martes, 27 de abril de 2010

Fidelidades.

La fidelidad a un señor es un modo de expresar el ser de criatura, que no encuentra su fin último en sí misma. En la época del Nuevo Testamento se concebía al hombre como campo de batalla para las fuerzas divinas y demónicas que intentaban apoderarse de él. Según la concepción pagana, unas y otras tenían carácter cósmico, por lo que desembocaban en la idea del destino. Los ritmos recurrentes, astronómicos o agrícolas, origen de las divinidades paganas, espoleaban la creencia en una fatalidad inflexible y repetidora.

El hombre no se definía por sí mismo, sino por el señor a quien servía, y el servicio, según la idea del tiempo, comportaba una disponibilidad total, una esclavitud. San Pablo se hace eco de esta concepción en la Carta a los Romanos (6,16.20); después de establecer que el acto de sumisión constituye al hombre en esclavo del dueño que elige, distingue la entrega al pecado, que lleva a la condena a muerte, y la entrega a Dios, que obtiene el indulto y la vida.

El cristiano, antes esclavo del pecado como todo hombre, ha sido emancipado por Dios y ha pasado al servicio de su liberador.

En los evangelios, conforme a la concepción hebrea, el hombre se define por su tendencia. No es una mónada amurallada, sino una aspiración, un anhelo, un deseo; el hombre sirve a un ideal que gobierna su vida. Así lo expresa Jesús en el sermón de la montaña: "Dejaos de amontonar riquezas en la tierra, donde la polilla y la carcoma las echan a perder; amontonaos riquezas en el cielo, porque donde está tu riqueza está tu corazón" (Mt 6,19-21). El corazón en el lenguaje bíblico es el interior del hombre, la personalidad podríamos decir en lenguaje psicoĺógico, incluyendo conocimiento y afecto. El hombre está clavado a su tesoro. Jesús da por descontado que cada hombre tiene uno, que tiende hacia algo y pone su ideal en algo. Lo importante es que la riqueza sea verdadera y esté bien colocada.

El ideal que el hombre persigue modela su psicología, lo achica o lo engrandece. El hombre se asemeja a lo que adora, si es un ídolo mudo e inerte, se despersonalizará (salmo 113,12-16). La alternativa entre señores o tesoros es uno de los modos como en el Nuevo Testamento se presenta el concepto fundamental de decisión. En boca de Cristo: "Nadie puede estar al servicio de dos amos; no podéis servir a Dios y al Dinero" (Mt 6,24). Varias parejas de opuestos expresan los términos de la opción: carne-espíritu, luz-tinieblas, Cristo-mundo, mal-bien, reinado de Dios-reinado de Satán, edad presente y edad futura. En este conflicto de fuerzas antagónicas el hombre tiene que comprometerse con uno de los contendientes. No valen abstenciones, neutralidad equivale a traición.

Reconocer, profesar y vivir que Jesucristo es el Señor significa manifestar la propia opción, pasar al servicio de Dios, en la persona de Cristo. La opción compromete la vida, pues, quien se pone a disposición de un señor pasa a ser instrumento de sus objetivos: para el mal, si el señor es el pecado; para el bien, si es Dios (Rom 6,12).

Optar por Cristo significa excluir todo otro señor, jurar una bandera y renegar de todas las demás. Pero la opción por Cristo difiere de las otras; mientras servir a los otros señores esclaviza, alistarse al servicio de Cristo libera de la esclavitud.

La opción misma no estaba en poder del hombre. Su servidumbre a los bajos instintos: odios, rivalidades, envidias, inmoralidades, afán de dinero y de poder, eran tan honda, que a pesar de los esfuerzos de su voluntad era incapaz de sacudirla. Era prisionero del pecado (Rom 2,22). Su señor adoptaba diferentes nombres: mundo, pecado, demonio, carne, fatalidad, destino.

La llamada de Dios pide al hombre que reniegue de sus antiguos señores y prometa fidelidad al Señor de cielo y tierra, al que libera a los esclavos.

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