El término sacrificio suscita en la mente la víctima, el altar y la efusión de sangre; a este concepto respondía la mayor parte de los sacrificios del Antiguo Testamento y de las religiones paganas.
El sacrificio judío era un modo de expresar la relación del hombre con Dios, con el propósito de acrecerla o renovarla. Suponía que, en virtud de la alianza, Dios estaba siempre abierto al diálogo. La actitud del hombre al acercarse a Dios contenía dos elementos: uno objetivo, la profesión de fe, el reconocimiento del Dios único, creador y salvador; otro subjetivo, la reacción psicológica provocada por la profesión de fe: adoración, alabanza, acción de gracias y, en primero o segundo plano, la conversión del pecado. La ofrenda de la víctima expresaba la fe no sólo con palabras, sino con gesto ritual. Se quería reconocer y manifestar plásticamente la pertenencia y entrega a Dios. El matiz de conversión presente en todo sacrificio le daba un carácter purificador.
Se considera ordinariamente que al emplear el término sacrifico para designar la fe o la caridad se está usando en sentido simbólico. A nuestro parecer sucede exactamente lo contrario. Símbolos eran los antiguos ritos sacrificales, cuya realidad profunda era la entrega a Dios. Lo que aparece en el Nuevo Tstamento es la realidad misma contenida en ellos. La verdadera entrega a Dios es la fe. Todo lo anterior eran imágenes imperfectas. Y una vez que la realidad de un símbolo sale a la superficie y puede conceptualizarse, queda sólo una cáscara vacía que pierde su significación. Por esa razón han caducado las antiguas instituciones cultuales; al comprenderse la esencia de la relación con Dios, sus viejos símbolos han caído en desuso. Es inútil además empeñarse en descubrir el sentido de las nuevas realidades escudriñando sus antiguas imágenes; se consigue sólamente impurificar lo permanente con posos de lo transitorio.
En la fe, víctima y sacerdote son el hombre mismo. Se ofrece la persona histórica concreta, el propio ser y su compleja relación. Y el único capaz de ofrecer la propia persona es el sujeto mismo: no puede haber distinción entre sacerdote y víctima.
Hemos visto anteriormente que también el amor y ayuda mutua cristiana se designan como sacrificios. Es consecuencia de la unión indisociable entre fe y caridad: don de sí mismo a Dios exige don de sí mismo al prójimo, a menos que el primero sea una pura ilusión. Sólo el amor da consistencia a la fe.
De los tres conceptos, sacrificio, víctima y sacerdote, el central es el primero, en su acepción de entrega a Dios. Los otros dos son términos simbólicos, derivados del primero y mucho menos necesarios, o por mejor decir, mucho más condicionados culturalmente. "Víctima" sigue fuertemente asociado a derramamiento de sangre o se carga de matices de piedad barata. "Sacerote" está ligado a acción ritual. Quizá fuera ésta la razón por la que san Pablo lo evitaba.
Si queremos resumir lo dicho sobre el sacerdocio cristiano, lo expresaremos en esta fórmula: sacerdote es quien vive la entrega de la fe en la práctica del amor mutuo (Gál 5,6).
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