Llamar santos a los creyentes ha caído en desuso; por el contrario, se ha prodigado el epíteto para apellidar objetos e instituciones. Si santo o sacro es el ser que participa de la vida de Dios, resulta evidente que ningún objeto, edificio, vestido, tribunal ni comisión puede ser llamado santo o sacro por ninguna cualidad intrínseca a él. Puede serlo solamente por denominación extrínseca, analógica, "en cierto modo" santo.
En concreto, a cualquier criatura que no sea el hombre, el carácter sacro no le viene de Dios, sino del hombre mismo. El hombre puede destinar ciertos objetos a significar su relación con Dios, puede elevarlos a símbolos de su fe. Y el hombre, que los reserva para tal finalidad, puede revocarla, cancelando su carácter sacro.
La santidad o sacralidad de la criatura consiste siemrpe, por tanto, en una relación. En sentido propio es la relación del hombre a Dios por la participación de la vida divina. Es intrínseca, verdadera y permanente mientras el hombre no la rompa. La otra santidad, meramente analógica, es la de un objeto destinado por el hombre a expresar su relación con Dios. No confiere al objeto ninguna cualidad intrínseca independiente del hombre, le atribuye sólo una denominación que indica su destino; no es permanente, sino transitoria, pues su duración depende de la voluntad del hombre. Dios crea la santidad del hombre, el hombre la confiere a las cosas.
Un ejemplo. Se destina una copa a la celebración de la eucaristía. Mientras se use con tal propósito puede considerarse como objeto sacro. Si por su valor artístico dejara de usarse para quedar expuesta en un museo, cesaría su carácter sacro; éste le venía únicamente del uso a que se destinaba.
Si es el empleo en un contexto y para un fin determinados el que constituye la sacralidad de un objeto, se deduce que éste no necesita consagración alguna preliminar. De hecho, hay Iglesias que no la conocen. En caso de que se adopte, indica solamente la intención de reservar la copa para esa determinada función, de ningún modo que la copa adquiera una cualidad permanente de sacralidad independiente en lo sucesivo del hombre.
Otra cosa es que un objeto merezca respeto o veneración. Las imágenes, por ejemplo, aunque no sean sacras en sí mismas, merecen respeto por lo que representan y recuerdan. Son un caso parecido al de la fotografía de una persona querida que, sin pretensión alguna de sacralidad, puede inspirar profunda veneración.
En las antiguas religiones se pensaba que ciertas estatuas, piedras, edificios o lugares poseían fuerzas misteriosas y sobrehumanas que se imponían amenazadoras al hombre. Cristo nos ha liberado de ese mundo tenebroso y espeluznante. El terror de lo sacro es uno de los aspectos de la "esclavitud a lo elemental" de que habla san Pablo (Gál 4,3). Creemos en un solo Dios, y Cristo nos ha revelado que su rostro es de padre, no de tirano. En el Evangelio de Marcos opone Jesús la fe al miedo o al temor, como en el caso de Jairo: "No temas, basta que tengas fe" (5,36). Cuando se acerca a los discípulos andando sobre el agua, gritan de susto, pero Jesús no acepta el miedo como reacción a su persona: "Ánimo, soy yo, no tengáis miedo" (6,50). La fe, que hace conocer a Dios en Jesucristo que lo revela, suprime el terror de las antiguas religiones: "Gracias a Cristo tenemos libre acceso (ante Dios) con la confianza que da la fe en él" (Ef 3,12).
En frase de san Pablo, "no es la comida lo que nos recomienda ante Dios: ni por privarnos de algo somos menos ni por comerlo somos más" (1 Cor 8,8). Lo mismo puede afirmarse de toda otra criatura. Ninguna tiene poder por sí misma para hacernos más o menos a los ojos de Dios; pueden ayudarnos, en cambio, si encarnan una expresión de lo que somos. Pero hemos de tener cuidado de no arrodillarnos ante la obra de nuestras manos; ayuda subordinada a nosotros, bien; ídolo, proyección nuestra, ante el que nos curvamos como si fuera superior a nosotros, nunca. Habríamos salido del ámbito del cristianismo.
Las bendiciones de objetos: casas, velas, palmas, etc., pueden ser ocasiones de expresar la fe. Pero atribuirles además la infusión en el objeto de una divina virtud estable y eficaz por sí misma, nos parece que sería atravesar el lingero de la magia.
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