viernes, 16 de abril de 2010

El espacio sacro, el templo cristiano.

Al afirmar con el evangelio que Cristo es el templo de Dios, expresamos otra de las "concentraciones" realizadas en Cristo. Ya hemos encontrado que si él es el Hijo único, extiende la dignidad de hijos de Dios a todos los hombres que se le unen; y si él es el único sacerdote, es para otorgar esa calidad a todo el que lo cree. Lo mismo sucede con el templo de Dios: el cuerpo individual de Cristo se prolonga en la Iglesia, que es su cuerpo, y así la comunidad cristiana es el nuevo templo.

El símbolo del templo para designar a la Iglesia es frecuente en el Nuevo Testamento. En la Primera Carta de Pedro, Cristo es la piedra viva desechada por los hombres, y los cristianos son también piedras vivas del templo del Espíritu (1 Pe 2,4-5). Para san Pablo, Cristo es la primera piedra, el cimiento son los apóstoles y profetas, y todos los cristianos forman parte del edificio "que es la morada de Dios por el Espíritu" (Ef 2,19-22). Los cristianos son templo de Dios porque en la comunidad habita el Espíritu (1 Cor 2,16), y ése es el motivo para evitar todo sincretismo con las creencias paganas: "¿Son compatibles el templo de Dios y los ídolos? Porque nosotros somos templo de Dios vivo" (2 Cor 6,16).

Esta doctrina del Nuevo Testamento confirma el concepto de sacralidad expuesto anteriormente. Si lo único sagrado en la creación es el hombre, sólo en el hombre puede habitar Dios; el lugar sagrado, por tanto, no era más que un símbolo, ahora superado, de la presencia de Dios entre los hombres: "Así lo dijo él -es argumento de san Pablo-: "Habitaré y caminaré con ellos; seré su Dios y ellos serán mi pueblo" (2 Cor 6,16).

Nuestras iglesias no son por sí mismas lugares sagrados, sino locales de reunión para el pueblo santo; si algún carácter sagrado deriva de ello, se basa únicamente en su finalidad. Así lo entendieron los cristianos durante siglos.

Según los Hechos de los Apóstoles, la primera comunidad de Jerusalén, con los apóstoles a la cabeza, asistía a las oraciones judías del templo, pero la ecucaristía, "el partir el pan", se celebraba en una casa (Hch 2,46). Y ciertos grupos cristianos hacían ya poco caso del templo, si juzgamos por la acusación levantada contra Esteban (Hch 6,14).

Incluso después de la paz de Constantino, cuando ya desde hacía tiempo se construían iglesias, la idea estaba presente. Por ejemplo, el compilador de las Constituciones apostólicas, apócrifo de fines del siglo IV, afirma: "No es el lugar el que santifica al hombre, sino el hombre al lugar". Y el papa Sixto, del siglo V, dedica la basílica de Santa María la Mayor al pueblo de Dios, como se lee todavía en el arco del ábside: "Xystus episcopus plebi Dei".

Ningún lugar tiene privilegios de cercanía a Dios; un edificio se llama sacro únicamente por estar destinado a albergar a los creyentes, y para ello ninguna bendición o consagración es necesaria. Tales ceremonias, como hemos dicho antes, no significan más que el propósito de reservarlos para tal uso. Si el local dejara de utilizarse con ese fin, perdería su carácter sacro, que procedía de la presencia habitual de la comunidad cristiana.

¿Es sacro todo espacio? ¿Cuál es la concepción cristiana? El cristianismo desmocha las diferencias, aplana los desniveles; en esto coincide con el secularismo. Pero la oposición es total: el cristiano cree que en todo lugar puede transparentarse Dios; el ateo piensa que en ninguna parte puede arrebolarse la realidad, porque la luz no existe.

Para el cristiano todo lugar es potencialmente sagrado, es decir, apto para encontrar a Dios. Y un lugar se sacraliza particularmente por el encuentro humano, pues todos juntos, como piedras vivas, construimos la morada de Dios.

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