miércoles, 28 de abril de 2010

El cristiano ante el mundo.

Nutrida de la vida de su Señor, animada por su Espíritu, ¿cuál ha de ser la actitud de la Iglesia ante el mundo que la rodea? Sin duda, la de Cristo mismo: ha de estar dispuesta a dar su vida por sus hermanos los hombres. Para ella no puede ser el mundo un extranjero, un excomulgado, una causa perdida. Cuando lo era, Cristo lo ganó; hay que continuar su obra.

La relación de la Iglesia con el mundo se ha propuesto a veces como un dilema: ¿opción en favor o en contra del mundo? Y a la alternativa se han dado las dos respuestas extremas; unas veces la negativa: desconocer, aborrecer, anatematizar al mundo, abandonarlo a su suerte, y en algunos movimientos espiritualistas, incluso alejarse de él materialmente; otras veces se ha propugnado la afirmativa incondicional, la inmersión, la dilución en el mundo propia de ciertos movimientos comprometidos.

Por pecar de simplismo, ninguna de las alternativas expuestas refleja adecuadamente la realidad cristiana; y al cargar las tintas en una faceta, ambas falsean la verdad. Como quedó explicado en el primer capítulo, el mundo es la masa de los hombres corrompida por el pecado. Si miramos el ejemplo de Dios, que no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó para salvar al hombre cuando aún era pecador (Rom 5,8), el mundo se lo merece todo. Pero su pecado es el objeto de la reprobación de Dios, de la "ira" divina, el obstáculo a la salvación, el mal que hay que extirpar.

El cristiano ha de amar al mundo como Dios lo ama, sin aprobar el mal que existe en él. No puede ajustarse al mundo, ni regularse por los principios en él vigentes, ni adorar los ídolos que él adora. Por eso san Juan, que escribió: "Así amó Dios al mundo, hasta dar a su Hijo único" (3,16), puede advertir a los cristianos: "No améis al mundo" (1 Jn 2,15). Mejor que "optar por el mundo" debería decirse "optar por la salud del mundo"; por el otro extremo, mejor que "desprecio del mundo" debería decirse "anticonformismo", protesta contra el mal del mundo.

La humanidad está enferma, aquejada de maldad; para eso hermanos afligidos y calenturientos hay que encontrar la medicina; la solidaridad pide buscar el remedio, pero no dejarse infectar por el microbio. El cristiano debe poner todo interés en mantenerse sano, no para retirarse a su habitación y atrancar la puerta por miedo al contagio, sino para estar al lado del enfermo y vendarle las llagas. Solidaridad total, como Cristo la ejercitó; solidaridad para la salud, como él lo hizo.

Es, pues, tarea cristiana examinar la realidad ambiente, buscando el modo de inyectar en ella la vida, es decir, la fraternidad y la solidaridad, lo que san Pablo llama el fruto del Espíritu: "Amor, alegría, paz, tolerancia, agrado, generosidad, lealtad, sencillez, dominio de sí" (Gál 5,22-23). Esta es la salud que necesita el enfermo. Y si la enfermedad es contagiosa, también la salud lo es; la manifestación del Espíritu en la Iglesia es la que ayudará a curar al mundo.

El cristiano, es, pues, esencialmente anticonformista, pero lo es por amor, no por odio. Ama tanto al mundo que no puede soportar verlo enfermo y se esfuerza por irlo mejorando; su empeño no es suyo, es obra del Espíritu en él. El cristiano, por tanto, no puede identificar su lealtad a Cristo con ninguna lealtad humana; las que tenga, han de estar subordinadas a su lealtad suprema y sometidas a su crítica, pues sabe muy bien que toda la realidad humana está o puede estar contaminada por el pecado. Debe secundar toda iniciativa apta para mejorar al hombre, pero no puede identificarse más que con el único Señor. Es una actitud de entrega y de distancia, una mirada que llega más allá del horizonte visible, un perfeccionismo que exige la mejora.

Entrega y distancia no suponen un dualismo en el cristiano, son reacciones que responden al valor de los elementos que encuentra en el mundo. Todo hombre, al enfrentarse con la realidad, utiliza una escala de valores, sea más acertada o menos; distingue en su ambiente diversos aspectos, aprobando unos y condenando otros. No queremos decir otra cosa cuando hablamos de entrega y distancia. El criterio cristiano es naturalmente la visión y la esperanza del reinado de Dios, visible en Jesucristo.

Se ha acusado a los cristianos de ser incapaces de entrega verdadera a los intereses del hombre, por tener el corazón puesto en un más allá. Afirmaciones como ésta sufren de muchos equívocos. El cristiano no espera un mundo más allá, sino una nueva edad para este mundo; sabe que la edad en que nos encontramos es transitoria, no definitiva. La edad definitiva ha empezado ya en Jesucristo, pero hay que hacer que el mundo vaya incorporándose a ella. Vuelve a ser útil la distinción enunciada anteriormente: el cristiano está por este mundo, no conoce otro, pero no por su estado presente. Precisamente por su amor al hombre no puede ser cómplice de una sociedad basada en el egoísmo y el pecad; opta por la salud del mundo, no se resigna a su dolencia.

Sabe asimismo que la historia de la humanidad no es asunto exclusivo del hombre, sino resultado del diálogo y la interacción entre Dios y el mundo; mantiene y subraya la realidad de los interlocutores: Dios no es el mundo ni el mundo es Dios. Por eso no puede absolutizar el aspecto humano de la historia ni cree que ésta encuentre solución en sí misma ni por sí misma. Afirmará siempre la trascendencia de Dios, significando que Dios no es identificable con el mundo por muy inmensamente que sea su acción, que Dios no está condicionado por su creación, sino que es siempre soberanamente libre. No hay fusión entre Dios y el mundo, sino alteridad, necesaria para la relación. Y sabe también que la realidad de Dios no se agota en lo que puede conocerse por su acción. Hay más Dios de lo que se ve. No se conoce un continente por los árboles que se divisan en una orilla. Dios es libre para tomar sus decisiones; y el hombre toma las suyas. Si el hombre le vuelve la espalda, Dios responde con Jesucristo. El está en favor del hombre porque quiere y sus respuestas son libres, no mero efecto reflejo.

La historia, que no encuentra pleno sentido en su sola vertiente humana, lo encuentra en el designio de Dios. Es el terreno donde se ejerce la acción de Cristo y madura el reino. Por eso el cristiano se lanza a intervenir en ella y la toma como asunto propio. Su fe le dice que el resultado de la interacción entre Dios y el mundo lleva signo positivo. Aunque no vea en ella una evolución ineluctablemente ascendente, como los determinismos de progreso más o menos disimulados, está mucho más lejos de considerarla cmo un proceso de constante e inevitable decadencia, como los pesimismos que añoran un paraíso perdido. Será paciente y no se dejará llevar por la desesperanza a pesar de las innumerables injusticias y maldades de que es testigo. No rechazará al hombre, aunque no pueda aceptar sin más el curso de los acontecimientos. Aun en las mejores iniciativas descubrirá ambigüedad, producto del pecado de fondo; sin pronunciar anatemas prematuros procurará purificarlas y vigilará para que no degeneren.

Esta actitud no es privativa del cristianismo; pertenece a todo hombre razonable.

No hay comentarios:

Publicar un comentario