lunes, 10 de mayo de 2010

Obediencia a la Ley.

Cuando para cada aspecto y circunstancia de la vida está ya enunciada la voluntad de Dios basta informarse y ponerla en práctica. La interpretación de la jurisprudencia en cada nueva coyuntura no es más que una explicitación del texto sagrado, y se reviste de su misma autoridad; aunque la colección legal se acrece, nada es nuevo ni queda nada por inventar. El espíritu huelga, su soplo inicial bastó para todas las épocas.

El fariseo opta por la obediencia absoluta a esa voluntad divina formulada en la Ley; renuncia libremente a su libertad e iniciativa, se somete a una esclavitud voluntaria. Adopta la política del no riesgo, de la seguridad total. Y, como lo importante es obedecer, cualquier precepto, mínimo o capital, adquiere máxima importancia en virtud de la obediencia que exige.

La religión se concibe en términos de culpa-mérito; esta concepción se proyecta en Dios, que se presenta como acreedor del culpable y pagador del justo. No hay más que un paso a la postura mercenaria del que busca méritos cobrables; y como éstos dependen de la fidelidad al detalle, toda la atención se concentra en la Ley, olvidando al legislador. Dios lo ha dicho todo, no tiene nada que añadir, se limita a vigilar. El ímpetu hacia Dios, respuesta a la llamada profética, la alegría del encuentro y del diálogo quedan desmembrados en el cultivo de la minucia y en la obsesión del escrúpulo.

El fariseo es un integrista moral: bonum ex integra causa, malum ex quocumque defectu, un fanático de la observancia. El profeta, en cambio, ponía la intransigencia en la disposición hacia Dios, en la orientación del ser, sabiendo que por ahí empieza la curación del pecado. Mientras el profeta va a lo central, el fariseo insiste en lo periférico o consecuencial. De aquí la diferencia entre pecado, ruptura con Dios por la mala orientación de la vida, y culpa, infracción de una norma legal.

En la concepción profética el hombre se define por su relación con Dios, expresada en la alianza que constituye al pueblo; el hacer será una expresión del ser, según la moral de "nobleza obliga"; la iniciativa vino de Dios, que escogió a un pueblo para ser suyo. En la concepción farisea, por el contrario, no se parte de la iniciativa de Dios, sino de la del hombre: se empieza por el hacer para llegar al ser, como si en lo que toca a la vida una totalidad pudiera obtenerse por acumulación de elementos sin una entidad superior integradora y unificadora.

La Ley fue adquiriendo rasgos casi divinos. Dejó de ser un acontecimiento histórico contingente y adecuado a una circunstancia para convertirse en una entidad absoluta, eterna, supratemporal, ahistórica, norma de la creación misma, sabiduría divina preexistente. Al atribuírsele tales características, ya no podía hablarse de adaptarla a los tiempos, exigía un literalismo sin excepción. Su trascendencia la despegaba del contexto histórico, le confería un halo de misterio que hacía improcedente toda pregunta sobre el sentido de las observancias prescritas. Esto explica la permanencia o readopción de antiguos tabúes de impureza o pureza legal, pertenecientes a la época preprofética. Siendo ocasión de obediencia a la Ley trascendente, era ocioso escudriñar su sentido o la intención del que lo estableció. En virtud de esta divinización de la Ley, nada pasaba de moda, todo conservaba la misma actualidad.

El celo por la Ley llevaba al proselitismo, que se esforzaba por ensanchar el dominio de la virtud, es decir, de la observancia. Únicamente el conato de convertirlo justificaba el acercamiento al pecador.

Puede adivinarse la tensión interior que exigía la actitud farisea; para conservarse sincera había de estar siempre de puntillas, oteando su horizonte de observancias para descubrir la que reclamaba inmediato cumplimiento. No es extraño que la hipocresía acechara al fariseo; bastaba relajar la tensión, aflojar la vigilancia, para traicionar el ideal. Y entonces no quedaba más refugio que la apariencia, manteniendo una tesitura exterior que no nacía de un ímpetu interno; es lo que Cristo llamó "el sepulcro encalado" (Mt 23,27).

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