El santuario de Jerusalén era el norte para la brújula espiritual del israelita; pero estaba ligado a una cultura y era un obstáculo para el designio universal de Dios. Si Cristo quería derrocar las barreras entre los hombres, el templo tenía que desaparecer.
En los evangelios sinópticos anuncia Cristo la destrucción del templo (Mt 24,2 y parals.). Sus palabras, deformadas, sirvieron de base a la acusación ante el sumo sacerdote (Mt 26,61 y parals.). En el Evangelio de Juan declara Jesús que el nuevo templo es él mismo: "Destruid este templo y en tres días lo levantaré... Pero el templo de que hablaba era su cuerpo" (Jn 2,19.21). En adelante, el lugar del encuentro con Dios será la persona de Cristo, el nuevo templo no circunscrito a un recinto material.
La samaritana quiso saber la opinión del profeta judío sobre la antigua controversia acerca del culto en el monte Garizim o en Jerusalén. Jesús le responde que ha pasado la época de los templos, "ni en este monte ni en Jerusalén"; única condición para dar culto a Dios será la sinceridad de espíritu, "ésa es la adoración que el Padre desea" (Jn 4,21.23).
La desaparición del espacio sagrado está poderosamente expresada por el rasgarse de la cortina que ocultaba el "santísimo" o capilla interior del templo, en el momento de la muerte de Cristo. "Se rasgó en dos de arriba abajo" (Mt 27,51), la presencia de Dios se abre al mundo, no se limita a un espacio.
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