Con la resurrección de Cristo comienza la nueva edad del mundo. La antigua, la edad de la decadencia, del pecado y de la muerte, se ha visto invadida por la nueva, la edad del reino de Dios, de la inmortalidad y de la vida. El tirano de la primera era el pecado, el principio activo de la segunda es el Espíritu de Dios, derramado por Cristo.
Existe una superposición de las dos edades, que dudará hasta la desaparición definitiva del mundo viejo, y esta tensión caracteriza la época entre la resurrección de Cristo y la renovación final del universo. La nueva edad ha comenzado, sin suprimir del todo a la antigua; como efecto del reinado de Cristo, el mundo nuevo hace presión sobre el antiguo, la nueva creación avanza poco a poco. El hombre y el universo están todavía sujetos a las consecuencias del pecado, arrastran la decadencia de lo vetusto, pero el principio renovador, el Espíritu, está ya presente y va creando vida nueva entre las ruinas antiguas que se acumulan.
Incluso en el individuo, "aunque lo exterior va decayendo, lo interior se renueva de día en día" (2 Cor 4,16); a pesar del desgaste físico, ley del mundo que pasa, hay en el hombre una realidad más profunda, un núcleo que se va reforzando y que prepara a lo mortal para ser absorvido por la vida: "Para eso nos creó Dios y como garantía nos dio el Espíritu" (2 Cor 5, 4-5). Por eso recomienda san Pablo no entrar en el juego de este mundo (Rom 12,2), porque el papel de este mundo está para terminar (1 Cor 7,31); es la conciencia de lo provisional y transitorio de esta edad.
La muerte-resurrección de Cristo es así el cumplimiento de todas las promesas de Dios y la garantía de su realización plena en el futuro. Nótese el doble aspecto de cumplimiento presente y de garantía del poervenir: "Con esa esperanza nos salvaron" (Rom 8,24); se crea una tensión entre el "ya" y el "todavía no" que caracteriza la etapa del mundo que va de la resurrección a la segunda venida.
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