Según los datos del AT, Israel pasa por varias etapas, dentro de su fe monoteísta. El relato de la creación traza una línea divisoria entre la divinidad y la naturaleza circundante, desmintiendo el mundo "encantado" de los primitivos. Ningún ser de este mundo se identifica con Dios ni con lo divino.
El Dios de los patriarcas no está encerrado en templos; en cualquier lugar se manifiesta y se le ofrecen sacrificios. Jacob tuvo la visión de la escala celeste mientras dormía en un alto de su viaje; allí erigió una estela y derramó una libación de aceite (Gn 28,11-22).
En el desierto, después de la salida de Egipto, el tabernáculo es ambulante; el arca es signo de la presencia de Yahvé, pero la nube, por encima del arca, es la que indica la ruta del pueblo. La instalación en la tierra prometida no ocasiona una centralización del culto: varios lugares en que había descansado el arca seguían considerándose como sagrados.
Más tarde, sin embargo, los cultos de la fertilidad cananeos sedujeron a los israelitas, que los imitaron para propiciarse a los dioses locales, patronos de las buenas cosechas. Este deslizamiento hacia la idolatría, amén de razones políticas, provocó la centralización del culto de Yahvé, y se construyó el templo en Jerusalén.
¿Se había demarcado el espacio sacro? Sí, pero no del todo. El perímetro del templo pagano trazaba la linde de lo sacro encerrando al dios dentro. Yahvé no se deja aprisionar. En primer lugar, no tolera que lo representen, no admite que proyecciones humanas esculpan su imagen. Acepta un templo, ceremonias, vestidos, jerarquías, sacrificios, como los demás dioses, pero queda siempre por encima; no se deja domesticar, no permite que lo transporten o adornen. COmo en el desierto, él es libre y la iniciativa es suya.
Sucede lo mismo con las descripciones que de él se hacen: podrán llamarlo guerrero o juez, hablar de su brazo, del humo de sus narices, incluso de su bramido o relincho, pero su nombre, Yahvé, quedará siempre enigmático. Es un Dios disponible para el corazón del hombre: "Antes de que me llamen, yo les responderé; aún estarán hablando y los habré escuchado" (Is 65,24), pero no para sus manos; es guía, no instrumento; acepta dones, no sobornos; y todo el cálculo y la diplomacia humana deben reconocer su superioridad. Yahvé anuncia la ruina de su templo, y deja que lo destruyan, porque no está vinculado a un espacio; proclama que es Dios del universo e ironiza él mismo sobre su casa: "El cielo es mi trono y la tierra el estrado de mis pies: ¿Qué templo podréis construirme o qué lugar para que descanse? Todo eso lo hicieron mis manos, todo es mío" (Is 66,1-2). El templo le venía estrecho.
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