martes, 4 de mayo de 2010

Idealismo y realismo cristiano.

Hay que insistir en que el cristiano no vive suspirando por un más allá, al menos si escucha la Sagrada Escritura. En el Antiguo Testamento Dios actuaba aquí abajo, sus promesas y bendiciones eran para esta tierra. Y en el Nuevo Testamento se proclama la última etapa del trabajo de Dios en el mundo. El no llama a otro; al enviar su Espíritu, don de los últimos días, empieza a comprometerse a fondo en la historia humana. El Espíritu no se lleva a Jesús al cielo, lo engrana en esta tierra; su tarea no consiste en escaparse de esta realidad, sino transformarla.

Cuando en la escena de la ascensión se quedan los apóstoles mirando al cielo, los mensajeros no alimentan su anhelo de seguir al Señor, sino les advierten con cierta brusquedad que el Señor volverá (Hch 1,11). La Iglesia no posee un pasaporte terrestre con un visado para el cielo, sino más bien un pasaporte celeste con un permiso de inmigración que tiene como objetivo establecer aquí una colonia. El final de los tiempos se describe como la vuelta de Cristo (1 Tes 1,10) o como el ascenso a este mundo de la Jerusalén celeste (Ap 21,10).

Pero si el cristiano no pone su corazón en un más allá, sí está hechizado por la visión de un "más adelante"; en este sentido es hombre de utopía, por decirlo así, pero de una utopía prometida y garantizada. Sabe que el mundo perfecto no es sólo posibilidad, sino promesa; que el bien prevalecerá sobre el mal.

El cristiano tiene en su habitación un archivo, que es su historia; sobre la mesa, un periódico, qu es su presente, y la luz le entra por una ventana orientada hacia el futuro. Lo que se ve por ella no es un espejismo, está garantizado con la muerte y resurrección de Cristo; tenemos en el bolsillo el documento, firmado con sangre y sellado con gloria. Lo prometido es tan desmesurado que excede la imaginación, pero su magnitud no mengua su certeza.

En la senda cristiana, mientras los pies pisan el polvo, los ojos escrutan el horizonte, para que cada paso acerque a la meta. EL pasado puede aconsejar o disuadir, pero el futuro es el que orienta; al fin y al cabo, el criterio decisivo para juzgar pasado y presente está en ver si la propuesta del pasado trabaja por la realidad del porvenir.

El futuro juzga también las modas del presente, revelando sus fallos y prohibiendo los bandazos irreflexivos. Empuja a encontrar nuevas soluciones y es aguijón de la inventiva. La esperanza además no se alimenta como una computadora, barajando solamente los datos del presente; inspirada por su visión, busca soluciones nuevas, aunque al principio no parezcan factibles. El Dios que espera al final del camino en el esplendor del reino acompaña también en la ruta. Su Espíritu empuja. El presente no tiene nunca la última palabra; apreciando sus valores, las estructuras cristianas de pensamiento y acción miran al reino de Dios, sin pensar que una época pasada tuvo la iniciativa final ni que la sensibilidad de hoy es la definitiva perfección. Por ser fiel a su esperanza, no encuentra seguridad en el presente ni en el pasado, vive en su tienda plegable y divisa a lo lejos algo que brilla.

El hombre de la utopía es al mismo tiempo el realista. ¿Cómo llevar adelante la lucha?, ¿cómo cooperar al reino de Cristo? El primer sentido de su realismo es reconocer y aceptar el mundo que Dios le pone delante. No se evapora en futuribles ni empieza enunciados condicionales: si yo estuviera en otras condiciones, si las circunstancias fueran diferentes. Irrealismo es negarse a comenzar por el punto de partida que Dios señala. Su resultado es contentarse con veleidades, encontrando siempre un pretexto para diferir la acción.

Pero existe otro modo de irrealismo que se refiere a Dios, y consiste también en no aceptarlo com él se presenta. Se fabrica una idea de Dios para oponerla al Dios vivo, y se juzga a Dios en el tribunal de la idea. Corren este peligro ciertas piedades testarudas. El Dios real, según él se ha revelado, obra de manera a menudo desconcertante e imprevista. Envía profetas amenazadores, derrotistas o consoladores; amenaza y se arrepiente; se revela plenamente en un hombre pobre y libre, cariñoso y duro, valiente y angustiado, condenado como un malhechor; permite la duda y la oposición, se manifiesta en la debilidad. No mide su amor por la bondad del hombre ni impone condiciones preliminares, espera una respuesta. Perdona, disculpa y salva a sus enemigos.

Dios rebosa toda categoría y concepto. Es peligroso encerrarlo en un sistema, pues la teoría puede desbancar al Dios verdadero y esculpir en su lugar un becerro de más o menos quilates. Si la acción de Dios fue previsible en el pasado, puede serlo también en el porvenir. No toca al cristiano dibujar el plano de la acción futura de Dios ni trazar las carreteras por donde han de avanzar sus vanguardias. Al contrario, estará a la expectativa, observando dónde empieza a removerse el agua; allí está a la obra el ángel del Señor.

La acción de Cristo no se limita a la Iglesia. De los profetas de Israel, al menos Oseas surgió en la parte del reino separada de la ortodoxia de Jerusalén. No podemos desechar sin examen las voces que claman al otro lado de la tapia. Si así lo hiciéramos, estaríamos ignorando la actividad del Espíritu en el mundo.

En las antiguas religiones, el dios o los dioses, a menudos nacidos de este mundo, se distancian de él, no se entrometen en los asuntos de los hombres. Eran dioses indiferentes o lejanos. Requerían oraciones y sacrificios para inclinarse sobre la esfera sublunar. En el Antiguo Testamento sucede lo contrario; Dios actúa por propia iniciativa. No lo tiene todo escrito, sigue escribiendo, y toma por falsilla la libertad del hombre. El llama a los que no lo buscan, a Caín, a Abrahán, a los profetas, interviene con los reyes, denuncia los pactos internacionales. En el Nuevo Testamento se encarga de que nazca Juan Bautista y propone a María ser madre del Salvador. Entra en la historia con Jesucristo, que nace en tiempo de Augusto, empieza a predicar durante el reinado de Tiberio y muere bajo Poncio Pilato. Para encontrar la revelación de Dios hay que estudiar historia humana, pues no consiste en un libro intermporal ni en dichos de sabiduría perenne, sino en el modo de vivir y de hablar de una persona en una época y ambiente concretos.

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