, la condición de hijos consiste en dejarse guiar por el Espíritu de Dios (Rom 8,14).
No está ausente en el cristiano el antagonismo entre el Espíritu de Dios y los bajos deseos, que incitan a la inmoralidad, al rencor, rivalidad y partidismo (Gál 5,19). Hay que esforzarse por ser dócil a la dirección del Espíritu de Dios. Dada esta situación imperfecta, se entiende el papel que pueda jugar la guía de las leyes en la situación concreta del cristiano. Pero antes conviene considerar la autolimitación que se impone la libertad cristiana, dictada por su esencia de amor al prójimo.
viernes, 28 de mayo de 2010
Libertad cristiana.
Dios dio al hombre el dominio de la creación, constituyéndolo señor de la tierra; pero el hombre se sometió a la tierra, haciéndose esclavo de los elementos del mundo; el dominio, el cambio, lo ejercitó sobre su semejante. Cristo, liberándolo de la esclavitud y del egoísmo, le señala el sendero de la ayuda a los demás y el sacrificio por ellos. Seguir ese camino es crecer en libertad; escoger el opuesto es volver a la servidumbre.
La capacidad de amar es proporcional a la libertad de que se goza; Cristo amó hasta el final porque era libre hasta el fondo de su ser. Toda atadura de pecado o de temor es impedimento para el amor y la dedicación. Por eso san Pablo proclama tan alto su libertad cristiana: "Soy libre y nadie es mi amo" (1 Cor 9,19), y la recomienda a los cristianos: "Pagaron para compraros, no os hagáis esclavos de hombres" (ibid.7,27); "no somos hijos de esclava, sino de la mujer libre" (Gál 4,31); "para que seamos libres nos ha liberado Cristo..., no os dejéis atar de nuevo al yugo de la esclavitud" (ibíd. 5,1). Incluso quien socialmente era esclavo debía eliminar de sí el espíritu servil: "Si el Señor ha llamado a uno que era esclavo, el Señor le ha dado la libertad" (1 Cor 7,22).
La libertad es efecto y expresión de la nueva condición de hijos, de la mayoría de edad del hombre proclamada por Cristo:
"Mientras el heredero es menor de edad, en nada se diferencia de un esclavo, pues, aunque es dueño de todo, lo tienen bajo tutores y curadores hasta la fecha fijada por su padre. Igual nosotros, cuando éramos menores, estábamos esclavizados por lo elemental del mundo.
"Pero cuando se cumplió el plazo envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, sometido a la ley, para rescatar a los que estaban sometidos a la ley, para que recibiéramos la condición de hijos. Y la prueba de que sois hijos es que Dios envió a vuestro interior el Espíritu de su Hijo que grita: ¡Abba! ¡Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo, y si eres hijo, eres también heredero por obra de Dios" (Gál 4,1-7).
Antes de que viniera Cristo, los hombres, aun siendo hijos de Dios, estaban de hecho en condición de esclavos, "prisioneros del pecado", "custodiados por la ley", "esclavizados por lo elemental" (Gál 3,22-23; 4.3), sometidos a la niñera: "La Ley fue nuestra niñera, hasta que llegase Cristo y fuéramos rehabilitados por la fe" (ibíd. 3,24).
La fe en Cristo hace al hombre mayor de edad, hijo adulto e imagen del Hijo, y, según lo expresa san Pablo en términos de su cultura, recibe la túnica que muestra su nueva condición: "Porque todos, al ser bautizados para vincularlos a Cristo, os vestisteis de Cristo" (Gál 3,27). La nueva dignidad de hijos quita toda importancia a las diferencias anteriores: "Se acabó el judío y el griego (diferencia de raza y cultura), el siervo y el libre (de clase social), el varón y la hembra (de sexo): vosotros hacéis todos uno con Cristo Jesús" (ibíd. 28).
La prueba de que somos hijos de Dios no es un acto jurídico exterior, sino una experiencia interna del Espíritu, que inaugura una nueva relación con Dios, semejante a la de Cristo; la intimidad y la confianza con Dios se expresan en el apelativo "Padre mío" (Abba). El Espíritu de Cristo nos hace parecidos a él, hijos adultos que tratan familiarmente con su Padre, que aceptan las tareas que él les encarga, con disponibilidad libre y cariñosa. San Pablo insiste: "Ya no eres esclavo, sino hijo y heredero" (Gál 4,7); en este supuesto de dignidad y libertad se ejercita la obediencia a Dios.
Poseyendo el mismo Espíritu, todos los hombres tienen acceso al Padre (Ef 2,18), "gracias a Cristo todos tenemos libre acceso con la confianza que da la fe en él" (ibíd. 3,12). La puerta de Dios no está controlada por ningún hombre, es el Espíritu mismo quien hace entrar y aleja todo temor: "Mirad, no recibisteis un Espíritu que os haga esclavos y os vuelva al temor, recibisteis un Espíritu que os hace hijos y que os permite gritar: ¡Abba! ¡Padre!" (Rom 8,15).
San Pablo parece haber penetrado más que ningún otro el mensaje de mayoría de edad promulgado por Cristo. Sólo él lo propone explícitamente, con su corolario: que el hombre ha superado todo lo elemental, todos los rudimentos esclavizadores (Gál 4,3.9). El cambio de situación puede resumirse en un texto: "Ahora, en cambio, al morir a lo que nos tenía cogidos, quedamos exentos de la Ley; así podemos servir en virtud de un espíritu nuevo, no de un código anticuado" (Rom 7,6).
El Apóstol lleva a la práctica su doctrina en Corinto, donde la comunidad debe regirse prácticamente por sí sola, bajo la inspección más bien lejana del Apóstol. La inmadurez de los corintios, bien aparente en muchos pasajes de las cartas, no hizo que Pablo les limitase la libertad; la mayoría de edad dada por Cristo, ninguno tenía autoridad para coartarla, se identificaba con el don del Espíritu conferido en el bautismo. El Apóstol se mantiene en el diálogo con la comunidad, reprocha, aconseja; a veces, manda; pero siempre dando razones para persuadir, como a hombres adultos, nunca imponiendo simplemente su parecer. Hay que alcanzar la madurez con el uso mismo de la libertad, arriesgándose al error.
No conocemos el resultado de aquella línea de conducta; pero en cartas posteriores a san Pablo, como las pastorales, aparece una organización eclesiástica bastante más conforme a los antiguos patrones religiosos. La Iglesia no siguió en su conjunto la línea de san Pablo; se insistió mucho menos en la acción del Espíritu, y la fe misma se consideró más como la fidelidad a un depósito que como una respuesta espontánea y personal a la revelación del amor de Dios.
Nos parece que el cambio se explica porque la época no estaba madura. Cuando la esclavitud era una institución social aceptada y el sentido de dependencia estaba tan arraigado, no podía parecer real un don tan extraordinario. La misma situación de miseria económica, de inseguridad, hacían al hombre servil. Pero había que meter la levadura en la masa, para que fermentase a su tiempo. Hasta que no ha llegado la época de la liberación social del hombre no se ha podido entender el ámbito de la liberación efectuada por Cristo y actuada por san Pablo. Aparece aquí probablemente uno de los efectos más visibles de la acción del Señor en la humanidad entera; nos referimos a las sucesivas revoluciones que han marcado la historia, cambiando sus estructuras sociales y llevando al hombre a una mayor emancipación, libertad e independencia. Parece que Dios las iba suscitando para crear ambiente a su evangelio; de hecho, los cristianos entienden ahora mejor que hace unos siglos su vocación a la libertad. Dios ha empezado por lo civil y, liberando al hombre en el mundo, lo ha liberado en la Iglesia. Ella fue la primera en recibir el mensaje y comienza a darse cuenta de su vocación de pionera; va tomando como propia la causa de la libertad y madurez del hombre.
La lucha no se combate únicamente en lo exterior, sino paralelamente en la liberación interior de la superstición, el temor y el servilismo. Pero la libertad es un riesgo, y como han demostrado acontecimientos recientes, muchos prefieren abdicar y cederla a uno que suma la responsabilidad de las decisiones; el hombre rehúye la libertad. Para animar al mundo a ser lo que Dios quiere, la Iglesia debería esmerarse en mostrar la seriedad y la alegría del hombre verdaderamente libre.
La capacidad de amar es proporcional a la libertad de que se goza; Cristo amó hasta el final porque era libre hasta el fondo de su ser. Toda atadura de pecado o de temor es impedimento para el amor y la dedicación. Por eso san Pablo proclama tan alto su libertad cristiana: "Soy libre y nadie es mi amo" (1 Cor 9,19), y la recomienda a los cristianos: "Pagaron para compraros, no os hagáis esclavos de hombres" (ibid.7,27); "no somos hijos de esclava, sino de la mujer libre" (Gál 4,31); "para que seamos libres nos ha liberado Cristo..., no os dejéis atar de nuevo al yugo de la esclavitud" (ibíd. 5,1). Incluso quien socialmente era esclavo debía eliminar de sí el espíritu servil: "Si el Señor ha llamado a uno que era esclavo, el Señor le ha dado la libertad" (1 Cor 7,22).
La libertad es efecto y expresión de la nueva condición de hijos, de la mayoría de edad del hombre proclamada por Cristo:
"Mientras el heredero es menor de edad, en nada se diferencia de un esclavo, pues, aunque es dueño de todo, lo tienen bajo tutores y curadores hasta la fecha fijada por su padre. Igual nosotros, cuando éramos menores, estábamos esclavizados por lo elemental del mundo.
"Pero cuando se cumplió el plazo envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, sometido a la ley, para rescatar a los que estaban sometidos a la ley, para que recibiéramos la condición de hijos. Y la prueba de que sois hijos es que Dios envió a vuestro interior el Espíritu de su Hijo que grita: ¡Abba! ¡Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo, y si eres hijo, eres también heredero por obra de Dios" (Gál 4,1-7).
Antes de que viniera Cristo, los hombres, aun siendo hijos de Dios, estaban de hecho en condición de esclavos, "prisioneros del pecado", "custodiados por la ley", "esclavizados por lo elemental" (Gál 3,22-23; 4.3), sometidos a la niñera: "La Ley fue nuestra niñera, hasta que llegase Cristo y fuéramos rehabilitados por la fe" (ibíd. 3,24).
La fe en Cristo hace al hombre mayor de edad, hijo adulto e imagen del Hijo, y, según lo expresa san Pablo en términos de su cultura, recibe la túnica que muestra su nueva condición: "Porque todos, al ser bautizados para vincularlos a Cristo, os vestisteis de Cristo" (Gál 3,27). La nueva dignidad de hijos quita toda importancia a las diferencias anteriores: "Se acabó el judío y el griego (diferencia de raza y cultura), el siervo y el libre (de clase social), el varón y la hembra (de sexo): vosotros hacéis todos uno con Cristo Jesús" (ibíd. 28).
La prueba de que somos hijos de Dios no es un acto jurídico exterior, sino una experiencia interna del Espíritu, que inaugura una nueva relación con Dios, semejante a la de Cristo; la intimidad y la confianza con Dios se expresan en el apelativo "Padre mío" (Abba). El Espíritu de Cristo nos hace parecidos a él, hijos adultos que tratan familiarmente con su Padre, que aceptan las tareas que él les encarga, con disponibilidad libre y cariñosa. San Pablo insiste: "Ya no eres esclavo, sino hijo y heredero" (Gál 4,7); en este supuesto de dignidad y libertad se ejercita la obediencia a Dios.
Poseyendo el mismo Espíritu, todos los hombres tienen acceso al Padre (Ef 2,18), "gracias a Cristo todos tenemos libre acceso con la confianza que da la fe en él" (ibíd. 3,12). La puerta de Dios no está controlada por ningún hombre, es el Espíritu mismo quien hace entrar y aleja todo temor: "Mirad, no recibisteis un Espíritu que os haga esclavos y os vuelva al temor, recibisteis un Espíritu que os hace hijos y que os permite gritar: ¡Abba! ¡Padre!" (Rom 8,15).
San Pablo parece haber penetrado más que ningún otro el mensaje de mayoría de edad promulgado por Cristo. Sólo él lo propone explícitamente, con su corolario: que el hombre ha superado todo lo elemental, todos los rudimentos esclavizadores (Gál 4,3.9). El cambio de situación puede resumirse en un texto: "Ahora, en cambio, al morir a lo que nos tenía cogidos, quedamos exentos de la Ley; así podemos servir en virtud de un espíritu nuevo, no de un código anticuado" (Rom 7,6).
El Apóstol lleva a la práctica su doctrina en Corinto, donde la comunidad debe regirse prácticamente por sí sola, bajo la inspección más bien lejana del Apóstol. La inmadurez de los corintios, bien aparente en muchos pasajes de las cartas, no hizo que Pablo les limitase la libertad; la mayoría de edad dada por Cristo, ninguno tenía autoridad para coartarla, se identificaba con el don del Espíritu conferido en el bautismo. El Apóstol se mantiene en el diálogo con la comunidad, reprocha, aconseja; a veces, manda; pero siempre dando razones para persuadir, como a hombres adultos, nunca imponiendo simplemente su parecer. Hay que alcanzar la madurez con el uso mismo de la libertad, arriesgándose al error.
No conocemos el resultado de aquella línea de conducta; pero en cartas posteriores a san Pablo, como las pastorales, aparece una organización eclesiástica bastante más conforme a los antiguos patrones religiosos. La Iglesia no siguió en su conjunto la línea de san Pablo; se insistió mucho menos en la acción del Espíritu, y la fe misma se consideró más como la fidelidad a un depósito que como una respuesta espontánea y personal a la revelación del amor de Dios.
Nos parece que el cambio se explica porque la época no estaba madura. Cuando la esclavitud era una institución social aceptada y el sentido de dependencia estaba tan arraigado, no podía parecer real un don tan extraordinario. La misma situación de miseria económica, de inseguridad, hacían al hombre servil. Pero había que meter la levadura en la masa, para que fermentase a su tiempo. Hasta que no ha llegado la época de la liberación social del hombre no se ha podido entender el ámbito de la liberación efectuada por Cristo y actuada por san Pablo. Aparece aquí probablemente uno de los efectos más visibles de la acción del Señor en la humanidad entera; nos referimos a las sucesivas revoluciones que han marcado la historia, cambiando sus estructuras sociales y llevando al hombre a una mayor emancipación, libertad e independencia. Parece que Dios las iba suscitando para crear ambiente a su evangelio; de hecho, los cristianos entienden ahora mejor que hace unos siglos su vocación a la libertad. Dios ha empezado por lo civil y, liberando al hombre en el mundo, lo ha liberado en la Iglesia. Ella fue la primera en recibir el mensaje y comienza a darse cuenta de su vocación de pionera; va tomando como propia la causa de la libertad y madurez del hombre.
La lucha no se combate únicamente en lo exterior, sino paralelamente en la liberación interior de la superstición, el temor y el servilismo. Pero la libertad es un riesgo, y como han demostrado acontecimientos recientes, muchos prefieren abdicar y cederla a uno que suma la responsabilidad de las decisiones; el hombre rehúye la libertad. Para animar al mundo a ser lo que Dios quiere, la Iglesia debería esmerarse en mostrar la seriedad y la alegría del hombre verdaderamente libre.
jueves, 27 de mayo de 2010
Libertad y amor.
Dos caminos se cruzan ante el hombre: uno, el egoísmo, lleva a vivir para sí; el otro, la hermandad y la dedicación, a vivir para los demás. Cada opción egoísta mengua las posibilidades de altruismo; va minando la propia libertad hasta caer en la esclavitud al propio yo, que es el pecado.
Para usar rectamente la libertad hay que enfrentarse con el otro como persona, respetando su calidad humana; la hermandad pide igualdad y que los pies se apoyen en la misma tierra. En cambio, si se considera al otro como objeto y se le mira desde plataforma elevada del yo, la relación que se instaura es la de explotación, en forma sutil o descarada. El egoísmo, por tanto, destruye la relación personal, que sólo se da entre quienes se consideran fundamentalmente iguales. El hombre libre es capaz de abrir su puerta y encontrar a los otros en la calle; el egoísta la abre únicamente para encerrar a los demás en su mazmorra. El primero reconoce la estatura humana de su prójimo y lo mira de igual a igual; el segundo lo reduce a un pigmeo y lo usa para subirse encima.
El hombre liberado, exento de opresión y temores, crea nuevos vínculos de solidaridad y amor. Sólo la estima y la amistad vinculan sin esclavizar; amar es crear con los demás vínculos de libertad. De hecho, el hombre no puede vivir despegado de todo; anudará relaciones, buenas o malas; si no de amor, de temor, sea dominando o sometiéndose. Al negarse a la relación del amor se encadena a otras que lo destruyen.
Quien imita a Dios y ama como él suscita libertad y vida. Así se comportaba Cristo con pecadores y descreídos, a pesar de los reproches de los fariseos (Mt 9,11); ofrecía su amistad haciéndose comensal, su mano iba a la fuente con manos de ladrones. La indignación o la reprimenda no redimen, por ser coacción y no originar una respuesta libre; sólo la revelación del amor suscita la respuesta libre, el vínculo de entrega voluntaria que, respecto a Dios, es la fe.
Sentirse amado hace sentirse libre. Mientras se nota en torno la indiferencia, la hostilidad o el odio, cuesta serlo. Sólo en ambiente de estima y amistad se es libre sin esfuerzo. Lo extraordinario de Cristo fue su libertad total en atmósfera de incomprensión por parte de sus discípulos y de enemiga por parte de las autoridades judías. Cristo quiso a los que no lo querían, y su grito en la cruz: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?", queja de una fe desolada, brotó quizá de no sentir siquiera el amor del Padre que lo había acompañado siempre.
Cuando Jesús llega al colmo del sufrimiento, el Padre se retira; no quiere que la decisión de morir por los hombres sea resultado de un apoyo exterior, sino plenamente libre, toda de Jesús mismo. Si Cristo se hubiera sentido sostenido por un consuelo, la muerte no habría sido enteramente suya, el mérito habría estado compartido. Él había de llegar solo al heroísmo total, sin que entrase en su decisión ningún factor externo. Cristo llega a la cima de la fe y de la entrega: "Dios mío, Dios mío", pero en una sequedad absoluta, sin sentir el cariño del Padre: "¿Por qué me has abandonado?". Es el acto adulto por excelencia, sin sonrisa ni caricia. También el amor del Padre llega a su colmo al querer que su Hijo sea hombre plenísimamente, que tome él sólo su máxima decisión adulta y responsable. La omnipresencia se usó para hacer al hombre más libre; Dios ocultó su poder para que el hombre creciera.
Pero el Padre no era mero espectador: él estaba en el Hijo; la agonía de Cristo tocaba también al Pdre. El Padre es como su Hijo (Jn 14,9); si el Hijo es amor que sufre y se sacrifica, así es el Padre. Decir que Dios es impasible significa que nada humano puede cambiar su ser ni modificar su designio: Dios es amor sin vacilaciones, compacto y sin fisuras. Su ser y su voluntad son amor constante; pero ¿han de ser despego insensible?, ¿reacciona sólo por voluntad fría?, ¿hay en Dios una serenidad olímpica que no se solidariza con el dolor de su criatura?
Impasible e insensible no son sinónimos. El primero es un término filosófico que denota la absoluta libertad de Dios y la perennidad de su ser, nunca condicionadas por su creación. Insensible, en cambio, no es un término filosófico, sino vital. Y no hay que olvidar que el símbolo Padre, que se aplica a Dios, parte de una realidad humana. Lo menos que puede significar es amor, preocupación por los hijos. ¿Ha de excluir el dolor por ellos? El ser de Dios es ciertamente un misterio sin límite y no podemos conocerlo más que por que él se ha revelado, sobre todo en Jesucristo, "reflejo de su gloria e impronta de su ser" (Heb 1,3). Hay, sin duda, en Dios abismos inaccesibles a toda comprensión humana. Pero él nos ha revelado rasgos suyos que pueden conceptuarse -imperfectísimamente, por supuesto, pero con verdad- en palabras de hombres, y el principal de todos es que es Padre.
Como Padre, es todo lo contrario de un tirano. Su amor sabe esperar, no constriñe la libertad. En la parábola del hijo pródigo lo deja marchar y no va a aliviarlo en su miseria para que la decisión de volver fuera plenamente suya; lo espera, sin embargo, y le sale al encuentro en cuanto vuelve. El hombre es libre de correr su aventura, el Padre no se ofende; aunque el joven se porte mal, es siempre hijo y objeto de su amor. Queriéndolo como lo quiere, sabe, sin embargo, esperar en la crisis y dejar que su hijo madure; el retorno será libre, no impuesto ni forzado. El amor no excluye dejar que el hijo sufra, si es para su bien y crecimiento.
A la vuelta, no tolera que su hijo se humille: lo besa, interrumpe sus palabras contritas, lo viste de gala, le pone el anillo. Su amor no pide triunfos, sólo despertar amor; ésa es su victoria.
En el Calvario; Dios está presente, pero se oculta, abandona; no muestra poder, sino renuncia al poder, vulnerable impotencia: se expone a la llaga, se deja herir por el hombre. Omnipotente es el amor capaz de sobrellevarlo todo. Dios es el amor que puede resistirlo todo sin apagarse, sin convertirse en odio o tomar venganza. Puede darlo todo sin pedir nada, puede darse por quien lo desprecia, lo ignora o lo insulta; sabe retirarse por el bien del mundo, quedar en segundo término, a riesgo de ser negado; sabe hacer el bien sin imponerse, porque, de lo contrario, la respuesta que obtendría no sería amor, sino miedo y sumisión forzada; para no menguar la libertad del que recibe, ama discretamente, sin absorver ni deslumbrar, casi de incógnito, por alusiones, sugerencias o indicios. Quiere que la persona crezca, que sea más libre y responsable, y por eso se mostrará cada vez menos. A medida que el hombre comprenda más, más se retirará de él, pues le irá pasando la iniciativa. Cuanto más libre e independiente sea el hombre, más recatado será Dios. Así el hombre puede encontrarlo en el terreno de la pura amistad, no en el socorro.
Pero ese amor discreto es invencible. El domingo sigue al viernes y Dios reivindica su amor, desplegando la fuerza de su brazo. Es omnipotente porque tiene todos los recursos, y ni la muerte es capaz de interceptar su victoria.
Para usar rectamente la libertad hay que enfrentarse con el otro como persona, respetando su calidad humana; la hermandad pide igualdad y que los pies se apoyen en la misma tierra. En cambio, si se considera al otro como objeto y se le mira desde plataforma elevada del yo, la relación que se instaura es la de explotación, en forma sutil o descarada. El egoísmo, por tanto, destruye la relación personal, que sólo se da entre quienes se consideran fundamentalmente iguales. El hombre libre es capaz de abrir su puerta y encontrar a los otros en la calle; el egoísta la abre únicamente para encerrar a los demás en su mazmorra. El primero reconoce la estatura humana de su prójimo y lo mira de igual a igual; el segundo lo reduce a un pigmeo y lo usa para subirse encima.
El hombre liberado, exento de opresión y temores, crea nuevos vínculos de solidaridad y amor. Sólo la estima y la amistad vinculan sin esclavizar; amar es crear con los demás vínculos de libertad. De hecho, el hombre no puede vivir despegado de todo; anudará relaciones, buenas o malas; si no de amor, de temor, sea dominando o sometiéndose. Al negarse a la relación del amor se encadena a otras que lo destruyen.
Quien imita a Dios y ama como él suscita libertad y vida. Así se comportaba Cristo con pecadores y descreídos, a pesar de los reproches de los fariseos (Mt 9,11); ofrecía su amistad haciéndose comensal, su mano iba a la fuente con manos de ladrones. La indignación o la reprimenda no redimen, por ser coacción y no originar una respuesta libre; sólo la revelación del amor suscita la respuesta libre, el vínculo de entrega voluntaria que, respecto a Dios, es la fe.
Sentirse amado hace sentirse libre. Mientras se nota en torno la indiferencia, la hostilidad o el odio, cuesta serlo. Sólo en ambiente de estima y amistad se es libre sin esfuerzo. Lo extraordinario de Cristo fue su libertad total en atmósfera de incomprensión por parte de sus discípulos y de enemiga por parte de las autoridades judías. Cristo quiso a los que no lo querían, y su grito en la cruz: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?", queja de una fe desolada, brotó quizá de no sentir siquiera el amor del Padre que lo había acompañado siempre.
Cuando Jesús llega al colmo del sufrimiento, el Padre se retira; no quiere que la decisión de morir por los hombres sea resultado de un apoyo exterior, sino plenamente libre, toda de Jesús mismo. Si Cristo se hubiera sentido sostenido por un consuelo, la muerte no habría sido enteramente suya, el mérito habría estado compartido. Él había de llegar solo al heroísmo total, sin que entrase en su decisión ningún factor externo. Cristo llega a la cima de la fe y de la entrega: "Dios mío, Dios mío", pero en una sequedad absoluta, sin sentir el cariño del Padre: "¿Por qué me has abandonado?". Es el acto adulto por excelencia, sin sonrisa ni caricia. También el amor del Padre llega a su colmo al querer que su Hijo sea hombre plenísimamente, que tome él sólo su máxima decisión adulta y responsable. La omnipresencia se usó para hacer al hombre más libre; Dios ocultó su poder para que el hombre creciera.
Pero el Padre no era mero espectador: él estaba en el Hijo; la agonía de Cristo tocaba también al Pdre. El Padre es como su Hijo (Jn 14,9); si el Hijo es amor que sufre y se sacrifica, así es el Padre. Decir que Dios es impasible significa que nada humano puede cambiar su ser ni modificar su designio: Dios es amor sin vacilaciones, compacto y sin fisuras. Su ser y su voluntad son amor constante; pero ¿han de ser despego insensible?, ¿reacciona sólo por voluntad fría?, ¿hay en Dios una serenidad olímpica que no se solidariza con el dolor de su criatura?
Impasible e insensible no son sinónimos. El primero es un término filosófico que denota la absoluta libertad de Dios y la perennidad de su ser, nunca condicionadas por su creación. Insensible, en cambio, no es un término filosófico, sino vital. Y no hay que olvidar que el símbolo Padre, que se aplica a Dios, parte de una realidad humana. Lo menos que puede significar es amor, preocupación por los hijos. ¿Ha de excluir el dolor por ellos? El ser de Dios es ciertamente un misterio sin límite y no podemos conocerlo más que por que él se ha revelado, sobre todo en Jesucristo, "reflejo de su gloria e impronta de su ser" (Heb 1,3). Hay, sin duda, en Dios abismos inaccesibles a toda comprensión humana. Pero él nos ha revelado rasgos suyos que pueden conceptuarse -imperfectísimamente, por supuesto, pero con verdad- en palabras de hombres, y el principal de todos es que es Padre.
Como Padre, es todo lo contrario de un tirano. Su amor sabe esperar, no constriñe la libertad. En la parábola del hijo pródigo lo deja marchar y no va a aliviarlo en su miseria para que la decisión de volver fuera plenamente suya; lo espera, sin embargo, y le sale al encuentro en cuanto vuelve. El hombre es libre de correr su aventura, el Padre no se ofende; aunque el joven se porte mal, es siempre hijo y objeto de su amor. Queriéndolo como lo quiere, sabe, sin embargo, esperar en la crisis y dejar que su hijo madure; el retorno será libre, no impuesto ni forzado. El amor no excluye dejar que el hijo sufra, si es para su bien y crecimiento.
A la vuelta, no tolera que su hijo se humille: lo besa, interrumpe sus palabras contritas, lo viste de gala, le pone el anillo. Su amor no pide triunfos, sólo despertar amor; ésa es su victoria.
En el Calvario; Dios está presente, pero se oculta, abandona; no muestra poder, sino renuncia al poder, vulnerable impotencia: se expone a la llaga, se deja herir por el hombre. Omnipotente es el amor capaz de sobrellevarlo todo. Dios es el amor que puede resistirlo todo sin apagarse, sin convertirse en odio o tomar venganza. Puede darlo todo sin pedir nada, puede darse por quien lo desprecia, lo ignora o lo insulta; sabe retirarse por el bien del mundo, quedar en segundo término, a riesgo de ser negado; sabe hacer el bien sin imponerse, porque, de lo contrario, la respuesta que obtendría no sería amor, sino miedo y sumisión forzada; para no menguar la libertad del que recibe, ama discretamente, sin absorver ni deslumbrar, casi de incógnito, por alusiones, sugerencias o indicios. Quiere que la persona crezca, que sea más libre y responsable, y por eso se mostrará cada vez menos. A medida que el hombre comprenda más, más se retirará de él, pues le irá pasando la iniciativa. Cuanto más libre e independiente sea el hombre, más recatado será Dios. Así el hombre puede encontrarlo en el terreno de la pura amistad, no en el socorro.
Pero ese amor discreto es invencible. El domingo sigue al viernes y Dios reivindica su amor, desplegando la fuerza de su brazo. Es omnipotente porque tiene todos los recursos, y ni la muerte es capaz de interceptar su victoria.
LA LIBERTAD.
El término libertad tiene dos acepciones. En primer lugar significa un estado, "ser libre", opuesto a "ser esclavo" o a "estar prisionero"; manifiesta, por tanto, la ausencia de atadura o servidumbre, y la más de las veces implica la desvinculación de un pasado. Se es libre por cesación o alejamiento de una circunstancia pasada que impedía la libertad. Para referirnos a este primer sentido usaremos la palabra "liberación".
En segundo lugar, libertad significa la posibilidad de decidir la propia acción; se ejercita en el presente mirando hacia el futuro y pertenece al mundo de la relación, determinando el modo de acercarse a personas o cosas; la llamamos "libertad" a secas.
La liberación constituye al hombre en estado de persona; la libertad es el ejercicio de la actividad personal. La primera es requisito y salud; la segunda, vida y acción. A menudo se habla de libertadd sólo en el primer sentido; así es como la entienden los llamados movimientos liberadores. Su ímpetu tiene una razón muy válida: la liberación es requisito indispensable para ser hombre y no animal o cosa; pero no hay que detenerse en ella: la liberación es sólo un preliminar para la libertad.
La libertad, como hemos dicho, decide en cada caso la relación que el individuo establece con personas o cosas. Su esencia ha constituido siempre problema. Generalmente se describe como una opción en un cruce de caminos, pero hay que preguntarse si los dos términos de esta opción -el bien y el mal- son dos caminos de libertad. Parece que no; de hecho, se elige entre avanzar en la libertad -la decisión recta- o renunciar a ella -la decisión mala-, entre vivir o despeñarse. Para conservarse libre hay que elegir lo bueno; la decisión viciada agarrota la libertad en mayor o menor grado y puede llegar a asfixiarla: la opción real versa sobre seguir siendo libre o volver a la esclavitud.
En segundo lugar, libertad significa la posibilidad de decidir la propia acción; se ejercita en el presente mirando hacia el futuro y pertenece al mundo de la relación, determinando el modo de acercarse a personas o cosas; la llamamos "libertad" a secas.
La liberación constituye al hombre en estado de persona; la libertad es el ejercicio de la actividad personal. La primera es requisito y salud; la segunda, vida y acción. A menudo se habla de libertadd sólo en el primer sentido; así es como la entienden los llamados movimientos liberadores. Su ímpetu tiene una razón muy válida: la liberación es requisito indispensable para ser hombre y no animal o cosa; pero no hay que detenerse en ella: la liberación es sólo un preliminar para la libertad.
La libertad, como hemos dicho, decide en cada caso la relación que el individuo establece con personas o cosas. Su esencia ha constituido siempre problema. Generalmente se describe como una opción en un cruce de caminos, pero hay que preguntarse si los dos términos de esta opción -el bien y el mal- son dos caminos de libertad. Parece que no; de hecho, se elige entre avanzar en la libertad -la decisión recta- o renunciar a ella -la decisión mala-, entre vivir o despeñarse. Para conservarse libre hay que elegir lo bueno; la decisión viciada agarrota la libertad en mayor o menor grado y puede llegar a asfixiarla: la opción real versa sobre seguir siendo libre o volver a la esclavitud.
lunes, 10 de mayo de 2010
Fracaso del fariseísmo.
Según el Nuevo Testamento, la empresa farisea desemboca en un fracaso cuya raíz es la imposibilidad física de la observancia total. En primer lugar, el hombre no es capaz de mantener semejante tensión y, en segundo, no es tan libre como se lo imaginaban los fariseos. La Ley demuestra ser un ideal no realizable, y la perfección integral por medio de la observancia, un imposible. Esta es la que san Pablo llama la "maldición de la Ley": "Los que se apoyan en la observancia de la Ley llevan encima una maldición, porque dice la Escritura: "Maldito el que no cumple todo lo escrito en el libro de la Ley"" (Gál 3,10); por tanto, "nadie podrá justificarse ante Dios aduciendo que ha observado la Ley; con la Ley sólo se consigue tener conciencia del pecado" (Rom 3,20).
Es más, la Ley fomenta la transgresión. El pecado cristaliza ante la prohibición del precepto; el mandamiento pone en efervescencia el desorden interior que, desafiado por el precepto, se plasma en deseo de transgresión. Es precisamente el mandamiento quien permite al pecado desplegar toda su malicia. "La Ley intervino para que proliferase la culpa" (Rom 5,20); "las pasiones pecaminosas, atizadas por la Ley, activaban en nuestro cuerpo una fecundidad de muerte" (7,5); "si no fuera por la Ley, no habría conocido el pecado" (7,7), "tomando pie del mandamiento, el pecado despertó en mí toda clase de deseos" (7,8); "el mismo mandamiento, destinado a darme vida, me daba muerte, y, de ese modo, por el mandamiento, el pecado resultó más criminal que nunca" (7,13).
La Ley produce la alienación: por una parte, el hombre comprende que el precepto es justo; por otra, el mismo precepto exacerba su inclinación mala; se encuentra descoyuntado por dos fuerzas antagónicas. Si se identifica con su parte mejor, la voluntad, rechaza con ello sus instintos, que se proyectan como una antipersona enemiga, "el pecado": "el bien que quiero hacer, no lo hago; el mal que no quiero hacer, eso es lo que me sale. Entonces, si hago precisamente lo que no quiero, señal que no soy yo quien actúa, sino el pecado que llevo dentro" (7,20). Es la esquizofrenia: "Yo, que con mi razón estoy sometido a la Ley de Dios, por mis bajos instintos soy esclavo de la ley del pecado" (7,26).
El intento de lograr la vida practicando la observancia lleva, pues, a la desintegración y a la muerte, por la imposibilidad de alcanzar la meta propuesta.
Pero la maldición de la Ley llega más hondo. La imposibilidad de cumplirla dejaría todavía en buena luz el deseo de la voluntad. San Pablo, en cambio, estima que el mismo deseo de salvarse por la observancia pertenece a la esfera del pecado. En primer lugar, porque hace esclavos; el propósito de obtener la perfección por la fidelidad escrupulosa a una Ley supone una renuncia a la libertad personal, que es contraria al designio de Dios: "Estábamos esclavizados por lo elemental", "prisioneros, custodiados por la Ley" (Gál 4,3; 3,23); la Ley son "rudimentos sin eficacia ni contenido, que hacen al hombre esclavo" (ibíd. 4,9), y el esclavo vive en el temor (Rom 8,15), que impide su desarrollo y borra los trazos de la imagen de Dios en él.
Pero el rasgo que condena radicalmente toda la empresa de justificarse ante Dios por la observancia de una ley es su egocentrismo: encierra al hombre con su perfección, centrándolo en sí mismo y en la fidelidad a su observancia; la conciencia de su esfuerzo crea el orgullo y la propia satisfacción, que se traduce en la idea de mérito. Pretende realizarse y salvarse por el propio conato, bajo la mirada del juez duro y exigente, que lo mantiene en temblorosa vigilancia. Empresa triste, que no consigue su objetivo; dispersiva, por la multiplicidad de lo mandado; alienante, por la escisión interior; aisladora, inmisericorde para con los demás.
Rompe el diálogo con Dios, cuya voz no es llamamiento, sino inquisición; rompe con el hombre, al que juzga y condena en nombre de la propia fidelidad. El hombre de la observancia vive encorvado sobre sí mismo, cegadas las puertas al exterior. Pero tampoco consigo está en paz, pues se constituye en su propio juez.
La exigencia que deriva de la santidad divina -mensaje del profeta- suscita en el hombre una tendencia a la imitación, unificada, personal y continua, una actitud libre y alegre que se enfrenta con las realidades que va encontrando. La misma inaccesibilidad del ideal, "sed buenos del todo como es bueno vuestro Padre del cielo" (Mt 5,48), constituye un incentivo que elude el escrúpulo, y es garantía de misericordia.
El empeño fariseo de perfección, minucioso y atomizado, pretende alcanzarla centímetro por centímetro; planifica la vida según las observancias particulares, cuadrícula la existencia, ahogando su libertad. El ideal está en el hombre mismo y cortado a su medida. En su interior, él mismo es su fiscal; lo estima todo con valoración jurídica, con examen y sentencia continuos y análisis interminable de la pureza de intención. No da la primacía a la mirada de Dios, sino al propio juicio.
El pecado denunciado por el profeta es una crisis en la relación con Dios; buscando el diálogo, obtiene el perdón. La culpa farisea, por el contrario, es sentencia pronunciada en el propio tribunal; como éste es la última instancia, no deja lugar a la espontaneidad de Dios y así no encuentra la misericordia. El hombre, con su examen continuo y obsesivo, se sabe irremediablemente culpable y, por tanto, objeto de la "ira" divina. Su doctrina de la libertad sin límites, además, enseñándole que ser bueno depende sólo de él mismo, lo lleva a la desesperación.
Para salir de su laberinto, tensa el esfuerzo de observancia, pero sólo consigue aumentar el sentido de culpa. Busca entonces ritos expiatorios o absolutorios que le procuren alivio. Con esto, además de la observancia, se impone la carga del ritual, y la exactitud que éste requiere es nuevo motivo de preocupación y nueva fuente de culpabilidad.
El hombre vive así encerrado en sí mismo, abrumado por su vana tentativa de perfección. En fin de cuentas, es un conato superficial, que pretende curar la enfermedad atacando los síntomas, sin acabar con el virus que la produce; es más, el virus prolifera.
Construye sobre una base falsa: la ilusión de su libertad y responsabilidad plenas. A pesar de su fracaso continuo, se enorgullece de la tenacidad de su esfuerzo y de la aceptación integra de la propia responsabilidad. Es casi un desafío a Dios, inconsciente por supuesto: basta con que él me diga cómo tengo que vivir, que yo me encargo de cumplirlo. Presume de una autonomía total en el terreno de la ejecución; si Dios no existiera, no lo echaría de menos. Enfrentándose con los fariseos, la primera bienaventuranza muestra el verdadero cimiento de la perfección humana: "Dichosos los que se saben pobres" (Mt 5,3); es precisamente el realismo respecto a la propia limitación el que obliga a salir de sí mismo y buscar la salvación en Dios; y "todo el que busca encuentra" (Mt 7,8).
El hombre es sujeto de relación personal; en ella encuentra su felicidad y por ella alcanza su pleno ser de hombre. Para ser capaz de entablar relación se requiere apertura a la interpelación y al encuentro. El mal del hombre es la cerrazón, la autonomía orgullosa y aisladora que se reserva la propia vida y se erige en valor supremo. La pretensión de autonomía respecto al Dios vivo y dador de vida es la gran ruina del hombre, él mismo se condena a la muerte. Porque además Dios no quiere al hombre para reservárselo; al contrario, el impacto del Espíritu derriba su cerca y lo abre a los otros.
Uno de los modos más sutiles de autonomía es el propósito de obtener la perfección por la observancia de una Ley. Por eso el deseo de "justificarse por la Ley" pertenece a la esfera del pecado, por bueno y laudable que parezca.
El mal del hombre es vivir sin relación; el bien, vivir en relación con Dios y su prójimo. No pensemos, sin embargo, que Dios busca "imponer sus derechos". El no creó al hombre para tener súbditos a quienes mandar, sino hijos a quienes amar. Dios, que dio vida al hombre, quiere llevarla hasta el cabo. No trata de ejercitar dominio, sino de comunicar su vida. Por eso, el espíritu de esclavitud y temor propio del que vive según la Ley está excluido del cristianismo. Con Cristo ha llegado el momento de la mayoría de edad (Gál 4,1-5); a los ojos de Dios, el hombre no es ya un niño a quien se manda, sino un hijo adulto a quien se confía una misión responsable.
La observancia escrupulosa, privando al hombre de libertad e iniciativa, lo mantienen en el infantilismo, contra el propósito de Dios. La organización libre de la vida, mirando al bien propio y ajeno y respetando la espontaneidad, es necesaria y cristiana. La esclavitud a una observancia, de cuyo exacto cumplimiento se espera la perfección y el agradar a Dios, es fariseísmo. La fidelidad a los dispuesto por temor al que manda o a su castigo no es cristiana. Siguiendo a los profetas y a Jesucristo, hay que centrar la vida en la relación filial, espontánea, amorosa y libre con el Padre del cielo; la conducta derivará de esa actitud fundamental y la inevitable debilidad se encontrará siempre con la misericordia.
Es más, la Ley fomenta la transgresión. El pecado cristaliza ante la prohibición del precepto; el mandamiento pone en efervescencia el desorden interior que, desafiado por el precepto, se plasma en deseo de transgresión. Es precisamente el mandamiento quien permite al pecado desplegar toda su malicia. "La Ley intervino para que proliferase la culpa" (Rom 5,20); "las pasiones pecaminosas, atizadas por la Ley, activaban en nuestro cuerpo una fecundidad de muerte" (7,5); "si no fuera por la Ley, no habría conocido el pecado" (7,7), "tomando pie del mandamiento, el pecado despertó en mí toda clase de deseos" (7,8); "el mismo mandamiento, destinado a darme vida, me daba muerte, y, de ese modo, por el mandamiento, el pecado resultó más criminal que nunca" (7,13).
La Ley produce la alienación: por una parte, el hombre comprende que el precepto es justo; por otra, el mismo precepto exacerba su inclinación mala; se encuentra descoyuntado por dos fuerzas antagónicas. Si se identifica con su parte mejor, la voluntad, rechaza con ello sus instintos, que se proyectan como una antipersona enemiga, "el pecado": "el bien que quiero hacer, no lo hago; el mal que no quiero hacer, eso es lo que me sale. Entonces, si hago precisamente lo que no quiero, señal que no soy yo quien actúa, sino el pecado que llevo dentro" (7,20). Es la esquizofrenia: "Yo, que con mi razón estoy sometido a la Ley de Dios, por mis bajos instintos soy esclavo de la ley del pecado" (7,26).
El intento de lograr la vida practicando la observancia lleva, pues, a la desintegración y a la muerte, por la imposibilidad de alcanzar la meta propuesta.
Pero la maldición de la Ley llega más hondo. La imposibilidad de cumplirla dejaría todavía en buena luz el deseo de la voluntad. San Pablo, en cambio, estima que el mismo deseo de salvarse por la observancia pertenece a la esfera del pecado. En primer lugar, porque hace esclavos; el propósito de obtener la perfección por la fidelidad escrupulosa a una Ley supone una renuncia a la libertad personal, que es contraria al designio de Dios: "Estábamos esclavizados por lo elemental", "prisioneros, custodiados por la Ley" (Gál 4,3; 3,23); la Ley son "rudimentos sin eficacia ni contenido, que hacen al hombre esclavo" (ibíd. 4,9), y el esclavo vive en el temor (Rom 8,15), que impide su desarrollo y borra los trazos de la imagen de Dios en él.
Pero el rasgo que condena radicalmente toda la empresa de justificarse ante Dios por la observancia de una ley es su egocentrismo: encierra al hombre con su perfección, centrándolo en sí mismo y en la fidelidad a su observancia; la conciencia de su esfuerzo crea el orgullo y la propia satisfacción, que se traduce en la idea de mérito. Pretende realizarse y salvarse por el propio conato, bajo la mirada del juez duro y exigente, que lo mantiene en temblorosa vigilancia. Empresa triste, que no consigue su objetivo; dispersiva, por la multiplicidad de lo mandado; alienante, por la escisión interior; aisladora, inmisericorde para con los demás.
Rompe el diálogo con Dios, cuya voz no es llamamiento, sino inquisición; rompe con el hombre, al que juzga y condena en nombre de la propia fidelidad. El hombre de la observancia vive encorvado sobre sí mismo, cegadas las puertas al exterior. Pero tampoco consigo está en paz, pues se constituye en su propio juez.
La exigencia que deriva de la santidad divina -mensaje del profeta- suscita en el hombre una tendencia a la imitación, unificada, personal y continua, una actitud libre y alegre que se enfrenta con las realidades que va encontrando. La misma inaccesibilidad del ideal, "sed buenos del todo como es bueno vuestro Padre del cielo" (Mt 5,48), constituye un incentivo que elude el escrúpulo, y es garantía de misericordia.
El empeño fariseo de perfección, minucioso y atomizado, pretende alcanzarla centímetro por centímetro; planifica la vida según las observancias particulares, cuadrícula la existencia, ahogando su libertad. El ideal está en el hombre mismo y cortado a su medida. En su interior, él mismo es su fiscal; lo estima todo con valoración jurídica, con examen y sentencia continuos y análisis interminable de la pureza de intención. No da la primacía a la mirada de Dios, sino al propio juicio.
El pecado denunciado por el profeta es una crisis en la relación con Dios; buscando el diálogo, obtiene el perdón. La culpa farisea, por el contrario, es sentencia pronunciada en el propio tribunal; como éste es la última instancia, no deja lugar a la espontaneidad de Dios y así no encuentra la misericordia. El hombre, con su examen continuo y obsesivo, se sabe irremediablemente culpable y, por tanto, objeto de la "ira" divina. Su doctrina de la libertad sin límites, además, enseñándole que ser bueno depende sólo de él mismo, lo lleva a la desesperación.
Para salir de su laberinto, tensa el esfuerzo de observancia, pero sólo consigue aumentar el sentido de culpa. Busca entonces ritos expiatorios o absolutorios que le procuren alivio. Con esto, además de la observancia, se impone la carga del ritual, y la exactitud que éste requiere es nuevo motivo de preocupación y nueva fuente de culpabilidad.
El hombre vive así encerrado en sí mismo, abrumado por su vana tentativa de perfección. En fin de cuentas, es un conato superficial, que pretende curar la enfermedad atacando los síntomas, sin acabar con el virus que la produce; es más, el virus prolifera.
Construye sobre una base falsa: la ilusión de su libertad y responsabilidad plenas. A pesar de su fracaso continuo, se enorgullece de la tenacidad de su esfuerzo y de la aceptación integra de la propia responsabilidad. Es casi un desafío a Dios, inconsciente por supuesto: basta con que él me diga cómo tengo que vivir, que yo me encargo de cumplirlo. Presume de una autonomía total en el terreno de la ejecución; si Dios no existiera, no lo echaría de menos. Enfrentándose con los fariseos, la primera bienaventuranza muestra el verdadero cimiento de la perfección humana: "Dichosos los que se saben pobres" (Mt 5,3); es precisamente el realismo respecto a la propia limitación el que obliga a salir de sí mismo y buscar la salvación en Dios; y "todo el que busca encuentra" (Mt 7,8).
El hombre es sujeto de relación personal; en ella encuentra su felicidad y por ella alcanza su pleno ser de hombre. Para ser capaz de entablar relación se requiere apertura a la interpelación y al encuentro. El mal del hombre es la cerrazón, la autonomía orgullosa y aisladora que se reserva la propia vida y se erige en valor supremo. La pretensión de autonomía respecto al Dios vivo y dador de vida es la gran ruina del hombre, él mismo se condena a la muerte. Porque además Dios no quiere al hombre para reservárselo; al contrario, el impacto del Espíritu derriba su cerca y lo abre a los otros.
Uno de los modos más sutiles de autonomía es el propósito de obtener la perfección por la observancia de una Ley. Por eso el deseo de "justificarse por la Ley" pertenece a la esfera del pecado, por bueno y laudable que parezca.
El mal del hombre es vivir sin relación; el bien, vivir en relación con Dios y su prójimo. No pensemos, sin embargo, que Dios busca "imponer sus derechos". El no creó al hombre para tener súbditos a quienes mandar, sino hijos a quienes amar. Dios, que dio vida al hombre, quiere llevarla hasta el cabo. No trata de ejercitar dominio, sino de comunicar su vida. Por eso, el espíritu de esclavitud y temor propio del que vive según la Ley está excluido del cristianismo. Con Cristo ha llegado el momento de la mayoría de edad (Gál 4,1-5); a los ojos de Dios, el hombre no es ya un niño a quien se manda, sino un hijo adulto a quien se confía una misión responsable.
La observancia escrupulosa, privando al hombre de libertad e iniciativa, lo mantienen en el infantilismo, contra el propósito de Dios. La organización libre de la vida, mirando al bien propio y ajeno y respetando la espontaneidad, es necesaria y cristiana. La esclavitud a una observancia, de cuyo exacto cumplimiento se espera la perfección y el agradar a Dios, es fariseísmo. La fidelidad a los dispuesto por temor al que manda o a su castigo no es cristiana. Siguiendo a los profetas y a Jesucristo, hay que centrar la vida en la relación filial, espontánea, amorosa y libre con el Padre del cielo; la conducta derivará de esa actitud fundamental y la inevitable debilidad se encontrará siempre con la misericordia.
Obediencia a la Ley.
Cuando para cada aspecto y circunstancia de la vida está ya enunciada la voluntad de Dios basta informarse y ponerla en práctica. La interpretación de la jurisprudencia en cada nueva coyuntura no es más que una explicitación del texto sagrado, y se reviste de su misma autoridad; aunque la colección legal se acrece, nada es nuevo ni queda nada por inventar. El espíritu huelga, su soplo inicial bastó para todas las épocas.
El fariseo opta por la obediencia absoluta a esa voluntad divina formulada en la Ley; renuncia libremente a su libertad e iniciativa, se somete a una esclavitud voluntaria. Adopta la política del no riesgo, de la seguridad total. Y, como lo importante es obedecer, cualquier precepto, mínimo o capital, adquiere máxima importancia en virtud de la obediencia que exige.
La religión se concibe en términos de culpa-mérito; esta concepción se proyecta en Dios, que se presenta como acreedor del culpable y pagador del justo. No hay más que un paso a la postura mercenaria del que busca méritos cobrables; y como éstos dependen de la fidelidad al detalle, toda la atención se concentra en la Ley, olvidando al legislador. Dios lo ha dicho todo, no tiene nada que añadir, se limita a vigilar. El ímpetu hacia Dios, respuesta a la llamada profética, la alegría del encuentro y del diálogo quedan desmembrados en el cultivo de la minucia y en la obsesión del escrúpulo.
El fariseo es un integrista moral: bonum ex integra causa, malum ex quocumque defectu, un fanático de la observancia. El profeta, en cambio, ponía la intransigencia en la disposición hacia Dios, en la orientación del ser, sabiendo que por ahí empieza la curación del pecado. Mientras el profeta va a lo central, el fariseo insiste en lo periférico o consecuencial. De aquí la diferencia entre pecado, ruptura con Dios por la mala orientación de la vida, y culpa, infracción de una norma legal.
En la concepción profética el hombre se define por su relación con Dios, expresada en la alianza que constituye al pueblo; el hacer será una expresión del ser, según la moral de "nobleza obliga"; la iniciativa vino de Dios, que escogió a un pueblo para ser suyo. En la concepción farisea, por el contrario, no se parte de la iniciativa de Dios, sino de la del hombre: se empieza por el hacer para llegar al ser, como si en lo que toca a la vida una totalidad pudiera obtenerse por acumulación de elementos sin una entidad superior integradora y unificadora.
La Ley fue adquiriendo rasgos casi divinos. Dejó de ser un acontecimiento histórico contingente y adecuado a una circunstancia para convertirse en una entidad absoluta, eterna, supratemporal, ahistórica, norma de la creación misma, sabiduría divina preexistente. Al atribuírsele tales características, ya no podía hablarse de adaptarla a los tiempos, exigía un literalismo sin excepción. Su trascendencia la despegaba del contexto histórico, le confería un halo de misterio que hacía improcedente toda pregunta sobre el sentido de las observancias prescritas. Esto explica la permanencia o readopción de antiguos tabúes de impureza o pureza legal, pertenecientes a la época preprofética. Siendo ocasión de obediencia a la Ley trascendente, era ocioso escudriñar su sentido o la intención del que lo estableció. En virtud de esta divinización de la Ley, nada pasaba de moda, todo conservaba la misma actualidad.
El celo por la Ley llevaba al proselitismo, que se esforzaba por ensanchar el dominio de la virtud, es decir, de la observancia. Únicamente el conato de convertirlo justificaba el acercamiento al pecador.
Puede adivinarse la tensión interior que exigía la actitud farisea; para conservarse sincera había de estar siempre de puntillas, oteando su horizonte de observancias para descubrir la que reclamaba inmediato cumplimiento. No es extraño que la hipocresía acechara al fariseo; bastaba relajar la tensión, aflojar la vigilancia, para traicionar el ideal. Y entonces no quedaba más refugio que la apariencia, manteniendo una tesitura exterior que no nacía de un ímpetu interno; es lo que Cristo llamó "el sepulcro encalado" (Mt 23,27).
El fariseo opta por la obediencia absoluta a esa voluntad divina formulada en la Ley; renuncia libremente a su libertad e iniciativa, se somete a una esclavitud voluntaria. Adopta la política del no riesgo, de la seguridad total. Y, como lo importante es obedecer, cualquier precepto, mínimo o capital, adquiere máxima importancia en virtud de la obediencia que exige.
La religión se concibe en términos de culpa-mérito; esta concepción se proyecta en Dios, que se presenta como acreedor del culpable y pagador del justo. No hay más que un paso a la postura mercenaria del que busca méritos cobrables; y como éstos dependen de la fidelidad al detalle, toda la atención se concentra en la Ley, olvidando al legislador. Dios lo ha dicho todo, no tiene nada que añadir, se limita a vigilar. El ímpetu hacia Dios, respuesta a la llamada profética, la alegría del encuentro y del diálogo quedan desmembrados en el cultivo de la minucia y en la obsesión del escrúpulo.
El fariseo es un integrista moral: bonum ex integra causa, malum ex quocumque defectu, un fanático de la observancia. El profeta, en cambio, ponía la intransigencia en la disposición hacia Dios, en la orientación del ser, sabiendo que por ahí empieza la curación del pecado. Mientras el profeta va a lo central, el fariseo insiste en lo periférico o consecuencial. De aquí la diferencia entre pecado, ruptura con Dios por la mala orientación de la vida, y culpa, infracción de una norma legal.
En la concepción profética el hombre se define por su relación con Dios, expresada en la alianza que constituye al pueblo; el hacer será una expresión del ser, según la moral de "nobleza obliga"; la iniciativa vino de Dios, que escogió a un pueblo para ser suyo. En la concepción farisea, por el contrario, no se parte de la iniciativa de Dios, sino de la del hombre: se empieza por el hacer para llegar al ser, como si en lo que toca a la vida una totalidad pudiera obtenerse por acumulación de elementos sin una entidad superior integradora y unificadora.
La Ley fue adquiriendo rasgos casi divinos. Dejó de ser un acontecimiento histórico contingente y adecuado a una circunstancia para convertirse en una entidad absoluta, eterna, supratemporal, ahistórica, norma de la creación misma, sabiduría divina preexistente. Al atribuírsele tales características, ya no podía hablarse de adaptarla a los tiempos, exigía un literalismo sin excepción. Su trascendencia la despegaba del contexto histórico, le confería un halo de misterio que hacía improcedente toda pregunta sobre el sentido de las observancias prescritas. Esto explica la permanencia o readopción de antiguos tabúes de impureza o pureza legal, pertenecientes a la época preprofética. Siendo ocasión de obediencia a la Ley trascendente, era ocioso escudriñar su sentido o la intención del que lo estableció. En virtud de esta divinización de la Ley, nada pasaba de moda, todo conservaba la misma actualidad.
El celo por la Ley llevaba al proselitismo, que se esforzaba por ensanchar el dominio de la virtud, es decir, de la observancia. Únicamente el conato de convertirlo justificaba el acercamiento al pecador.
Puede adivinarse la tensión interior que exigía la actitud farisea; para conservarse sincera había de estar siempre de puntillas, oteando su horizonte de observancias para descubrir la que reclamaba inmediato cumplimiento. No es extraño que la hipocresía acechara al fariseo; bastaba relajar la tensión, aflojar la vigilancia, para traicionar el ideal. Y entonces no quedaba más refugio que la apariencia, manteniendo una tesitura exterior que no nacía de un ímpetu interno; es lo que Cristo llamó "el sepulcro encalado" (Mt 23,27).
Fariseos y profetas.
El contraste entre la doctrina farisea y la predicación profética es profundo. No es que los profetas no descendiesen a pormenores de conducta moral, pero éstos estaban siempre en función de una totalidad, de una exigencia radical y vital de relación con Dios. Ante todo, predicaban la fidelidad a un Dios personal, no a un código estricto; el código, las normas morales concretas debían ser expresión y guía de la relación con Dios. Lo fundamental era el diálogo, el intercambio con Dios, que en su formulación más atrevida usaba términos de amor conyugal entre Dios y su pueblo (Oseas 2). La conducta era consecuencia de la actitud; la ética, de la entrega. En la concepción profética el pecado es global: consiste en una actitud vital equivocada que provoca la ruptura con Dios; los actos pecaminosos no son sino riachuelos por los que corre el agua corrompida de la actitud.
Para el fariseo, entregado a la observancia de una Ley en la que ve plasmada la voluntad de Dios, todo mandamiento es igualmente importante, pues cada uno expresa la misma suprema voluntad. Lo decisivo es obedecer a Dios, sea en lo que sea; y toda la vida, aun en lo mínimo, ha de ser ejercicio de esa obediencia. La obsesión con ser fiel al detalle eclipsa la relación personal con Dios: el observante se relaciona, en el caso límite exclusivamente, con el texto escrito. La relación hombre-Dios se convierte en la de hombre-ley.
Al reducir el campo de visión al ámbito de la obediencia, a los preceptos, se concibe también la relación con Dios sólo en términos de obediencia, no ya de entrega filial o de fidelidad por amor. Dios se convierte en el amo que inspecciona el proceder de sus criados.
De esta manera, la relación vital con Dios pasa a ser una relación jurídica; la experiencia de Dios cede el paso a la enseñanza de un código. La percepción profética de lo que Dios merece y exige establecía el grado de importancia de los preceptos y era capaz de cribar los estratos de leyes para conservar lo válido. La enseñanza farisea, en cambio, basada en el método analítico y privada de la intuición de lo divino, lo almacenaba todo y a todo atribuía vigencia perenne.
El profeta denunciaba el pecado-actitud; el fariseo acusa de cada infracción particular a una regla. El profeta atacaba las malas resultantes, el fariseo combate cada una de las componentes. En vez de agobiarse y atosigar a los demás, como hacía el fariseo, regulando cada pormenor, el profeta llama primero a una vida más plena que luego se encauzará según lo exijan las circunstancias. La vida es el diálogo con Dios, la comunión con él; lo demás seguirá.
Se pasa de los ojos de fuego a las gafas del miope: del aliento del espíritu a la caja registradora. Se crea una religión práctica y verificable. Se alcanzará la perfección paso a paso o pasito a pasito, por acumulación laboriosa de detalles. Pero hay que proponer una cuestión: ¿Es la religión, ante todo, práctica, o es más bien una alegría, una efusión de familia? ¿Es la ética lo primero, o es consecuencia?
Para el fariseo, entregado a la observancia de una Ley en la que ve plasmada la voluntad de Dios, todo mandamiento es igualmente importante, pues cada uno expresa la misma suprema voluntad. Lo decisivo es obedecer a Dios, sea en lo que sea; y toda la vida, aun en lo mínimo, ha de ser ejercicio de esa obediencia. La obsesión con ser fiel al detalle eclipsa la relación personal con Dios: el observante se relaciona, en el caso límite exclusivamente, con el texto escrito. La relación hombre-Dios se convierte en la de hombre-ley.
Al reducir el campo de visión al ámbito de la obediencia, a los preceptos, se concibe también la relación con Dios sólo en términos de obediencia, no ya de entrega filial o de fidelidad por amor. Dios se convierte en el amo que inspecciona el proceder de sus criados.
De esta manera, la relación vital con Dios pasa a ser una relación jurídica; la experiencia de Dios cede el paso a la enseñanza de un código. La percepción profética de lo que Dios merece y exige establecía el grado de importancia de los preceptos y era capaz de cribar los estratos de leyes para conservar lo válido. La enseñanza farisea, en cambio, basada en el método analítico y privada de la intuición de lo divino, lo almacenaba todo y a todo atribuía vigencia perenne.
El profeta denunciaba el pecado-actitud; el fariseo acusa de cada infracción particular a una regla. El profeta atacaba las malas resultantes, el fariseo combate cada una de las componentes. En vez de agobiarse y atosigar a los demás, como hacía el fariseo, regulando cada pormenor, el profeta llama primero a una vida más plena que luego se encauzará según lo exijan las circunstancias. La vida es el diálogo con Dios, la comunión con él; lo demás seguirá.
Se pasa de los ojos de fuego a las gafas del miope: del aliento del espíritu a la caja registradora. Se crea una religión práctica y verificable. Se alcanzará la perfección paso a paso o pasito a pasito, por acumulación laboriosa de detalles. Pero hay que proponer una cuestión: ¿Es la religión, ante todo, práctica, o es más bien una alegría, una efusión de familia? ¿Es la ética lo primero, o es consecuencia?
EL FARISEÍSMO.
I
La gran tentativa de perfección moral, con intención de salvar la distancia entre el hombre y Dios, fue la de los fariseos. Ante la dureza del pueblo y el fracaso de la predicación profética, que culminó con la deportación a Babilonia, se buscó un nuevo camino. Desaparecido como nación, Israel centró su religión y su orgullo en la Ley. En vez de profetas hubo intérpretes; en vez de inspiración, enseñanza. En este ambiente va cristalizando el grupo o secta de los fariseos (=separados), que se proponen realizar la ética de los profetas en el detalle de la vida. Para ellos, la Ley o Torá es una instrucción divina que enseña al hombre cómo tiene que vivir; en este supuesto, no queda al fiel más que estudiar la Ley y ponerla en práctica en todo sector de su existencia. El ideal que los fariseos se proponen realizar es la heteronomía integral, en otras palabras, lograr que cada detalle de la vida, pública o privada, esté regulado por una disposición o estatuto divino, encontrado en la Ley.
La Ley escrita, sin embargo, no podía prever todas las circunstancias posteriores; para suplir a esta deficiencia se va complementando con una Ley oral que acumula en forma de jurisprudencia series de casos típicos que puedan servir de norma en toda circunstancia. Los diversos estratos de la Ley oral se van sedimentando y constituyen un cuerpo legal que goza de la misma autoridad que la ley escrita. El hombre, por su parte, se compromete a observar íntegramente cada uno de los preceptos de la Ley, escrita u oral, para alcanzar una perfección moral que le permita estar en paz con Dios.
Este empeño de perfección presupone la responsabilidad individual, no sólo colectiva. Fueron Jeremías y Ezequiel, profetas del tiempo del desastre, quienes despertaron esta idea en Israel. Representó un progreso manifiesto de la conciencia; pero los fariseos le acoplaron el concepto de libertad ilimitada, que exacerbó el sentimiento de responsabilidad personal. Según ellos, el hombre es bueno o malo simplemente porque quiere; la perfección le es posible, pues la observancia total está a su alcance.
Consecuencia de esta doctrina fue demarcar la separación entre justos y pecadores: justo es el hombre bueno, porque se ha propuesto serlo y lo cumple; pecador es el malo, por propia decisión. Cada uno es plenamente responsable de su estado, para bien o para mal. Doctrina de voluntarismo despiadado. El mero estudio o ignorancia de la Ley establecía una línea divisoria, pues no podía aspirarse a la perfección sin un conocimiento detallado de las normas; esto explica el desprecio que los doctos sentían por el vulgo: "Esa plebe que no entiende de la Ley, está maldita" (Jn 7.49).
No podían negar los fariseos la existencia de malas inclinaciones en el hombre. Pero, en vez de considerarlas una limitación de la libertad, las explicaban atribuyendo su origen a Dios, quien desea que el hombre las venza y así adquiera méritos.
El concepto de mérito es típicamente fariseo. En el Antiguo Testamento se hablaba de recompensa, no de mérito. La diferencia estriba en que la recompensa depende de la generosidad del donante, mientras que el mérito exige una paga en proporción a la obra realizada y como efecto suyo propio.
El mérito, según los fariseos, produce una plusvalía en el hombre; el pecado, en cambio, lo devalúa, lo mengua. Como Dios aprecia los valores objetivos, se complace en el justo por su valor intrínseco, y detesta al pecador, culpable de su mísero estado. De este supuesto provenía la condenación implacable del prójimo; si Dios condena a los pecadores, también el justo tiene razón en condenarlos.
Otra consecuencia de la concepción farisea de la libertad es la posibilidad del cambio de vida por una simple decisión de la voluntad. Según ella, el hombre, siendo plenamente libre, puede cambiar su rumbo o su conducta cuando quiera. Tampoco hablaban así los libros inspirados: exhortaban a la conversión, es decir, a la vuelta a Dios como respuesta a su llamada; nunca de la media vuelta del hombre dentro de sí, por propia iniciativa y contando únicamente con sus propios recursos.
La gran tentativa de perfección moral, con intención de salvar la distancia entre el hombre y Dios, fue la de los fariseos. Ante la dureza del pueblo y el fracaso de la predicación profética, que culminó con la deportación a Babilonia, se buscó un nuevo camino. Desaparecido como nación, Israel centró su religión y su orgullo en la Ley. En vez de profetas hubo intérpretes; en vez de inspiración, enseñanza. En este ambiente va cristalizando el grupo o secta de los fariseos (=separados), que se proponen realizar la ética de los profetas en el detalle de la vida. Para ellos, la Ley o Torá es una instrucción divina que enseña al hombre cómo tiene que vivir; en este supuesto, no queda al fiel más que estudiar la Ley y ponerla en práctica en todo sector de su existencia. El ideal que los fariseos se proponen realizar es la heteronomía integral, en otras palabras, lograr que cada detalle de la vida, pública o privada, esté regulado por una disposición o estatuto divino, encontrado en la Ley.
La Ley escrita, sin embargo, no podía prever todas las circunstancias posteriores; para suplir a esta deficiencia se va complementando con una Ley oral que acumula en forma de jurisprudencia series de casos típicos que puedan servir de norma en toda circunstancia. Los diversos estratos de la Ley oral se van sedimentando y constituyen un cuerpo legal que goza de la misma autoridad que la ley escrita. El hombre, por su parte, se compromete a observar íntegramente cada uno de los preceptos de la Ley, escrita u oral, para alcanzar una perfección moral que le permita estar en paz con Dios.
Este empeño de perfección presupone la responsabilidad individual, no sólo colectiva. Fueron Jeremías y Ezequiel, profetas del tiempo del desastre, quienes despertaron esta idea en Israel. Representó un progreso manifiesto de la conciencia; pero los fariseos le acoplaron el concepto de libertad ilimitada, que exacerbó el sentimiento de responsabilidad personal. Según ellos, el hombre es bueno o malo simplemente porque quiere; la perfección le es posible, pues la observancia total está a su alcance.
Consecuencia de esta doctrina fue demarcar la separación entre justos y pecadores: justo es el hombre bueno, porque se ha propuesto serlo y lo cumple; pecador es el malo, por propia decisión. Cada uno es plenamente responsable de su estado, para bien o para mal. Doctrina de voluntarismo despiadado. El mero estudio o ignorancia de la Ley establecía una línea divisoria, pues no podía aspirarse a la perfección sin un conocimiento detallado de las normas; esto explica el desprecio que los doctos sentían por el vulgo: "Esa plebe que no entiende de la Ley, está maldita" (Jn 7.49).
No podían negar los fariseos la existencia de malas inclinaciones en el hombre. Pero, en vez de considerarlas una limitación de la libertad, las explicaban atribuyendo su origen a Dios, quien desea que el hombre las venza y así adquiera méritos.
El concepto de mérito es típicamente fariseo. En el Antiguo Testamento se hablaba de recompensa, no de mérito. La diferencia estriba en que la recompensa depende de la generosidad del donante, mientras que el mérito exige una paga en proporción a la obra realizada y como efecto suyo propio.
El mérito, según los fariseos, produce una plusvalía en el hombre; el pecado, en cambio, lo devalúa, lo mengua. Como Dios aprecia los valores objetivos, se complace en el justo por su valor intrínseco, y detesta al pecador, culpable de su mísero estado. De este supuesto provenía la condenación implacable del prójimo; si Dios condena a los pecadores, también el justo tiene razón en condenarlos.
Otra consecuencia de la concepción farisea de la libertad es la posibilidad del cambio de vida por una simple decisión de la voluntad. Según ella, el hombre, siendo plenamente libre, puede cambiar su rumbo o su conducta cuando quiera. Tampoco hablaban así los libros inspirados: exhortaban a la conversión, es decir, a la vuelta a Dios como respuesta a su llamada; nunca de la media vuelta del hombre dentro de sí, por propia iniciativa y contando únicamente con sus propios recursos.
LIBERTAD CRISTIANA, LEY, MORAL, OBEDIENCIA: SIGNIFICADO DE LA RELIGIÓN.
CAPÍTULO IV
"DONDE HAY ESPÍRITU DEL SEÑOR, HAY LIBERTAD" (2 Cor 3,17).
En los capítulos anteriores han menudeado las alusiones a la libertad propia del evangelio y del cristiano, pero un punto tan importante merece ser tratado con detención. Además, varias otras cuestiones están ligadas a la de la libertad: la primera, la de la ley, desde la propia Ley de Moisés, y la tentativa de perfección por la observancia de la ley. Segunda, la cuestión de la obediencia, teniendo en cuenta el nuevo estado de conciencia de la humanidad presente. En tercer lugar, las condiciones para una estructura cristiana. Finalmente, la cuestión de si el cristianismo es una religión en el sentido ordinario del término. Comenzaremos por el conato fariseo de obtener la perfección y justificarse ante Dios por el exacto cumplimiento de una ley.
"DONDE HAY ESPÍRITU DEL SEÑOR, HAY LIBERTAD" (2 Cor 3,17).
En los capítulos anteriores han menudeado las alusiones a la libertad propia del evangelio y del cristiano, pero un punto tan importante merece ser tratado con detención. Además, varias otras cuestiones están ligadas a la de la libertad: la primera, la de la ley, desde la propia Ley de Moisés, y la tentativa de perfección por la observancia de la ley. Segunda, la cuestión de la obediencia, teniendo en cuenta el nuevo estado de conciencia de la humanidad presente. En tercer lugar, las condiciones para una estructura cristiana. Finalmente, la cuestión de si el cristianismo es una religión en el sentido ordinario del término. Comenzaremos por el conato fariseo de obtener la perfección y justificarse ante Dios por el exacto cumplimiento de una ley.
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OBEDIENCIA: SIGNIFICADO DE LA RELIGIÓN.
martes, 4 de mayo de 2010
Carismas.
En su cooperación con la obra de Dios, los cristianos no están solos. La paz que Dios quiere para los hombres es sinónimo de vida, y "el regalo (carisma) de Dios es vida eterna por medio de Cristo Jesús Señor nuestro" (Rom 6,23). Cristo, el resucitado, "subió por encima de los cielos para llenar el universo" (Ef 4,10). Derrama dones, destellos de la vida que él posee; son los que llamamos carismas.
Sus dones no se encierran en la Iglesia; así, al menos, se deduce de la cita del salmo 67: "Dio dones a los hombres", y de la frase "para llenar el universo" (Ef 4,8.10). Su vida fermenta en el mundo entero, pero debe ser especialmente visible en la Iglesia. Cada uno recibe su don en la medida en que Cristo se lo da (Ef 4,7); a unos concede ser apóstoles, a otros profetas, a otros evangelistas, a otros pastores y maestros, según la enumeración de Ef 4,11. ¿Para qué estos dones? Con el fin de equiparar al pueblo santo para que preste servicio en la construcción del cuerpo de Cristo; la meta de este trabajo es alcanzar la unidad, la madurez del hombre adulto, el desarrollo proporcionado al Cristo total (Ef 4,11-13); hay que ser auténticos viviendo en el amor y hacer así que el cuerpo crezca hacia Cristo que es la cabeza (ibíd 15).
Cada cristiano recibe su don particular o, mejor, la gracia que recibe tiene su don particular o, mejor, la gracia que recibe tiene su rasgo particular, y con ella debe contribuir al bien de todos. Entre cristianos hay igualdad, pero no igualitarismo. Igualdad significa que cada uno tiene ocasión para desarrollar sus posibilidades y que las dotes personales no autorizan el sentido de la propia importancia (Mt 18,1-4). La igualdad supone que el abono se reparte equitativamente por todo el terreno respetando la espontaneidad de la floración. El igualitarismo, en cambio, se empeña en que todas las plantas tengan la misma estatura y todas las flores igual color. Los dones de Dios son diversos y producen diversidad; el que cada uno recibe determina su puesto en la comunidad de creyentes, y no hay que excederse en las aspiraciones (Rom 12,3) como tampoco enterrar el don (Mt 25,25). Pablo y Apolo eran ambos agentes de Dios para llevar a los corintios a la fe, pero cada uno a su manera, según lo que le dio el Señor (1 Cor 3,7).
Sea el que sea, el don equipa al cristiano para su trabajo (Ef 4,11). No se da para deleite propio ni para el narcisismo. Tal era la idea de algunos corintios a los que san Pablo reprocha su exagerada afición al don de las lenguas arcanas. Entre paganos, el fenómeno místico o insólito era un fin en sí mismo; para el cristiano, cualquier don está ordenado al bien de la comunidad. No puede afincarse en el orgullo, la propia insatisfacción o la devoción privada. La gracia que ha recibido, sea de piedad, oración, afabilidad o elocuencia ha de atravesar la frontera del yo para prestar servicio a otros. Encerrarse y recrearse en su don es obrar en pagano.
La argumentación se apoyaba hasta ahora en el pasaje de Ef 4,7-16. Examinando otras cartas y textos se amplía la idea de carisma. En Rom 12 aparecen como tales no sólo los servicios eminentes prestados a la comunidad, como el del apóstol o profeta, sino también otros humildes y cotidianos, como distribuir limosnas o asistir a los necesitados (Rom 12,8). Es don de Dios tener dotes de predicador, de pensador, de administrador o de enfermero; lo espiritual y lo técnico, todo es carisma.
Su estado de vida es para san Pablo un don (1 Cor 7,7), el esclavo y el libre están llamados por Dios (ibíd 17). Subraya así la unidad del cuerpo de Cristo, integrado por hombres de toda condición y capaz de combinar todas las diferencias. La unidad de la Iglesia no tiene nada que ver con la uniformidad o igualitarismo de que hemos hablado antes. Es una unidad dinámica; sus miembros, precisamente por ser diferentes, pueden contribuir al bien de los demás, cada uno a su manera. Gracias a los carismas es posible la ayuda mutua, que, ejercitada en el amor fraterno, mantiene viva la unidad de la Iglesia, construye la comunidad según la frase usual de san Pablo. La misma ayuda, proyectada hacia afuera, constituye la misión, y la variedad de sus dones permite a la Iglesia hacerse útil en las diversas situaciones que encuentre.
Una palabra a propósito de la esclavitud. San Pablo no afirma que tal condición humana es don de Dios; no se le ocultaban la infelicidad y degradación del esclavo, y él mismo le aconseja emanciparse si se presenta la ocasión ( 1 Cor 7,21). Lo que inculca es que todo cristiano debe cooperar al reinado de Dios desde la situación concreta en que se encuentra. Es una llamada al realismo: no hay que esperar "a que las cosas cambien" para empezar a hacer el bien. El verdadero carisma es la persona, que actúa a través de las circunstancias adversas y a veces valiéndose de ellas.
La variedad de dones fomenta la igualdad fundamental de los cristianos, desterrando la autarquía. Ninguno puede decir a otro "no te necesito" (1 Cor 12,21); hay una interdependencia de todos respecto a todos, querida por Cristo, que reparte sus dones como quiere (ibíd 12,11). La conciencia de esta voluntad del Señor evita el descontento y la envidia y permite la unidad. No faltaban sin duda rivalidades entre los cristianos de Corinto, cuando san Pablo insiste tanto en esta doctrina, recordándoles que las funciones más humildes y con menos apariencia son las más necesarias ( 1 Cor 12,22).
El carisma es, pues, el don o habilidad particular que uno posee y que no ha elegido. Representa su posibilidad concreta de trabajo y puede llamarse la vocación de cada uno. Toca al individuo reconocerlo, aceptarlo como dado por Dios y hacerlo rendir en la tarea común, prestando servicio a los demás en esa línea propia y personal.
Encontramos aquí otro aspecto del realismo cristiano, en relación ahora con la propia persona. Consiste en saber que cada uno tiene su cupo de fe (Rom 12,3) y no aspirar a más de lo que es capaz; en aceptar el propio estado de vida, las cualidades y defectos, como punto de partida para la vida cristiana. Requiere una visión objetiva de la propia persona y circunstancias, estimando el grado de eficacia a que podrá llegar y la actividad más favorable para alcanzarlo. Posición y función social, sexo, grado de cultura, dotes de acción, todo es carisma, si se pone al servicio de los demás.
Analizando la doctrina de san Pablo aparecen los carismas como el encuentro de las dotes del individuo concreto e histórico con el impulso del Espíritu. Para probar esta afirmación examinemos los sinónimos que usa de la palabra carisma (regalo). En primer lugar, "gracia" (don): "Según el don que Dios me ha dado, yo, como hábil arquitecto, coloqué el cimiento" (1 Cor 3,10); se refiere, sin duda alguna, a su calidad de apóstol. Ahora bien, el ser apóstol se llama en Ef 4,11 "dádiva"; en 1 Cor 12,28-29, "carisma"; en Rom 1,1, "vocación". Cuatro términos designan, por tanto, la misma realidad. Si quisiéramos encontrar una diferencia entre don (gracia) y carisma habría que ver en el primero el acto generoso de Dios y en el segundo su expresión equivalente es "lo que Dios asigna" (Rom 12,3-6; 1 Cor 7,17), paralelo de "gracia" y "carisma", en Rom 12,3-6.
Si examinamos ahora las realidades a que se refieren los términos citados, encontraremos como carismas el celibato (1 Cor 7,7), las palabras sabias o que instruyen, el don de la fe, los milagros y curaciones, la profecía, las luces para discernir inspiraciones, el hablar diversas lenguas o traducirlas ( 1 Cor 12,8-11); es una lista más completa, algunos de cuyos términos son repetición de los anteriores, aparecen: ser apóstoles, profetas o maestros, hacer milagros, los dones de curar, la asistencia a los necesitados, la capacidad de dirigir, las diferentes lenguas ( 1 Cor 12,28).
Entre los dones o "dádivas" de Ef 4,11 se enumeran los apóstoles, profetas, evangelistas, pastores y maestros.
Los términos citados, por tanto, prácticamente sinónimos, cubren realidades tan dispares como apóstol, enfermero, administrador o célibe, o sea, dones extraordinarios específicamente cristianos, habilidades y estados de vida.
¿Qué conclusión cabe sacar de esto? A nuestro parecer, la siguiente: que el carisma no consiste solamente en el impulso del Espíritu que empuja a poner las dotes personales al servicio de los demás, sino también en la posibilidad misma de acción, en la realidad que precede al impulso, como tener habilidades para la administración o la asistencia. En fin de cuentas, el carisma o don de Dios consiste en ser tal persona, con tales dotes concretas. El don puede ser de nacimiento, de propia elección o favor especial de Dios, como la inspiración profética o el llamamiento a ser apóstol. Otros pueden ser dotes psíquicas, como probablemente los fenómenos extáticos o el hablar en lenguas arcanas.
Carisma sería, pues, fundamentalmente la persona misma con sus disposiciones innatas y adquiridas, con su temperamento y carácter, su herencia o historia. En ésta puede intervenir Dios, concediendo enriquecimientos especiales, como la vocación apostólica o la inspiración profética.
Dicho de otra manera: carisma es la personalidad dinámica, el uso de las propias dotes en el propio ambiente, bajo el impulso del Espíritu de Dios y ejercitando su carisma. El cristiano sabe de quién le viene ese carisma y conoce que el dador está presente en el don y que espera una administración fiel y fructífera. El triunfo de Cristo está en que los hombres se pongan a la tarea común, al servicio recíproco. El pagano considera sus dotes personales como municiones para la lucha entre rivales. El cristiano, como instrumentos para el bien ajeno.
Cada miembro de la Iglesia es, pues, un don de Dios, que merece consideración y respeto. Cuando uno ejerce su carisma, sea el que sea, representa a Cristo, pues está cumpliendo su encargo. Para recalcar el respeto debido a los otros en la cooperación cristiana usa san Pablo un verbo muy fuerte: "Subordinados unos a otros, por reverencia a Cristo" (Ef 5,21). Todos a todos; ésta es la autoridad del carisma.
Sus dones no se encierran en la Iglesia; así, al menos, se deduce de la cita del salmo 67: "Dio dones a los hombres", y de la frase "para llenar el universo" (Ef 4,8.10). Su vida fermenta en el mundo entero, pero debe ser especialmente visible en la Iglesia. Cada uno recibe su don en la medida en que Cristo se lo da (Ef 4,7); a unos concede ser apóstoles, a otros profetas, a otros evangelistas, a otros pastores y maestros, según la enumeración de Ef 4,11. ¿Para qué estos dones? Con el fin de equiparar al pueblo santo para que preste servicio en la construcción del cuerpo de Cristo; la meta de este trabajo es alcanzar la unidad, la madurez del hombre adulto, el desarrollo proporcionado al Cristo total (Ef 4,11-13); hay que ser auténticos viviendo en el amor y hacer así que el cuerpo crezca hacia Cristo que es la cabeza (ibíd 15).
Cada cristiano recibe su don particular o, mejor, la gracia que recibe tiene su don particular o, mejor, la gracia que recibe tiene su rasgo particular, y con ella debe contribuir al bien de todos. Entre cristianos hay igualdad, pero no igualitarismo. Igualdad significa que cada uno tiene ocasión para desarrollar sus posibilidades y que las dotes personales no autorizan el sentido de la propia importancia (Mt 18,1-4). La igualdad supone que el abono se reparte equitativamente por todo el terreno respetando la espontaneidad de la floración. El igualitarismo, en cambio, se empeña en que todas las plantas tengan la misma estatura y todas las flores igual color. Los dones de Dios son diversos y producen diversidad; el que cada uno recibe determina su puesto en la comunidad de creyentes, y no hay que excederse en las aspiraciones (Rom 12,3) como tampoco enterrar el don (Mt 25,25). Pablo y Apolo eran ambos agentes de Dios para llevar a los corintios a la fe, pero cada uno a su manera, según lo que le dio el Señor (1 Cor 3,7).
Sea el que sea, el don equipa al cristiano para su trabajo (Ef 4,11). No se da para deleite propio ni para el narcisismo. Tal era la idea de algunos corintios a los que san Pablo reprocha su exagerada afición al don de las lenguas arcanas. Entre paganos, el fenómeno místico o insólito era un fin en sí mismo; para el cristiano, cualquier don está ordenado al bien de la comunidad. No puede afincarse en el orgullo, la propia insatisfacción o la devoción privada. La gracia que ha recibido, sea de piedad, oración, afabilidad o elocuencia ha de atravesar la frontera del yo para prestar servicio a otros. Encerrarse y recrearse en su don es obrar en pagano.
La argumentación se apoyaba hasta ahora en el pasaje de Ef 4,7-16. Examinando otras cartas y textos se amplía la idea de carisma. En Rom 12 aparecen como tales no sólo los servicios eminentes prestados a la comunidad, como el del apóstol o profeta, sino también otros humildes y cotidianos, como distribuir limosnas o asistir a los necesitados (Rom 12,8). Es don de Dios tener dotes de predicador, de pensador, de administrador o de enfermero; lo espiritual y lo técnico, todo es carisma.
Su estado de vida es para san Pablo un don (1 Cor 7,7), el esclavo y el libre están llamados por Dios (ibíd 17). Subraya así la unidad del cuerpo de Cristo, integrado por hombres de toda condición y capaz de combinar todas las diferencias. La unidad de la Iglesia no tiene nada que ver con la uniformidad o igualitarismo de que hemos hablado antes. Es una unidad dinámica; sus miembros, precisamente por ser diferentes, pueden contribuir al bien de los demás, cada uno a su manera. Gracias a los carismas es posible la ayuda mutua, que, ejercitada en el amor fraterno, mantiene viva la unidad de la Iglesia, construye la comunidad según la frase usual de san Pablo. La misma ayuda, proyectada hacia afuera, constituye la misión, y la variedad de sus dones permite a la Iglesia hacerse útil en las diversas situaciones que encuentre.
Una palabra a propósito de la esclavitud. San Pablo no afirma que tal condición humana es don de Dios; no se le ocultaban la infelicidad y degradación del esclavo, y él mismo le aconseja emanciparse si se presenta la ocasión ( 1 Cor 7,21). Lo que inculca es que todo cristiano debe cooperar al reinado de Dios desde la situación concreta en que se encuentra. Es una llamada al realismo: no hay que esperar "a que las cosas cambien" para empezar a hacer el bien. El verdadero carisma es la persona, que actúa a través de las circunstancias adversas y a veces valiéndose de ellas.
La variedad de dones fomenta la igualdad fundamental de los cristianos, desterrando la autarquía. Ninguno puede decir a otro "no te necesito" (1 Cor 12,21); hay una interdependencia de todos respecto a todos, querida por Cristo, que reparte sus dones como quiere (ibíd 12,11). La conciencia de esta voluntad del Señor evita el descontento y la envidia y permite la unidad. No faltaban sin duda rivalidades entre los cristianos de Corinto, cuando san Pablo insiste tanto en esta doctrina, recordándoles que las funciones más humildes y con menos apariencia son las más necesarias ( 1 Cor 12,22).
El carisma es, pues, el don o habilidad particular que uno posee y que no ha elegido. Representa su posibilidad concreta de trabajo y puede llamarse la vocación de cada uno. Toca al individuo reconocerlo, aceptarlo como dado por Dios y hacerlo rendir en la tarea común, prestando servicio a los demás en esa línea propia y personal.
Encontramos aquí otro aspecto del realismo cristiano, en relación ahora con la propia persona. Consiste en saber que cada uno tiene su cupo de fe (Rom 12,3) y no aspirar a más de lo que es capaz; en aceptar el propio estado de vida, las cualidades y defectos, como punto de partida para la vida cristiana. Requiere una visión objetiva de la propia persona y circunstancias, estimando el grado de eficacia a que podrá llegar y la actividad más favorable para alcanzarlo. Posición y función social, sexo, grado de cultura, dotes de acción, todo es carisma, si se pone al servicio de los demás.
Analizando la doctrina de san Pablo aparecen los carismas como el encuentro de las dotes del individuo concreto e histórico con el impulso del Espíritu. Para probar esta afirmación examinemos los sinónimos que usa de la palabra carisma (regalo). En primer lugar, "gracia" (don): "Según el don que Dios me ha dado, yo, como hábil arquitecto, coloqué el cimiento" (1 Cor 3,10); se refiere, sin duda alguna, a su calidad de apóstol. Ahora bien, el ser apóstol se llama en Ef 4,11 "dádiva"; en 1 Cor 12,28-29, "carisma"; en Rom 1,1, "vocación". Cuatro términos designan, por tanto, la misma realidad. Si quisiéramos encontrar una diferencia entre don (gracia) y carisma habría que ver en el primero el acto generoso de Dios y en el segundo su expresión equivalente es "lo que Dios asigna" (Rom 12,3-6; 1 Cor 7,17), paralelo de "gracia" y "carisma", en Rom 12,3-6.
Si examinamos ahora las realidades a que se refieren los términos citados, encontraremos como carismas el celibato (1 Cor 7,7), las palabras sabias o que instruyen, el don de la fe, los milagros y curaciones, la profecía, las luces para discernir inspiraciones, el hablar diversas lenguas o traducirlas ( 1 Cor 12,8-11); es una lista más completa, algunos de cuyos términos son repetición de los anteriores, aparecen: ser apóstoles, profetas o maestros, hacer milagros, los dones de curar, la asistencia a los necesitados, la capacidad de dirigir, las diferentes lenguas ( 1 Cor 12,28).
Entre los dones o "dádivas" de Ef 4,11 se enumeran los apóstoles, profetas, evangelistas, pastores y maestros.
Los términos citados, por tanto, prácticamente sinónimos, cubren realidades tan dispares como apóstol, enfermero, administrador o célibe, o sea, dones extraordinarios específicamente cristianos, habilidades y estados de vida.
¿Qué conclusión cabe sacar de esto? A nuestro parecer, la siguiente: que el carisma no consiste solamente en el impulso del Espíritu que empuja a poner las dotes personales al servicio de los demás, sino también en la posibilidad misma de acción, en la realidad que precede al impulso, como tener habilidades para la administración o la asistencia. En fin de cuentas, el carisma o don de Dios consiste en ser tal persona, con tales dotes concretas. El don puede ser de nacimiento, de propia elección o favor especial de Dios, como la inspiración profética o el llamamiento a ser apóstol. Otros pueden ser dotes psíquicas, como probablemente los fenómenos extáticos o el hablar en lenguas arcanas.
Carisma sería, pues, fundamentalmente la persona misma con sus disposiciones innatas y adquiridas, con su temperamento y carácter, su herencia o historia. En ésta puede intervenir Dios, concediendo enriquecimientos especiales, como la vocación apostólica o la inspiración profética.
Dicho de otra manera: carisma es la personalidad dinámica, el uso de las propias dotes en el propio ambiente, bajo el impulso del Espíritu de Dios y ejercitando su carisma. El cristiano sabe de quién le viene ese carisma y conoce que el dador está presente en el don y que espera una administración fiel y fructífera. El triunfo de Cristo está en que los hombres se pongan a la tarea común, al servicio recíproco. El pagano considera sus dotes personales como municiones para la lucha entre rivales. El cristiano, como instrumentos para el bien ajeno.
Cada miembro de la Iglesia es, pues, un don de Dios, que merece consideración y respeto. Cuando uno ejerce su carisma, sea el que sea, representa a Cristo, pues está cumpliendo su encargo. Para recalcar el respeto debido a los otros en la cooperación cristiana usa san Pablo un verbo muy fuerte: "Subordinados unos a otros, por reverencia a Cristo" (Ef 5,21). Todos a todos; ésta es la autoridad del carisma.
La lucha cristiana.
Equipado con su libertad, alegría y valentía, el cristiano lucha por el reino de Cristo, cuya primera condición es liberar al hombre. Quiera aliviar su necesidad y desamparo, tema dominante en la descripción del juicio final, y exorcizar todos los demonios, en primer lugar los que impiden la comunicación humana. Como nota H.Cox, Jesús llamó la atención como gran exorcista (H.COx, The Secular City, Nueva York 1965, 130-142); la liberación de los endemoniados era signo de la presencia del reino de Dios. La mayoría de las enfermedades que curaba y de los demonios que echaba impedían la comunicación humana -ciegos, sordos, mudos, paralíticos- o separaban de la sociedad, como la lepra, "primogénita de la muerte". Cristo quiere que el hombre viva en la realidad, que es la relación.
En un mundo agobiado por las tradiciones del pasado o aterrorizado por las amenazas apocalípticas, Jesús tira hacia el presente. Su clamor: "Arrepentíos, que el reinado de Dios está cerca", llama al hoy y al ahora. El pasado, en cuanto es lastre de culpa u opresión de ley, va a quedar borrado; el futuro, que se ilumina con el esplendor del reino, promete esperanza, no temor. Pero una y otra liberación dependen del "arrepentíos" presente, del cambio de vida. Eliminando angustias y miedos, pone ante la decisión, exige el enfrentamiento. La salvación está aquí y hay que asirla; aprovechar el momento es convertir el pasado en perdón y el porvenir en sonrisa.
En este presente se entrelaza la relación humana: sed compasivos, amad a vuestros enemigos, rezad por los que os persiguen, perdonad al que os ofende, haced por los demás lo que querríais que ellos os hicieran por vosotros. Todo presente. Como en sus curaciones y exorcismos, el suceso presente es señal del reino venidero; en el horizonte brilla la esperanza y transforma el ahora; los que tienen vista aguda y la distinguen actúan en el hoy iluminados por ella. Y su acción es señal del reino para los que no lo disciernen.
La aurora del reino no lleva a la evasión, impone la tarea, es incentivo para obrar. Hay que liberar al hombre, para que viva libre; todo lo que impida el crecimiento o cohíba la libertad, lo que adormece la responsabilidad u obstaculiza el trato es espíritu inmundo que aguarda exorcismo.
La vida cristiana es alegre y sobria, pragmática e idealista. La esperanza y la libertad procuran la alegría; la urgencia de la misión, que avasalla a los demás valores, crea un clima de sobriedad. A él se refería san Pablo en un discutido pasaje: "El plazo se ha acortado; en adelante, los que tienen mujer pórtense como si no la tuvieran; los que sufren, como si no sufrieran; los que gozan, como si no gozaran; los que adquieren, como si no poseyeran; los que sacan partido de este mundo, como si no disfrutaran; porque el papel de este mundo está para terminar" (1 Cor 7,29-31).
La impaciencia escatológica que domina este texto no le quita su significado para todo tiempo. Clave para interpretarlo es distinguir entre los indicativos (tienen, sufren, gozan, etc), que expresan la realidad en que se vive, y los modos irreales (como si...), que muestran la actitud que la gobierna. San Pablo afirma que ninguna actividad o estado determina por sí mismo la orientación de la existencia; ésta se encuentra englobada en una realidad más alta, y recibe su orientación de la tarea por el reino de Dios.
Si el núcleo de la obra de Cristo consiste en restaurar las relaciones humanas, se comprende su insistencia en el perdón mutuo. El perdón no es una condición más para el reino, es la condición indispensable; sin él no hay acceso a Dios, no valen los sacrificios (Mt 5,24), Dios no perdona (Mt 6,14-15), se cae bajo la ira tremenda (Mt 18,34-35); ha de ser interior (ibíd.35) y continuo (ibíd, 22). Sin perdón mutuo y fácil, ninguna relación humana subsiste; proliferan el odio y la enemistad, el hombre se eriza y corta los puentes. Y romper con el hombre es romper con Dios.
A la lucha cristiana pertenecen las metáforas militares de san Pablo. No hay que alarmarse; no pretendemos arengar a los soldados de Cristo ni a los escuadrones e la Iglesia. Lucha cristiana es la del médico con la enfermedad; el cristiano lucha por la paz y con la paz, por el bien y con el bien. Estos son sus objetivos y sus armas. Sus manos llevan hermandad; su mirada, comprensión; su corazón, estima; su palabra, cariño. Este es su arsenal.
En el lenguaje de san Pablo el correaje que tiene ceñido el uniforme es la autenticidad; justicia y salvación son coraza y casco; y las botas del soldado le permiten correr para dar la noticia de la paz; la espada se la procura el Espíritu, y es la palabra que Dios inspira (Ef 6,14-18).
Como hemos expuesto en el primer capítulo, el escenario de la lucha por el reino de Dios es el mundo entero, y es Cristo quien la lleva adelante. La Iglesia no monopoliza la iniciativa, su misión es cooperar con el impulso de Dios dondequiera que se manifieste; su postura no es paternalista, pretendiendo saberlo o dirigirlo todo; tiene que escuchar y aprender, para cooperar eficazmente, arrimando el hombre en toda empresa prometedora, dialogando con todos, ofreciendo modestamente sus músculos y su punto de vista. Puede indicar los baches que vea en la ruta, sin pretender tampoco divisarlos todos.
Por otra parte, debe asumir a veces el papel de vanguardia y avanzadilla. Nadie tiene derecho a ser más entusiasta que el cristiano por la otra de paz y reconciliación en el mundo, sostenido como está por su fe y esperanza. Nadie debería atarearse con más convicción por la hermandad entre los hombres que uno que ya la goza en el seno de su grupo. Porque la vida cristiana es también goce. El grupo cristiano es alegría compartida, libertad y amor. Quien tiene experiencia de lo que significa estar alegres con el Señor (Flp 4,4), quien encuentra el tesoro, desea hacer partícipes a los demás.
La conducta y las reacciones del cristiano han de ser las de un hombre comprometido, realista y maduro. Piedades extemporáneas, providencialismos infantiles, rebeldías sistemáticas, posiciones irrazonadas, etiquetas partidistas, todo son inmadureces. Frente al mundo, el cristiano lleva un solo a priori: la esperanza. Usará tacto, constancia, flexibilidad o energía y soportará el sufrimiento cuando haga falta.
La ambigüedad que descubre en las iniciativas de alrededor pueden desalentarlo y paralizar su acción. Hay quien proclama que el hombre inteligente es por fuerza indeciso; ve tantas razones en pro y en contra de cada opción que al final permanece inactivo. Este razonamiento es falaz. ¿Significaría que de los grandes hombres de acción ninguno fue inteligente? Cabría decir, al contrario, que si la indecisión proviniera de la inteligencia sería de su defecto, no de su sobra. El hombre inteligente de verdad no descubre sólo los pros y contras, es también capaz de juzgar globalmente una y otra alternativa. Nada de este mundo carece de inconvenientes ni está exento de riesgos; el mérito está en ver cuál de las propuestas tiene razón en lo esencial, atina más con el objetivo, ofrece más garantías de éxito. Entonces, con toda conciencia de sus turbideces, hay que apoyar lo que es justo, bueno y necesario, ayudarlo a filtrarlo. Es táctica vieja condenar o ignorar un movimiento, una reivindicación, señalando defectos, juzgando por lo periférico, sin querer examinar lo central. Se miran los lunares sin palpar el esqueleto y, lo que es más grave, sin sacarse la viga se hacen ascos a las pajas.
Una conducta de ese género da razón a los fariseos contra Jesús; ellos, ante la curación de un enfermo en sábado, objetaron la violación de un precepto par anegar la mano de Dios en el hecho.
En un mundo agobiado por las tradiciones del pasado o aterrorizado por las amenazas apocalípticas, Jesús tira hacia el presente. Su clamor: "Arrepentíos, que el reinado de Dios está cerca", llama al hoy y al ahora. El pasado, en cuanto es lastre de culpa u opresión de ley, va a quedar borrado; el futuro, que se ilumina con el esplendor del reino, promete esperanza, no temor. Pero una y otra liberación dependen del "arrepentíos" presente, del cambio de vida. Eliminando angustias y miedos, pone ante la decisión, exige el enfrentamiento. La salvación está aquí y hay que asirla; aprovechar el momento es convertir el pasado en perdón y el porvenir en sonrisa.
En este presente se entrelaza la relación humana: sed compasivos, amad a vuestros enemigos, rezad por los que os persiguen, perdonad al que os ofende, haced por los demás lo que querríais que ellos os hicieran por vosotros. Todo presente. Como en sus curaciones y exorcismos, el suceso presente es señal del reino venidero; en el horizonte brilla la esperanza y transforma el ahora; los que tienen vista aguda y la distinguen actúan en el hoy iluminados por ella. Y su acción es señal del reino para los que no lo disciernen.
La aurora del reino no lleva a la evasión, impone la tarea, es incentivo para obrar. Hay que liberar al hombre, para que viva libre; todo lo que impida el crecimiento o cohíba la libertad, lo que adormece la responsabilidad u obstaculiza el trato es espíritu inmundo que aguarda exorcismo.
La vida cristiana es alegre y sobria, pragmática e idealista. La esperanza y la libertad procuran la alegría; la urgencia de la misión, que avasalla a los demás valores, crea un clima de sobriedad. A él se refería san Pablo en un discutido pasaje: "El plazo se ha acortado; en adelante, los que tienen mujer pórtense como si no la tuvieran; los que sufren, como si no sufrieran; los que gozan, como si no gozaran; los que adquieren, como si no poseyeran; los que sacan partido de este mundo, como si no disfrutaran; porque el papel de este mundo está para terminar" (1 Cor 7,29-31).
La impaciencia escatológica que domina este texto no le quita su significado para todo tiempo. Clave para interpretarlo es distinguir entre los indicativos (tienen, sufren, gozan, etc), que expresan la realidad en que se vive, y los modos irreales (como si...), que muestran la actitud que la gobierna. San Pablo afirma que ninguna actividad o estado determina por sí mismo la orientación de la existencia; ésta se encuentra englobada en una realidad más alta, y recibe su orientación de la tarea por el reino de Dios.
Si el núcleo de la obra de Cristo consiste en restaurar las relaciones humanas, se comprende su insistencia en el perdón mutuo. El perdón no es una condición más para el reino, es la condición indispensable; sin él no hay acceso a Dios, no valen los sacrificios (Mt 5,24), Dios no perdona (Mt 6,14-15), se cae bajo la ira tremenda (Mt 18,34-35); ha de ser interior (ibíd.35) y continuo (ibíd, 22). Sin perdón mutuo y fácil, ninguna relación humana subsiste; proliferan el odio y la enemistad, el hombre se eriza y corta los puentes. Y romper con el hombre es romper con Dios.
A la lucha cristiana pertenecen las metáforas militares de san Pablo. No hay que alarmarse; no pretendemos arengar a los soldados de Cristo ni a los escuadrones e la Iglesia. Lucha cristiana es la del médico con la enfermedad; el cristiano lucha por la paz y con la paz, por el bien y con el bien. Estos son sus objetivos y sus armas. Sus manos llevan hermandad; su mirada, comprensión; su corazón, estima; su palabra, cariño. Este es su arsenal.
En el lenguaje de san Pablo el correaje que tiene ceñido el uniforme es la autenticidad; justicia y salvación son coraza y casco; y las botas del soldado le permiten correr para dar la noticia de la paz; la espada se la procura el Espíritu, y es la palabra que Dios inspira (Ef 6,14-18).
Como hemos expuesto en el primer capítulo, el escenario de la lucha por el reino de Dios es el mundo entero, y es Cristo quien la lleva adelante. La Iglesia no monopoliza la iniciativa, su misión es cooperar con el impulso de Dios dondequiera que se manifieste; su postura no es paternalista, pretendiendo saberlo o dirigirlo todo; tiene que escuchar y aprender, para cooperar eficazmente, arrimando el hombre en toda empresa prometedora, dialogando con todos, ofreciendo modestamente sus músculos y su punto de vista. Puede indicar los baches que vea en la ruta, sin pretender tampoco divisarlos todos.
Por otra parte, debe asumir a veces el papel de vanguardia y avanzadilla. Nadie tiene derecho a ser más entusiasta que el cristiano por la otra de paz y reconciliación en el mundo, sostenido como está por su fe y esperanza. Nadie debería atarearse con más convicción por la hermandad entre los hombres que uno que ya la goza en el seno de su grupo. Porque la vida cristiana es también goce. El grupo cristiano es alegría compartida, libertad y amor. Quien tiene experiencia de lo que significa estar alegres con el Señor (Flp 4,4), quien encuentra el tesoro, desea hacer partícipes a los demás.
La conducta y las reacciones del cristiano han de ser las de un hombre comprometido, realista y maduro. Piedades extemporáneas, providencialismos infantiles, rebeldías sistemáticas, posiciones irrazonadas, etiquetas partidistas, todo son inmadureces. Frente al mundo, el cristiano lleva un solo a priori: la esperanza. Usará tacto, constancia, flexibilidad o energía y soportará el sufrimiento cuando haga falta.
La ambigüedad que descubre en las iniciativas de alrededor pueden desalentarlo y paralizar su acción. Hay quien proclama que el hombre inteligente es por fuerza indeciso; ve tantas razones en pro y en contra de cada opción que al final permanece inactivo. Este razonamiento es falaz. ¿Significaría que de los grandes hombres de acción ninguno fue inteligente? Cabría decir, al contrario, que si la indecisión proviniera de la inteligencia sería de su defecto, no de su sobra. El hombre inteligente de verdad no descubre sólo los pros y contras, es también capaz de juzgar globalmente una y otra alternativa. Nada de este mundo carece de inconvenientes ni está exento de riesgos; el mérito está en ver cuál de las propuestas tiene razón en lo esencial, atina más con el objetivo, ofrece más garantías de éxito. Entonces, con toda conciencia de sus turbideces, hay que apoyar lo que es justo, bueno y necesario, ayudarlo a filtrarlo. Es táctica vieja condenar o ignorar un movimiento, una reivindicación, señalando defectos, juzgando por lo periférico, sin querer examinar lo central. Se miran los lunares sin palpar el esqueleto y, lo que es más grave, sin sacarse la viga se hacen ascos a las pajas.
Una conducta de ese género da razón a los fariseos contra Jesús; ellos, ante la curación de un enfermo en sábado, objetaron la violación de un precepto par anegar la mano de Dios en el hecho.
Redención.
El cristianismo proclama una redención efectuada por Cristo. Esta afirmación central y esencial puede ser mal interpretada. Sería falso concebir la redención como el paso fugaz por la tierra de un ser divino, de un personaje mítico-histórico que trajera a los hombres la posibilidad de escape a un más allá.
La redención, por el contrario, equipa al hombre para su tarea en el más acá. Jesucristo lo libera de las ataduras que le impedían el movimiento. La esclavitud del egoísmo, que lo incapacitaba para la relación con sus semejantes desaparece por el perdón de Dios y el don del Espíritu. El hombre puede descargarse de su pasado, olvidar su remordimiento, para empezar a obrar con un alma nueva. Liberado del dominio del mal, está preparado para liberar a otros. Redención es liberación para liberar; los redimidos no son expatriados, sino avanzadilla, se incorporan a las fuerzas de la verdad y del Espíritu.
La salvación no se verifica en el extremo de la existencia, sino en su centro; no al final de la carrera, sino al principio. Recordemos de nuevo a los apóstoles embebidos después de la ascensión y a los dos hombres que los sacan de su pasmo (Hch 1,11); era el momento de empezar la tarea, de ir a Jerusalén para llegar después con su testimonio hasta el confín de la tierra.
Entre los que viven añorando ayeres o profetizando mañanas, el cristiano se aferra al presente por la luz del anteayer - la cruz y la resurrección - y la del pasado mañana - la manifestación del reino de Dios-. Cristo es Señor hoy y es preciso secundar su acción en cada momento. El creyente mira al pasado con estima, pero sin superstición; al futuro con esperanza, pero sin optimismos superficiales. Ni a uno ni a otro los toma como refugio; su roca es la fe, los ojos que disciernen la acción de Cristo en el revoltijo humano, la verdad y bondad de Cristo en el confusionismo ambiente; la fe que ve despuntar el verde de la vida en el fanguizal de la corrupción.
La fe es su trampolín; apoyado en ella se lanza a colaborar en la empresa social y cultural del mundo. Es también su brújula, que orienta su actividad y su colaboración. La gracia que ha recibido le hace valorar la creación y encaminarla con cariño. Quien está salvado quiere salvarlo todo consigo.
Juzgadas así las cosas, incluso el mal del mundo aparece con otra luz. El filósofo se preocupa del origen del mal; al cristiano interesa más su término. Sabe que no es mero fruto de la ignorancia, sino vicio de la voluntad; que mal y creación no se identifican, pues el mal no salió de las manos de Dios. Es una herida, y Dios envió a Cristo para curarla; por eso aun el mal está bañado por una luz de esperanza.
La redención, por el contrario, equipa al hombre para su tarea en el más acá. Jesucristo lo libera de las ataduras que le impedían el movimiento. La esclavitud del egoísmo, que lo incapacitaba para la relación con sus semejantes desaparece por el perdón de Dios y el don del Espíritu. El hombre puede descargarse de su pasado, olvidar su remordimiento, para empezar a obrar con un alma nueva. Liberado del dominio del mal, está preparado para liberar a otros. Redención es liberación para liberar; los redimidos no son expatriados, sino avanzadilla, se incorporan a las fuerzas de la verdad y del Espíritu.
La salvación no se verifica en el extremo de la existencia, sino en su centro; no al final de la carrera, sino al principio. Recordemos de nuevo a los apóstoles embebidos después de la ascensión y a los dos hombres que los sacan de su pasmo (Hch 1,11); era el momento de empezar la tarea, de ir a Jerusalén para llegar después con su testimonio hasta el confín de la tierra.
Entre los que viven añorando ayeres o profetizando mañanas, el cristiano se aferra al presente por la luz del anteayer - la cruz y la resurrección - y la del pasado mañana - la manifestación del reino de Dios-. Cristo es Señor hoy y es preciso secundar su acción en cada momento. El creyente mira al pasado con estima, pero sin superstición; al futuro con esperanza, pero sin optimismos superficiales. Ni a uno ni a otro los toma como refugio; su roca es la fe, los ojos que disciernen la acción de Cristo en el revoltijo humano, la verdad y bondad de Cristo en el confusionismo ambiente; la fe que ve despuntar el verde de la vida en el fanguizal de la corrupción.
La fe es su trampolín; apoyado en ella se lanza a colaborar en la empresa social y cultural del mundo. Es también su brújula, que orienta su actividad y su colaboración. La gracia que ha recibido le hace valorar la creación y encaminarla con cariño. Quien está salvado quiere salvarlo todo consigo.
Juzgadas así las cosas, incluso el mal del mundo aparece con otra luz. El filósofo se preocupa del origen del mal; al cristiano interesa más su término. Sabe que no es mero fruto de la ignorancia, sino vicio de la voluntad; que mal y creación no se identifican, pues el mal no salió de las manos de Dios. Es una herida, y Dios envió a Cristo para curarla; por eso aun el mal está bañado por una luz de esperanza.
Idealismo y realismo cristiano.
Hay que insistir en que el cristiano no vive suspirando por un más allá, al menos si escucha la Sagrada Escritura. En el Antiguo Testamento Dios actuaba aquí abajo, sus promesas y bendiciones eran para esta tierra. Y en el Nuevo Testamento se proclama la última etapa del trabajo de Dios en el mundo. El no llama a otro; al enviar su Espíritu, don de los últimos días, empieza a comprometerse a fondo en la historia humana. El Espíritu no se lleva a Jesús al cielo, lo engrana en esta tierra; su tarea no consiste en escaparse de esta realidad, sino transformarla.
Cuando en la escena de la ascensión se quedan los apóstoles mirando al cielo, los mensajeros no alimentan su anhelo de seguir al Señor, sino les advierten con cierta brusquedad que el Señor volverá (Hch 1,11). La Iglesia no posee un pasaporte terrestre con un visado para el cielo, sino más bien un pasaporte celeste con un permiso de inmigración que tiene como objetivo establecer aquí una colonia. El final de los tiempos se describe como la vuelta de Cristo (1 Tes 1,10) o como el ascenso a este mundo de la Jerusalén celeste (Ap 21,10).
Pero si el cristiano no pone su corazón en un más allá, sí está hechizado por la visión de un "más adelante"; en este sentido es hombre de utopía, por decirlo así, pero de una utopía prometida y garantizada. Sabe que el mundo perfecto no es sólo posibilidad, sino promesa; que el bien prevalecerá sobre el mal.
El cristiano tiene en su habitación un archivo, que es su historia; sobre la mesa, un periódico, qu es su presente, y la luz le entra por una ventana orientada hacia el futuro. Lo que se ve por ella no es un espejismo, está garantizado con la muerte y resurrección de Cristo; tenemos en el bolsillo el documento, firmado con sangre y sellado con gloria. Lo prometido es tan desmesurado que excede la imaginación, pero su magnitud no mengua su certeza.
En la senda cristiana, mientras los pies pisan el polvo, los ojos escrutan el horizonte, para que cada paso acerque a la meta. EL pasado puede aconsejar o disuadir, pero el futuro es el que orienta; al fin y al cabo, el criterio decisivo para juzgar pasado y presente está en ver si la propuesta del pasado trabaja por la realidad del porvenir.
El futuro juzga también las modas del presente, revelando sus fallos y prohibiendo los bandazos irreflexivos. Empuja a encontrar nuevas soluciones y es aguijón de la inventiva. La esperanza además no se alimenta como una computadora, barajando solamente los datos del presente; inspirada por su visión, busca soluciones nuevas, aunque al principio no parezcan factibles. El Dios que espera al final del camino en el esplendor del reino acompaña también en la ruta. Su Espíritu empuja. El presente no tiene nunca la última palabra; apreciando sus valores, las estructuras cristianas de pensamiento y acción miran al reino de Dios, sin pensar que una época pasada tuvo la iniciativa final ni que la sensibilidad de hoy es la definitiva perfección. Por ser fiel a su esperanza, no encuentra seguridad en el presente ni en el pasado, vive en su tienda plegable y divisa a lo lejos algo que brilla.
El hombre de la utopía es al mismo tiempo el realista. ¿Cómo llevar adelante la lucha?, ¿cómo cooperar al reino de Cristo? El primer sentido de su realismo es reconocer y aceptar el mundo que Dios le pone delante. No se evapora en futuribles ni empieza enunciados condicionales: si yo estuviera en otras condiciones, si las circunstancias fueran diferentes. Irrealismo es negarse a comenzar por el punto de partida que Dios señala. Su resultado es contentarse con veleidades, encontrando siempre un pretexto para diferir la acción.
Pero existe otro modo de irrealismo que se refiere a Dios, y consiste también en no aceptarlo com él se presenta. Se fabrica una idea de Dios para oponerla al Dios vivo, y se juzga a Dios en el tribunal de la idea. Corren este peligro ciertas piedades testarudas. El Dios real, según él se ha revelado, obra de manera a menudo desconcertante e imprevista. Envía profetas amenazadores, derrotistas o consoladores; amenaza y se arrepiente; se revela plenamente en un hombre pobre y libre, cariñoso y duro, valiente y angustiado, condenado como un malhechor; permite la duda y la oposición, se manifiesta en la debilidad. No mide su amor por la bondad del hombre ni impone condiciones preliminares, espera una respuesta. Perdona, disculpa y salva a sus enemigos.
Dios rebosa toda categoría y concepto. Es peligroso encerrarlo en un sistema, pues la teoría puede desbancar al Dios verdadero y esculpir en su lugar un becerro de más o menos quilates. Si la acción de Dios fue previsible en el pasado, puede serlo también en el porvenir. No toca al cristiano dibujar el plano de la acción futura de Dios ni trazar las carreteras por donde han de avanzar sus vanguardias. Al contrario, estará a la expectativa, observando dónde empieza a removerse el agua; allí está a la obra el ángel del Señor.
La acción de Cristo no se limita a la Iglesia. De los profetas de Israel, al menos Oseas surgió en la parte del reino separada de la ortodoxia de Jerusalén. No podemos desechar sin examen las voces que claman al otro lado de la tapia. Si así lo hiciéramos, estaríamos ignorando la actividad del Espíritu en el mundo.
En las antiguas religiones, el dios o los dioses, a menudos nacidos de este mundo, se distancian de él, no se entrometen en los asuntos de los hombres. Eran dioses indiferentes o lejanos. Requerían oraciones y sacrificios para inclinarse sobre la esfera sublunar. En el Antiguo Testamento sucede lo contrario; Dios actúa por propia iniciativa. No lo tiene todo escrito, sigue escribiendo, y toma por falsilla la libertad del hombre. El llama a los que no lo buscan, a Caín, a Abrahán, a los profetas, interviene con los reyes, denuncia los pactos internacionales. En el Nuevo Testamento se encarga de que nazca Juan Bautista y propone a María ser madre del Salvador. Entra en la historia con Jesucristo, que nace en tiempo de Augusto, empieza a predicar durante el reinado de Tiberio y muere bajo Poncio Pilato. Para encontrar la revelación de Dios hay que estudiar historia humana, pues no consiste en un libro intermporal ni en dichos de sabiduría perenne, sino en el modo de vivir y de hablar de una persona en una época y ambiente concretos.
Cuando en la escena de la ascensión se quedan los apóstoles mirando al cielo, los mensajeros no alimentan su anhelo de seguir al Señor, sino les advierten con cierta brusquedad que el Señor volverá (Hch 1,11). La Iglesia no posee un pasaporte terrestre con un visado para el cielo, sino más bien un pasaporte celeste con un permiso de inmigración que tiene como objetivo establecer aquí una colonia. El final de los tiempos se describe como la vuelta de Cristo (1 Tes 1,10) o como el ascenso a este mundo de la Jerusalén celeste (Ap 21,10).
Pero si el cristiano no pone su corazón en un más allá, sí está hechizado por la visión de un "más adelante"; en este sentido es hombre de utopía, por decirlo así, pero de una utopía prometida y garantizada. Sabe que el mundo perfecto no es sólo posibilidad, sino promesa; que el bien prevalecerá sobre el mal.
El cristiano tiene en su habitación un archivo, que es su historia; sobre la mesa, un periódico, qu es su presente, y la luz le entra por una ventana orientada hacia el futuro. Lo que se ve por ella no es un espejismo, está garantizado con la muerte y resurrección de Cristo; tenemos en el bolsillo el documento, firmado con sangre y sellado con gloria. Lo prometido es tan desmesurado que excede la imaginación, pero su magnitud no mengua su certeza.
En la senda cristiana, mientras los pies pisan el polvo, los ojos escrutan el horizonte, para que cada paso acerque a la meta. EL pasado puede aconsejar o disuadir, pero el futuro es el que orienta; al fin y al cabo, el criterio decisivo para juzgar pasado y presente está en ver si la propuesta del pasado trabaja por la realidad del porvenir.
El futuro juzga también las modas del presente, revelando sus fallos y prohibiendo los bandazos irreflexivos. Empuja a encontrar nuevas soluciones y es aguijón de la inventiva. La esperanza además no se alimenta como una computadora, barajando solamente los datos del presente; inspirada por su visión, busca soluciones nuevas, aunque al principio no parezcan factibles. El Dios que espera al final del camino en el esplendor del reino acompaña también en la ruta. Su Espíritu empuja. El presente no tiene nunca la última palabra; apreciando sus valores, las estructuras cristianas de pensamiento y acción miran al reino de Dios, sin pensar que una época pasada tuvo la iniciativa final ni que la sensibilidad de hoy es la definitiva perfección. Por ser fiel a su esperanza, no encuentra seguridad en el presente ni en el pasado, vive en su tienda plegable y divisa a lo lejos algo que brilla.
El hombre de la utopía es al mismo tiempo el realista. ¿Cómo llevar adelante la lucha?, ¿cómo cooperar al reino de Cristo? El primer sentido de su realismo es reconocer y aceptar el mundo que Dios le pone delante. No se evapora en futuribles ni empieza enunciados condicionales: si yo estuviera en otras condiciones, si las circunstancias fueran diferentes. Irrealismo es negarse a comenzar por el punto de partida que Dios señala. Su resultado es contentarse con veleidades, encontrando siempre un pretexto para diferir la acción.
Pero existe otro modo de irrealismo que se refiere a Dios, y consiste también en no aceptarlo com él se presenta. Se fabrica una idea de Dios para oponerla al Dios vivo, y se juzga a Dios en el tribunal de la idea. Corren este peligro ciertas piedades testarudas. El Dios real, según él se ha revelado, obra de manera a menudo desconcertante e imprevista. Envía profetas amenazadores, derrotistas o consoladores; amenaza y se arrepiente; se revela plenamente en un hombre pobre y libre, cariñoso y duro, valiente y angustiado, condenado como un malhechor; permite la duda y la oposición, se manifiesta en la debilidad. No mide su amor por la bondad del hombre ni impone condiciones preliminares, espera una respuesta. Perdona, disculpa y salva a sus enemigos.
Dios rebosa toda categoría y concepto. Es peligroso encerrarlo en un sistema, pues la teoría puede desbancar al Dios verdadero y esculpir en su lugar un becerro de más o menos quilates. Si la acción de Dios fue previsible en el pasado, puede serlo también en el porvenir. No toca al cristiano dibujar el plano de la acción futura de Dios ni trazar las carreteras por donde han de avanzar sus vanguardias. Al contrario, estará a la expectativa, observando dónde empieza a removerse el agua; allí está a la obra el ángel del Señor.
La acción de Cristo no se limita a la Iglesia. De los profetas de Israel, al menos Oseas surgió en la parte del reino separada de la ortodoxia de Jerusalén. No podemos desechar sin examen las voces que claman al otro lado de la tapia. Si así lo hiciéramos, estaríamos ignorando la actividad del Espíritu en el mundo.
En las antiguas religiones, el dios o los dioses, a menudos nacidos de este mundo, se distancian de él, no se entrometen en los asuntos de los hombres. Eran dioses indiferentes o lejanos. Requerían oraciones y sacrificios para inclinarse sobre la esfera sublunar. En el Antiguo Testamento sucede lo contrario; Dios actúa por propia iniciativa. No lo tiene todo escrito, sigue escribiendo, y toma por falsilla la libertad del hombre. El llama a los que no lo buscan, a Caín, a Abrahán, a los profetas, interviene con los reyes, denuncia los pactos internacionales. En el Nuevo Testamento se encarga de que nazca Juan Bautista y propone a María ser madre del Salvador. Entra en la historia con Jesucristo, que nace en tiempo de Augusto, empieza a predicar durante el reinado de Tiberio y muere bajo Poncio Pilato. Para encontrar la revelación de Dios hay que estudiar historia humana, pues no consiste en un libro intermporal ni en dichos de sabiduría perenne, sino en el modo de vivir y de hablar de una persona en una época y ambiente concretos.
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