Equipado con su libertad, alegría y valentía, el cristiano lucha por el reino de Cristo, cuya primera condición es liberar al hombre. Quiera aliviar su necesidad y desamparo, tema dominante en la descripción del juicio final, y exorcizar todos los demonios, en primer lugar los que impiden la comunicación humana. Como nota H.Cox, Jesús llamó la atención como gran exorcista (H.COx, The Secular City, Nueva York 1965, 130-142); la liberación de los endemoniados era signo de la presencia del reino de Dios. La mayoría de las enfermedades que curaba y de los demonios que echaba impedían la comunicación humana -ciegos, sordos, mudos, paralíticos- o separaban de la sociedad, como la lepra, "primogénita de la muerte". Cristo quiere que el hombre viva en la realidad, que es la relación.
En un mundo agobiado por las tradiciones del pasado o aterrorizado por las amenazas apocalípticas, Jesús tira hacia el presente. Su clamor: "Arrepentíos, que el reinado de Dios está cerca", llama al hoy y al ahora. El pasado, en cuanto es lastre de culpa u opresión de ley, va a quedar borrado; el futuro, que se ilumina con el esplendor del reino, promete esperanza, no temor. Pero una y otra liberación dependen del "arrepentíos" presente, del cambio de vida. Eliminando angustias y miedos, pone ante la decisión, exige el enfrentamiento. La salvación está aquí y hay que asirla; aprovechar el momento es convertir el pasado en perdón y el porvenir en sonrisa.
En este presente se entrelaza la relación humana: sed compasivos, amad a vuestros enemigos, rezad por los que os persiguen, perdonad al que os ofende, haced por los demás lo que querríais que ellos os hicieran por vosotros. Todo presente. Como en sus curaciones y exorcismos, el suceso presente es señal del reino venidero; en el horizonte brilla la esperanza y transforma el ahora; los que tienen vista aguda y la distinguen actúan en el hoy iluminados por ella. Y su acción es señal del reino para los que no lo disciernen.
La aurora del reino no lleva a la evasión, impone la tarea, es incentivo para obrar. Hay que liberar al hombre, para que viva libre; todo lo que impida el crecimiento o cohíba la libertad, lo que adormece la responsabilidad u obstaculiza el trato es espíritu inmundo que aguarda exorcismo.
La vida cristiana es alegre y sobria, pragmática e idealista. La esperanza y la libertad procuran la alegría; la urgencia de la misión, que avasalla a los demás valores, crea un clima de sobriedad. A él se refería san Pablo en un discutido pasaje: "El plazo se ha acortado; en adelante, los que tienen mujer pórtense como si no la tuvieran; los que sufren, como si no sufrieran; los que gozan, como si no gozaran; los que adquieren, como si no poseyeran; los que sacan partido de este mundo, como si no disfrutaran; porque el papel de este mundo está para terminar" (1 Cor 7,29-31).
La impaciencia escatológica que domina este texto no le quita su significado para todo tiempo. Clave para interpretarlo es distinguir entre los indicativos (tienen, sufren, gozan, etc), que expresan la realidad en que se vive, y los modos irreales (como si...), que muestran la actitud que la gobierna. San Pablo afirma que ninguna actividad o estado determina por sí mismo la orientación de la existencia; ésta se encuentra englobada en una realidad más alta, y recibe su orientación de la tarea por el reino de Dios.
Si el núcleo de la obra de Cristo consiste en restaurar las relaciones humanas, se comprende su insistencia en el perdón mutuo. El perdón no es una condición más para el reino, es la condición indispensable; sin él no hay acceso a Dios, no valen los sacrificios (Mt 5,24), Dios no perdona (Mt 6,14-15), se cae bajo la ira tremenda (Mt 18,34-35); ha de ser interior (ibíd.35) y continuo (ibíd, 22). Sin perdón mutuo y fácil, ninguna relación humana subsiste; proliferan el odio y la enemistad, el hombre se eriza y corta los puentes. Y romper con el hombre es romper con Dios.
A la lucha cristiana pertenecen las metáforas militares de san Pablo. No hay que alarmarse; no pretendemos arengar a los soldados de Cristo ni a los escuadrones e la Iglesia. Lucha cristiana es la del médico con la enfermedad; el cristiano lucha por la paz y con la paz, por el bien y con el bien. Estos son sus objetivos y sus armas. Sus manos llevan hermandad; su mirada, comprensión; su corazón, estima; su palabra, cariño. Este es su arsenal.
En el lenguaje de san Pablo el correaje que tiene ceñido el uniforme es la autenticidad; justicia y salvación son coraza y casco; y las botas del soldado le permiten correr para dar la noticia de la paz; la espada se la procura el Espíritu, y es la palabra que Dios inspira (Ef 6,14-18).
Como hemos expuesto en el primer capítulo, el escenario de la lucha por el reino de Dios es el mundo entero, y es Cristo quien la lleva adelante. La Iglesia no monopoliza la iniciativa, su misión es cooperar con el impulso de Dios dondequiera que se manifieste; su postura no es paternalista, pretendiendo saberlo o dirigirlo todo; tiene que escuchar y aprender, para cooperar eficazmente, arrimando el hombre en toda empresa prometedora, dialogando con todos, ofreciendo modestamente sus músculos y su punto de vista. Puede indicar los baches que vea en la ruta, sin pretender tampoco divisarlos todos.
Por otra parte, debe asumir a veces el papel de vanguardia y avanzadilla. Nadie tiene derecho a ser más entusiasta que el cristiano por la otra de paz y reconciliación en el mundo, sostenido como está por su fe y esperanza. Nadie debería atarearse con más convicción por la hermandad entre los hombres que uno que ya la goza en el seno de su grupo. Porque la vida cristiana es también goce. El grupo cristiano es alegría compartida, libertad y amor. Quien tiene experiencia de lo que significa estar alegres con el Señor (Flp 4,4), quien encuentra el tesoro, desea hacer partícipes a los demás.
La conducta y las reacciones del cristiano han de ser las de un hombre comprometido, realista y maduro. Piedades extemporáneas, providencialismos infantiles, rebeldías sistemáticas, posiciones irrazonadas, etiquetas partidistas, todo son inmadureces. Frente al mundo, el cristiano lleva un solo a priori: la esperanza. Usará tacto, constancia, flexibilidad o energía y soportará el sufrimiento cuando haga falta.
La ambigüedad que descubre en las iniciativas de alrededor pueden desalentarlo y paralizar su acción. Hay quien proclama que el hombre inteligente es por fuerza indeciso; ve tantas razones en pro y en contra de cada opción que al final permanece inactivo. Este razonamiento es falaz. ¿Significaría que de los grandes hombres de acción ninguno fue inteligente? Cabría decir, al contrario, que si la indecisión proviniera de la inteligencia sería de su defecto, no de su sobra. El hombre inteligente de verdad no descubre sólo los pros y contras, es también capaz de juzgar globalmente una y otra alternativa. Nada de este mundo carece de inconvenientes ni está exento de riesgos; el mérito está en ver cuál de las propuestas tiene razón en lo esencial, atina más con el objetivo, ofrece más garantías de éxito. Entonces, con toda conciencia de sus turbideces, hay que apoyar lo que es justo, bueno y necesario, ayudarlo a filtrarlo. Es táctica vieja condenar o ignorar un movimiento, una reivindicación, señalando defectos, juzgando por lo periférico, sin querer examinar lo central. Se miran los lunares sin palpar el esqueleto y, lo que es más grave, sin sacarse la viga se hacen ascos a las pajas.
Una conducta de ese género da razón a los fariseos contra Jesús; ellos, ante la curación de un enfermo en sábado, objetaron la violación de un precepto par anegar la mano de Dios en el hecho.
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