sábado, 3 de abril de 2010

Cap II. FRUTO DEL SACRIFICIO.

La transformación de Cristo-hombre lo lleva a la perfección suma, al desarrollo total (Heb 2,10; 5,9), que inaugura la nueva relación con Dios. Su consagración sacerdotal consiste precisamente en el culmen de perfección alcanzado; éste le da entrada a la presencia de Dios y Dios lo proclama sumo sacerdote en la linea de Melquisedec (5,10).

El doble significado del término griego teléiosis; perfección y consagración sacerdotal, indica la esencia del verdadero sacerdocio: vivir unido a Dios en la nueva condición de obediencia. El sacerdocio de Cristo es así definitivo, pues consiste en la nueva relación con Dios consecuente al cambio de su naturaleza humana. Dios lo constituye en causa de salvación para los hombres que le obedecen a él (Heb 5,9), siguiendo su ejemplo de obediencia al Padre. Por ser el sacerdote definitivo (7,24-25), la salvación que procura es definitiva, eterna (5,9). Todos los ritos o conatos de reconciliación con Dios han caducado, la reconciliación está hecha para siempre; la sangre de Cristo, que se ofreció a Dios sin mancha por medio del Espíritu eterno, nos purifica de las obras de muerte para que sirvamos al Dios vivo (9,14). El nuevo sacerdote puede salvar definitivamente a los que por su medio se acercan a Dios, pues vive siempre para interceder por los hombres (Heb 7,24-25; Rom 8,34).

Toda la vida de Jesús en la tierra fue una preparación a su sacerdocio. Antes de su consagración compartía nuestra debilidad y miseria (Heb 2,14; 4,15; 5,7-8); a partir de ella, posee la estabilidad, la gloria y la fuerza.

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