sábado, 3 de abril de 2010

Cap.III. SANTIDAD DE DIOS.

"Santo" y "sagrado" o "sacro" son términos que designan la misma realidad; "santo" en su aspecto personal, "sagrado" o "sacro" en el de su manifestación objetiva. La lengua común, sin embargo, utiliza a veces el adjetivo "santo" en el sentido de "sagrado", como en las expresiones "el santo rosario", "la santa misa".

Ante todo hay que afirmar que ninguna criatura tiene derecho a tales apelativos. El único santo es Dios. "Santo" fue la triple aclamación de los serafines en la visión de Isaías (Is 6,3); y desde hace muchos siglos el himno "Gloria a Dios en el cielo", que nace en griego antes del siglo V y se adopta en todas las Iglesias, lo enuncia: "Sólo tú eres santo".

La santidad divina no se basa en cualidades morales ni depende de la ausencia de pecado; esas son deducciones que fluyen del concepto de santidad. Todos los atributos que predicamos de Dios: bueno, justo, misericordioso, etc., se refieren al misterioso sujeto indefinible: Dios. Este escapa a nuestros conceptos e imaginación. Su ser está tan por encima de toda criatura que ésta en su presencia se siente ínfima, impura; y no ya por razón de pecados cometidos, sino por la abrumadora superioridad, la abismal diferencia que descubre, la sobrecogedora excelsitud.

Es el Antiguo Testamento, como en todas las religiones precristianas, la experiencia de los divino provoca una sensación de anonadamiento: "Yo que soy polvo y ceniza" (Gn 18,27); de pánico e impureza: "¡Ay de mí! Yo, hombre de labios impuros, que habito en medio de un pueblo de labios impuros, he visto con mis ojos al rey y señor de los ejércitos" (Is 6,5). También en el Nuevo Testamento se encuentran reacciones parecidas, como la de Pedro al contacto con el misterio de la pesca milagrosa: "¡Señor, apártate de mí, que soy pecador!" (Lc 5,8).

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