Cap.II.2
El quehacer de la Iglesia: la reconciliación.
Según lo expuesto, la Iglesia es testigo del reino de Dios en el mundo, es decir, de la paz y hermandad entre los hombres, hijos de Dios. Pero no es un testigo inmóvil, una columna erguida en un cruce de caminos. El capital que Dios confía no puede enterrarse en un hoyo, tiene que producir (Mt 25,25). El grupo cristiano, compacto en la unidad, tiene por misión contagiar la unidad al mundo reconciliando a los hombres. El reino de Dios incluye el mundo entero. Por eso Cristo comunica a la Iglesia, en la persona de los apóstoles, la misión que recibió del Padre: “Tú me enviaste al mundo, al mundo los envío yo también” (Jn 17,18). La misión de Cristo y la de la Iglesia tienen el mismo objetivo, reunir a todos los hombres, según el designio de Dios.
Con varios términos, ya usados en los párrafos anteriores, puede caracterizarse la misión. Atendiendo a su objetivo se denomina trabajo por la paz (Mt 5,9), la unión (Jn 17,21), la reconciliación (2 Cor 5,19) o la justicia (Mt 5,6); por la verdad que hace libres (Jn 8,32; 18,37), por la solidaridad (1 Cor 10,26), hermandad (Mt 23,8) y por amor entre los hombres (Jn 13,17); por una sociedad humanizada (Is 32,15-18), por la vida y la salud del hombre (Jn 10,10).
La misión se ejerce practicando sus mismos objetivos, no viviendo para sí (2 Cor 5,14), sino para los demás (Rom 15,3; Filp 2,4), en una palabra, para hablar como Cristo, en el servicio (Mt 20,28 y parals.; Jn 13,14-15).
La palabra servicio, sin embargo, requiere explicación. “Servir” representa un concepto menos actual que en los antiguos tiempos. De hecho, “servidores” apenas si existen entre nosotros; incluso los que se encargan de tareas “serviles” prefieren llamarse empleados, tienen sus horas de trabajo y gozan de independencia personal y económica.
Por otra parte, muchos abusos se han cometido en nombre del servicio, y todo género de poder se justifica con esta palabra. Tanto ha cambiado su significado, que el término “ministro”, que designa ahora a los miembros de un gobierno, no es más que el “servidor” latino disfrazado. Sucede que el servicio se impone; se amarra al servido para lavarle los pies.
Para conservar actual el lenguaje evangélico es, por tanto, preferible usar la perífrasis “prestar servicio” en vez del verbo “servir”, culturalmente superado por marcar una desigualdad social. “Prestar servicio”, en cambio, designa la ayuda voluntaria entre iguales y no suscita imágenes de bajeza o potencia.
La misión de la Iglesia consistirá, por tanto, en prestar servicio o ayuda a los individuos y a la sociedad, cooperando con las buenas iniciativas que surjan alrededor y a veces voceando la protesta. Es una colaboración con Dios (1 Tes 3,2; 1 Cor 3,9), secundando su acción en el mundo, allí señala Dios un campo de trabajo a la Iglesia: guerra, segregación racial, injusticia social, opresión, ignorancia, esclavitud de cualquier género, patente o disimulada. Ha de esforzarse por encontrar remedio y establecer la paz y la justicia. También ella es el buen samaritano.
Juan Mateos. Más allá del Cristianismo Convencional. ¿Qué es eso de ser cristiano? Para Mateos - y también para Pablo -, la vida cristiana es, ante todo, algo "profético" testimonio de la unidad y felicidad propia del Reino, tarea de reconciliación entre los hombres y denuncia de la maldad que la impide.
JUAN MATEOS.
CRISTIANOS EN FIESTA EN PDF.
ÍNDICE DE CRISTIANOS EN FIESTA.
lunes, 30 de noviembre de 2009
domingo, 29 de noviembre de 2009
CAP.I.1. Unidad y experiencia de Dios.
Cap II. 1
Unidad y experiencia de Dios.
“Ese modo de hablar es intolerable”, comentaron algunos ante un discurso de Jesús (Jn 6,60). Parecida reacción frente a las exigencias de la unidad delataría una fe sin calor vital, sin experiencia interior ni conciencia de su vocación.
En nuestros países se da por descontado el ser cristiano, mas para algunos ese beneficio degenera en desventaja. Incorporado a una sociedad, el cristianismo se decolora. No debería diluirse, sino engranarse; pero, en sus piñones, los dientes no se ajustan siempre a los del mundo, y chirrían. Cuando la sociedad consigue limarlos, ha neutralizado a la Iglesia.
Por esta razón y por otras varias que no son del momento, hay cristianos que no se dan cuenta de para qué lo son. No propugnamos un heroísmo continuo o alucinado; san Pablo oraba por las autoridades para vivir cristianamente en paz (1 Tim 2,2). Pero la fe no es una herencia, es una decisión personal y una vocación precisa. En los tiempos apostólicos, el problema estaba en crear islotes cristianos en un océano de paganismo; en los nuestros, en rescatar cristianos de un mar de bautizados. El mensaje salvador está proclamado, falta restituirle el color desteñido.
La fe es la respuesta al encuentro con Cristo. No le basta un documento sellado por el párroco ni un catecismo aprendido en la escuela, pide una experiencia vital. Tampoco es indispensable ser derribado de un caballo ni abandonar las redes en el agua; pero de algún modo, brusco o paulatino, apacible o centelleante, el cristiano tiene que percibir con los ojos del alma la luz que permite conocer a Dios (Ef 1,18) y comprender en su interior el amor que Cristo le tiene (Ef 3,19). Esa experiencia puede ocasionar al contacto con otros o ser impacto de una irrupción solitaria; se manifestará unas veces de modo subitáneo, otras como una persuasión progresiva que va liberando por dentro y alumbrando aguas de alegría, tanto más copiosas cuanto más hondo llegue la fe.
La luz que permite conocer a Dios revela que es amor infinito; entonces cambia la visión del mundo, el paisaje se tiñe de esperanza. La alegría que bulle dentro se vierte fuera y la experiencia del perdón de Dios anhela perdonar a los hombres. Cuando se lee el sermón de la montaña hay que tener esto presente: antes de escucharlo hay que sentarse con Jesús en la hierba y mirar su rostro; sólo así se entienden sus palabras. Antes proponer una conducta, voceó una noticia: que el reino está cerca, que el Padre ama al hombre y lo perdona, y que su vida corre a raudales para buenos y malos, como la lluvia que él manda.
No es insensible el cristiano a los rasguños de la convivencia, ni siente continuamente el calor de su fe. Pero la paz y el recuerdo lo sostendrán en la hora difícil. Además, Dios y su alegría no se manifiestan sólo dentro; hace distinguir su rostro en la cara del hermano y su alegría en la mano que se estrecha. El cristiano teme perder algo si perdona; pero al darse a los demás de corazón advertirá sorprendido que le devuelven una medida generosa, colmada, remecida, rebosante (Lc 6,38). Todo es empezar.
“Donde hay caridad y amor allí está Dios”; por eso la Iglesia es el lugar de “Dios con nosotros”. El llama a un testimonio y a una tarea, pero no termina ahí su llamamiento, llama sobre todo al gozo de su presencia. Testimonio y tarea cesarán en el reino, para vivir en la fiesta de la ciudad; Dios está por el hombre para estar con el hombre. El ser de la Iglesia, que es la unión, es la alegría de los hijos de Dios a quienes el Espíritu enseña a decir “Padre”, el goce de la vida eterna que ya comienza, gracias a Jesucristo.
Unidad y experiencia de Dios.
“Ese modo de hablar es intolerable”, comentaron algunos ante un discurso de Jesús (Jn 6,60). Parecida reacción frente a las exigencias de la unidad delataría una fe sin calor vital, sin experiencia interior ni conciencia de su vocación.
En nuestros países se da por descontado el ser cristiano, mas para algunos ese beneficio degenera en desventaja. Incorporado a una sociedad, el cristianismo se decolora. No debería diluirse, sino engranarse; pero, en sus piñones, los dientes no se ajustan siempre a los del mundo, y chirrían. Cuando la sociedad consigue limarlos, ha neutralizado a la Iglesia.
Por esta razón y por otras varias que no son del momento, hay cristianos que no se dan cuenta de para qué lo son. No propugnamos un heroísmo continuo o alucinado; san Pablo oraba por las autoridades para vivir cristianamente en paz (1 Tim 2,2). Pero la fe no es una herencia, es una decisión personal y una vocación precisa. En los tiempos apostólicos, el problema estaba en crear islotes cristianos en un océano de paganismo; en los nuestros, en rescatar cristianos de un mar de bautizados. El mensaje salvador está proclamado, falta restituirle el color desteñido.
La fe es la respuesta al encuentro con Cristo. No le basta un documento sellado por el párroco ni un catecismo aprendido en la escuela, pide una experiencia vital. Tampoco es indispensable ser derribado de un caballo ni abandonar las redes en el agua; pero de algún modo, brusco o paulatino, apacible o centelleante, el cristiano tiene que percibir con los ojos del alma la luz que permite conocer a Dios (Ef 1,18) y comprender en su interior el amor que Cristo le tiene (Ef 3,19). Esa experiencia puede ocasionar al contacto con otros o ser impacto de una irrupción solitaria; se manifestará unas veces de modo subitáneo, otras como una persuasión progresiva que va liberando por dentro y alumbrando aguas de alegría, tanto más copiosas cuanto más hondo llegue la fe.
La luz que permite conocer a Dios revela que es amor infinito; entonces cambia la visión del mundo, el paisaje se tiñe de esperanza. La alegría que bulle dentro se vierte fuera y la experiencia del perdón de Dios anhela perdonar a los hombres. Cuando se lee el sermón de la montaña hay que tener esto presente: antes de escucharlo hay que sentarse con Jesús en la hierba y mirar su rostro; sólo así se entienden sus palabras. Antes proponer una conducta, voceó una noticia: que el reino está cerca, que el Padre ama al hombre y lo perdona, y que su vida corre a raudales para buenos y malos, como la lluvia que él manda.
No es insensible el cristiano a los rasguños de la convivencia, ni siente continuamente el calor de su fe. Pero la paz y el recuerdo lo sostendrán en la hora difícil. Además, Dios y su alegría no se manifiestan sólo dentro; hace distinguir su rostro en la cara del hermano y su alegría en la mano que se estrecha. El cristiano teme perder algo si perdona; pero al darse a los demás de corazón advertirá sorprendido que le devuelven una medida generosa, colmada, remecida, rebosante (Lc 6,38). Todo es empezar.
“Donde hay caridad y amor allí está Dios”; por eso la Iglesia es el lugar de “Dios con nosotros”. El llama a un testimonio y a una tarea, pero no termina ahí su llamamiento, llama sobre todo al gozo de su presencia. Testimonio y tarea cesarán en el reino, para vivir en la fiesta de la ciudad; Dios está por el hombre para estar con el hombre. El ser de la Iglesia, que es la unión, es la alegría de los hijos de Dios a quienes el Espíritu enseña a decir “Padre”, el goce de la vida eterna que ya comienza, gracias a Jesucristo.
lunes, 23 de noviembre de 2009
CAP.I.1 Unidad y disciplina.
Cap.II.1
Unidad y disciplina.
Para que un testimonio sea válido se requiere que sea consecuente y no evidencie contradicciones. Si la Iglesia es testigo permanente de unidad ante el mundo, debe ser fiel a una línea de conducta y no puede ser indiferente al proceder de sus miembros; necesita una disciplina.
La disciplina concierne en primer lugar a su cohesión interna. Ante las rencillas o desavenencias que la ponen en peligro, Cristo fue extraordinariamente severo. Examinemos el largo pasaje evangélico que inculca la urgencia de la reconciliación (Mt 18,15-35).
Si un cristiano ofende a otro, el ofendido debe ir al ofensor, probarle que ha hecho mal y hacer las paces (18,15); ninguna publicidad, pues la discordia, escándalo entre cristianos, no tiene por qué trascender. Si el ofensor es testarudo y no se reconoce en falta, llame el ofendido a uno o dos más que juzguen con imparcialidad y lo persuadan. Si tampoco así se lograse el acuerdo, hágase público ante la comunidad, ésta tratará de convencer al empedernido; si aun entonces se muestra refractario a la reconciliación ofrecida, salga de la Iglesia; ella no puede tolerar en su seno a gente que invalida su testimonio (Mt 18,15-17).
El acto de reconciliación a cualquier nivel o la excomunión pronunciada por el grupo quedan ratificados por el Padre del cielo; efectuadas las paces, está libre el acceso a Dios, obstruido antes por la hostilidad entre hermanos. Todo esfuerzo por la paz está refrendado por Cristo.
Tal doctrina era un plato muy fuerte para el paladar de Pedro; quiso saber exactamente cuántas veces estaría obligado a perdonar aun ofensor reincidente; pensó que siete veces bastarían. En el cántico de Lamec (Gn 4,24), siete eran las venganzas por una injuria hecha a Caín; Lamec, su descendiente, se ufanaba de que las suyas serían setenta y siete. A la cifra siete que propone Pedro, replica el Señor con las setenta y siete. A donde llega la crueldad ha de alcanzar el perdón.
Pero a Cristo no le basta con disponer; es Maestro, no dictador. Por eso explica con una parábola el contrasentido de negarse a perdonar, cuando uno mismo ha recibido un perdón ilimitado y gratuito. Describe la monstruosidad del deudor a quien el rey condonó una suma ingente, y mandó a la cárcel a un compañero porque le debía una minucia. Quien tiene conciencia de la gracia que le han concedido, ¿puede todavía tasar su perdón? Para terminar, Jesús recalca que no hay reconciliación posible con Dios mientras no la haya entre los hombres (18,23-35).
Mientras exista desavenencias aquí abajo, con Dios no se comunica. Su número hay que marcarlo con los dedos de todos. Por eso, al que va a ofrecer un sacrificio, lo intima Cristo a dejar la ofrenda al pie del altar hasta haber hecho las paces con el otro (Mt 5, 23-24).
Divisiones no deben existir, pero si además de existir trascienden a los de fuera, el escándalo es inevitable. Indignaba a san Pablo que los corintios apelaran en sus pleitos a tribunales civiles y no pudieran avenirse con la ayuda de los cristianos mismos. Demostraban con su conducta que la Iglesia no es capaz de garantizar la unión. Usa frases violentas: “Desde cualquier punto de vista es ya un fallo que haya pleitos entre vosotros. ¿No estaría mejor sufrir la injusticia? ¿No estaría mejor dejarse robar? En cambio, sois vosotros los injustos y los ladrones, y eso con hermanos vuestros” (1 Cor 6,7-8). Ocasiones extremas pueden exigir sacrificios, para no desprestigiar el testimonio cristiano.
La disciplina excluye en segundo lugar la mala conducta notoria. El cristiano que daña gravemente la reputación de la comunidad no puede permanecer en ella. Este fue el caso del sujeto que vivía con su madrastra en Corinto; ni entre paganos se toleraba tal incesto. San Pablo decide expulsar al individuo y pide a la comunidad que se reúna y ratifique su decisión (1 Cor 5,1-13).
Los cristianos han recibido una vocación y han de permanecer fieles a ella. Dios los llama a ser sus testigos en el mundo, individualmente y en grupo, y el testimonio tiene sus exigencias. Rozamientos existirán siempre, pero no es tolerable la desunión contumaz que oscurece el ideal y extingue el brillo del ejemplo. Cada llaga debe ser vendada inmediatamente, para evitar la infección. Dejar heridas abiertas en la Iglesia es desangrarla; predicar lo que no se practica es caer en la hipocresía de los que “dicen y no hacen” (Mt 23,3), honrar a Dios con los labios teniendo el corazón lejos. Bien consciente era san Pablo de su responsabilidad: “Para que no pongan tacha a nuestro servicio, nunca damos a nadie motivo de escándalo” (2 Cor 6,3).
Unidad y disciplina.
Para que un testimonio sea válido se requiere que sea consecuente y no evidencie contradicciones. Si la Iglesia es testigo permanente de unidad ante el mundo, debe ser fiel a una línea de conducta y no puede ser indiferente al proceder de sus miembros; necesita una disciplina.
La disciplina concierne en primer lugar a su cohesión interna. Ante las rencillas o desavenencias que la ponen en peligro, Cristo fue extraordinariamente severo. Examinemos el largo pasaje evangélico que inculca la urgencia de la reconciliación (Mt 18,15-35).
Si un cristiano ofende a otro, el ofendido debe ir al ofensor, probarle que ha hecho mal y hacer las paces (18,15); ninguna publicidad, pues la discordia, escándalo entre cristianos, no tiene por qué trascender. Si el ofensor es testarudo y no se reconoce en falta, llame el ofendido a uno o dos más que juzguen con imparcialidad y lo persuadan. Si tampoco así se lograse el acuerdo, hágase público ante la comunidad, ésta tratará de convencer al empedernido; si aun entonces se muestra refractario a la reconciliación ofrecida, salga de la Iglesia; ella no puede tolerar en su seno a gente que invalida su testimonio (Mt 18,15-17).
El acto de reconciliación a cualquier nivel o la excomunión pronunciada por el grupo quedan ratificados por el Padre del cielo; efectuadas las paces, está libre el acceso a Dios, obstruido antes por la hostilidad entre hermanos. Todo esfuerzo por la paz está refrendado por Cristo.
Tal doctrina era un plato muy fuerte para el paladar de Pedro; quiso saber exactamente cuántas veces estaría obligado a perdonar aun ofensor reincidente; pensó que siete veces bastarían. En el cántico de Lamec (Gn 4,24), siete eran las venganzas por una injuria hecha a Caín; Lamec, su descendiente, se ufanaba de que las suyas serían setenta y siete. A la cifra siete que propone Pedro, replica el Señor con las setenta y siete. A donde llega la crueldad ha de alcanzar el perdón.
Pero a Cristo no le basta con disponer; es Maestro, no dictador. Por eso explica con una parábola el contrasentido de negarse a perdonar, cuando uno mismo ha recibido un perdón ilimitado y gratuito. Describe la monstruosidad del deudor a quien el rey condonó una suma ingente, y mandó a la cárcel a un compañero porque le debía una minucia. Quien tiene conciencia de la gracia que le han concedido, ¿puede todavía tasar su perdón? Para terminar, Jesús recalca que no hay reconciliación posible con Dios mientras no la haya entre los hombres (18,23-35).
Mientras exista desavenencias aquí abajo, con Dios no se comunica. Su número hay que marcarlo con los dedos de todos. Por eso, al que va a ofrecer un sacrificio, lo intima Cristo a dejar la ofrenda al pie del altar hasta haber hecho las paces con el otro (Mt 5, 23-24).
Divisiones no deben existir, pero si además de existir trascienden a los de fuera, el escándalo es inevitable. Indignaba a san Pablo que los corintios apelaran en sus pleitos a tribunales civiles y no pudieran avenirse con la ayuda de los cristianos mismos. Demostraban con su conducta que la Iglesia no es capaz de garantizar la unión. Usa frases violentas: “Desde cualquier punto de vista es ya un fallo que haya pleitos entre vosotros. ¿No estaría mejor sufrir la injusticia? ¿No estaría mejor dejarse robar? En cambio, sois vosotros los injustos y los ladrones, y eso con hermanos vuestros” (1 Cor 6,7-8). Ocasiones extremas pueden exigir sacrificios, para no desprestigiar el testimonio cristiano.
La disciplina excluye en segundo lugar la mala conducta notoria. El cristiano que daña gravemente la reputación de la comunidad no puede permanecer en ella. Este fue el caso del sujeto que vivía con su madrastra en Corinto; ni entre paganos se toleraba tal incesto. San Pablo decide expulsar al individuo y pide a la comunidad que se reúna y ratifique su decisión (1 Cor 5,1-13).
Los cristianos han recibido una vocación y han de permanecer fieles a ella. Dios los llama a ser sus testigos en el mundo, individualmente y en grupo, y el testimonio tiene sus exigencias. Rozamientos existirán siempre, pero no es tolerable la desunión contumaz que oscurece el ideal y extingue el brillo del ejemplo. Cada llaga debe ser vendada inmediatamente, para evitar la infección. Dejar heridas abiertas en la Iglesia es desangrarla; predicar lo que no se practica es caer en la hipocresía de los que “dicen y no hacen” (Mt 23,3), honrar a Dios con los labios teniendo el corazón lejos. Bien consciente era san Pablo de su responsabilidad: “Para que no pongan tacha a nuestro servicio, nunca damos a nadie motivo de escándalo” (2 Cor 6,3).
domingo, 22 de noviembre de 2009
CAP.I.1 Unidad y apertura.
Cap.II.
Unidad y Apertura.
La apertura es necesaria para la unión, y consecuencia inmediata de la urgencia es no poner más condiciones que las imprescindibles. Nunca pretendieron los apóstoles crear una organización rival de Israel; la Iglesia fue expulsada del judaísmo, y precisamente por su apertura; no por poner condiciones, sino por suprimirlas.
Albergando a los judíos cristianos que practicaban como antes la ley de Moisés y asistían al templo, admitió a los gentiles sin exigirles aquellas observancias. Esta actitud causó tensiones internas (Hch 11,1-3), pero prevaleció porque el Espíritu la impulsaba (Hch 10,44-47). Conciso era el dogma; basta leer los discursos de san Pedro en Jerusalén (Hch 2,22-36; 3, 11-26), que podrían resumirse en la antiquísima fórmula: “Jesucristo es Señor” (Rom 10,9; 1 Cor 12,3; Flp 2,11), profesión de fe en la mesianidad, resurrección y reinado presente de Cristo, incluyendo la esperanza de su venida y la resurrección de los muertos. Aparte de esta doctrina sumaria, lo decisivo era que Cristo habitase en cada uno por la fe (Ef 3,17; Gál 2,20) y que la vida transparentase su amor (Ef 3,19; Gál 5,6).
Mucha historia ha pasado. Polémicas y reflexión han fijado muchos puntos de dogma; la unión es ahora mucho más difícil, pero no menos urgente. Las Iglesias deben mostrar ante todo su estima mutua y su fraternidad, subrayando los puntos de acuerdo. En las cuestiones controvertidas hay que examinar de nuevo las formulaciones de cada parte a la luz de la revelación; toda palabra humana es mejorable y susceptible de nuevos matices. Las tradiciones disciplinares o costumbres regionales no alcanzan la categoría de obstáculo; si llegaran a serlo, delatarían poca sinceridad en los que hablan de unión.
Ejemplo de un debate ecuménico lo dio Cristo cuando los saduceos lo provocaron ridiculizando la resurrección (Mt 22,23-33 y parals.). Jesús se encontró ante dos teologías antitéticas: los fariseos sostenían que habrá resurrección; los saduceos, que no la habrá. Cada escuela teológica se preocupaba más de demoler la posición contraria que de fundamentar la propia. Por su parte, la doctrina fariseo era muy vulnerable, pues concebía la vida futura como una simple prolongación de la presente.
Cristo no acepta la polémica como base de discusión, ni refuta razones una por una. Sin exponer doctrinas personales, va derecho a la Escritura y muestra la única verdad revelada, que el hombre vivirá, pero declara falsa al mismo tiempo la concepción farisea de la vida eterna.
No trata, pues, de conciliar las dos posiciones; da netamente la razón a una, pero sólo en lo esencial, corrigiéndola en todo lo demás. Los fariseos habían mezclado con la revelación sus propias ideas, que no tenían fundamento en la Escritura. Tal puede ser el caso en muchas cuestiones presentes; veinte siglos de historia han recamado el mensaje original con tantas hebras culturales y políticas que se precisa una labor atenta y paciente para descubrir la trama.
El Espíritu, creador de unión, es también creador de diversidad; la unidad vital que él sostiene no consiste en la yuxtaposición de piezas uniformes, sino en la complementariedad de dones diferentes. No hay un rasero para los dones del Espíritu; a uno lo hace profeta, a otro le da habilidad para dirigir (1 Cor 12,28); la unidad se efectúa como en el cuerpo, porque todos necesitan de todos. Lo que ocurre entre individuos es normal también entre grupos; si se deja obrar al Espíritu, saldrán diferentes fisonomías, como ya en el Nuevo Testamento la Iglesia de Jerusalén se diferenciaba de la de Corinto. Los únicos requisitos indispensables son los que Dios pone, y éstos hay que sopesarlos con cuidado; cada Iglesia tiende a identificarse con el evangelio, la más de las veces indebidamente, y a encontrar en él justificación para sus modalidades.
Estamos ahora en mejores condiciones para la unión que en épocas pasadas, cuando por falta de estudios críticos se hacía remontar toda usanza eclesiástica a los apóstoles o a Cristo. Conocemos mejor los orígenes de muchas tradiciones y los influjos culturales que las han modelado; aparece la diversidad de estructuras eclesiásticas en los mismos escritos del Nuevo Testamento. El desarrollo histórico de las comunidades cristianas ha sido uno, no el único posible, y ha estado determinado en parte por la sociedad ambiente. Sería temerario ignorar la historia, pero hay que aquilatar la validez para el día de hoy. El pasado tiene voz en capítulo, pero no la última palabra.
Los libros inspirados no ofrecen un modelo de estructura eclesiástica, sino una clave de estructuración, la misión de la Iglesia en el mundo. La Iglesia debe organizarse en cada época de la manera más idónea para responder a esa misión y cumplirla. El pasado deberá ser consejero, pero nunca juez; aparte de los pocos elementos que instituyó Cristo, las estructuras pretéritas no son absolutas, y es posible que, al menos en parte, no sean encarnación válida para nuestros días de la clave estructuradora.
La Iglesia desarrolla su misión en el mundo que la rodea, le guste o no le guste. En éste y no en un mundo ideal es donde Dios prepara su reino. Desde su circunstancia presente, y con la mirada en el futuro, juzga la validez del pasado. Cuánto deba ser retenido o descartado, no puede decirse a priori; hay que mover la criba con cautela, para no perder oro ni retener ganga. Desechar valores auténticos pondría en peligro la identidad de la Iglesia; arrastrar lastres infantiles paralizaría su acción. Teniendo bien presente su misión en el mundo, debe fiarse del Espíritu, que la guía hacia la verdad plena (Jn 16,13).
Unidad y Apertura.
La apertura es necesaria para la unión, y consecuencia inmediata de la urgencia es no poner más condiciones que las imprescindibles. Nunca pretendieron los apóstoles crear una organización rival de Israel; la Iglesia fue expulsada del judaísmo, y precisamente por su apertura; no por poner condiciones, sino por suprimirlas.
Albergando a los judíos cristianos que practicaban como antes la ley de Moisés y asistían al templo, admitió a los gentiles sin exigirles aquellas observancias. Esta actitud causó tensiones internas (Hch 11,1-3), pero prevaleció porque el Espíritu la impulsaba (Hch 10,44-47). Conciso era el dogma; basta leer los discursos de san Pedro en Jerusalén (Hch 2,22-36; 3, 11-26), que podrían resumirse en la antiquísima fórmula: “Jesucristo es Señor” (Rom 10,9; 1 Cor 12,3; Flp 2,11), profesión de fe en la mesianidad, resurrección y reinado presente de Cristo, incluyendo la esperanza de su venida y la resurrección de los muertos. Aparte de esta doctrina sumaria, lo decisivo era que Cristo habitase en cada uno por la fe (Ef 3,17; Gál 2,20) y que la vida transparentase su amor (Ef 3,19; Gál 5,6).
Mucha historia ha pasado. Polémicas y reflexión han fijado muchos puntos de dogma; la unión es ahora mucho más difícil, pero no menos urgente. Las Iglesias deben mostrar ante todo su estima mutua y su fraternidad, subrayando los puntos de acuerdo. En las cuestiones controvertidas hay que examinar de nuevo las formulaciones de cada parte a la luz de la revelación; toda palabra humana es mejorable y susceptible de nuevos matices. Las tradiciones disciplinares o costumbres regionales no alcanzan la categoría de obstáculo; si llegaran a serlo, delatarían poca sinceridad en los que hablan de unión.
Ejemplo de un debate ecuménico lo dio Cristo cuando los saduceos lo provocaron ridiculizando la resurrección (Mt 22,23-33 y parals.). Jesús se encontró ante dos teologías antitéticas: los fariseos sostenían que habrá resurrección; los saduceos, que no la habrá. Cada escuela teológica se preocupaba más de demoler la posición contraria que de fundamentar la propia. Por su parte, la doctrina fariseo era muy vulnerable, pues concebía la vida futura como una simple prolongación de la presente.
Cristo no acepta la polémica como base de discusión, ni refuta razones una por una. Sin exponer doctrinas personales, va derecho a la Escritura y muestra la única verdad revelada, que el hombre vivirá, pero declara falsa al mismo tiempo la concepción farisea de la vida eterna.
No trata, pues, de conciliar las dos posiciones; da netamente la razón a una, pero sólo en lo esencial, corrigiéndola en todo lo demás. Los fariseos habían mezclado con la revelación sus propias ideas, que no tenían fundamento en la Escritura. Tal puede ser el caso en muchas cuestiones presentes; veinte siglos de historia han recamado el mensaje original con tantas hebras culturales y políticas que se precisa una labor atenta y paciente para descubrir la trama.
El Espíritu, creador de unión, es también creador de diversidad; la unidad vital que él sostiene no consiste en la yuxtaposición de piezas uniformes, sino en la complementariedad de dones diferentes. No hay un rasero para los dones del Espíritu; a uno lo hace profeta, a otro le da habilidad para dirigir (1 Cor 12,28); la unidad se efectúa como en el cuerpo, porque todos necesitan de todos. Lo que ocurre entre individuos es normal también entre grupos; si se deja obrar al Espíritu, saldrán diferentes fisonomías, como ya en el Nuevo Testamento la Iglesia de Jerusalén se diferenciaba de la de Corinto. Los únicos requisitos indispensables son los que Dios pone, y éstos hay que sopesarlos con cuidado; cada Iglesia tiende a identificarse con el evangelio, la más de las veces indebidamente, y a encontrar en él justificación para sus modalidades.
Estamos ahora en mejores condiciones para la unión que en épocas pasadas, cuando por falta de estudios críticos se hacía remontar toda usanza eclesiástica a los apóstoles o a Cristo. Conocemos mejor los orígenes de muchas tradiciones y los influjos culturales que las han modelado; aparece la diversidad de estructuras eclesiásticas en los mismos escritos del Nuevo Testamento. El desarrollo histórico de las comunidades cristianas ha sido uno, no el único posible, y ha estado determinado en parte por la sociedad ambiente. Sería temerario ignorar la historia, pero hay que aquilatar la validez para el día de hoy. El pasado tiene voz en capítulo, pero no la última palabra.
Los libros inspirados no ofrecen un modelo de estructura eclesiástica, sino una clave de estructuración, la misión de la Iglesia en el mundo. La Iglesia debe organizarse en cada época de la manera más idónea para responder a esa misión y cumplirla. El pasado deberá ser consejero, pero nunca juez; aparte de los pocos elementos que instituyó Cristo, las estructuras pretéritas no son absolutas, y es posible que, al menos en parte, no sean encarnación válida para nuestros días de la clave estructuradora.
La Iglesia desarrolla su misión en el mundo que la rodea, le guste o no le guste. En éste y no en un mundo ideal es donde Dios prepara su reino. Desde su circunstancia presente, y con la mirada en el futuro, juzga la validez del pasado. Cuánto deba ser retenido o descartado, no puede decirse a priori; hay que mover la criba con cautela, para no perder oro ni retener ganga. Desechar valores auténticos pondría en peligro la identidad de la Iglesia; arrastrar lastres infantiles paralizaría su acción. Teniendo bien presente su misión en el mundo, debe fiarse del Espíritu, que la guía hacia la verdad plena (Jn 16,13).
domingo, 15 de noviembre de 2009
Cap I.1. Necesidad de la Unión.
Cap.II.1
Necesidad de la unión.
Tan indispensable es la unión entre los cristianos, que de ella depende el éxito de la misión de Cristo. Si la Iglesia no vive del amor fraterno, neutraliza la redención.
Lleva en la solapa un distintivo: “En esto conocerán que sois discípulos míos, en que os amáis unos a otros” (Jn 13,35). Si se lo quita, pierde su identidad. Sirve de poco que la Iglesia descuelle en otro ramo: organización, ciencia, arte, religiosidad, disciplina, si no ostenta su divisa específica. El resto será más o menos necesario, pero no es decisivo y siempre se topará con rivales que la igualen o la superen. Dios quiere que obtenga sobresaliente en el amor activo y desinteresado por el prójimo. Esa es su piedra de toque, y lo mismo la Iglesia como un todo que los grupos intraeclesiales; entre ellos la comunidades religiosas, deben centrar ahí su examen de conciencia.
Si a un musulmán o budista educado en colegio cristiano se le preguntara cómo ve el cristianismo, difícilmente respondería con la admiración de los antiguos paganos: “Son gente que toma en serio el amor mutuo”. Lo más probable es que elogiara la organización, ciencia o disciplina, o incluso el poder de la Iglesia. Por muy ponderativo y halagador que pareciera su discurso, significaría, en fin de cuentas, que el testimonio para el que existe la Iglesia no estaba en primer plano.
De este testimonio depende la fe del mundo, como afirma Cristo en su testamento. Pide una unión entre los cristianos que refleje la que él tiene con el Padre y los integre con ellos: “así creerá el mundo que tú me has enviado” (Jn 17,21). La unión es la gloria, la presencia, el esplendor de Dios mismo que Cristo comunica a la Iglesia, y esa presencia de Dios debe llevarlos a la unidad perfecta: “así sabrá el mundo que tú me enviaste y que los amas a ellos como a mí” (Jn 17,22-23).
No cabía claridad mayor en afirmar lo decisivo de la unidad: de ella depende que el mundo acepte a Cristo. Palpita aquí la urgencia de la unión entre las Iglesias cristianas. Mientras exista división deberían sonrojarse de llamarse cristianas, pues no están a la altura de su llamamiento. (Ef 4,1); demuestran exactamente lo contrario de aquello a lo que Cristo las llamó; prueban que la unión entre los hombres es imposible, que la esperanza es vana, y que ni siquiera Cristo consiguió realizarla, pues los mismos que apelan a él son incapaces de vivir en armonía. Es el contratestimonio. Los bloques separados de Iglesias son las ruinas del dolor y la gracia de Cristo, el fracaso visible de la obra de Dios.
Establecidas sociológicamente, las Iglesias olvidaron su misión frente al mundo y descuidaron su testimonio primario. Hoy Dios se lo reprocha, suscitando el tremendo ataque del ateísmo y obligando a reconsiderar actitudes.
Necesidad de la unión.
Tan indispensable es la unión entre los cristianos, que de ella depende el éxito de la misión de Cristo. Si la Iglesia no vive del amor fraterno, neutraliza la redención.
Lleva en la solapa un distintivo: “En esto conocerán que sois discípulos míos, en que os amáis unos a otros” (Jn 13,35). Si se lo quita, pierde su identidad. Sirve de poco que la Iglesia descuelle en otro ramo: organización, ciencia, arte, religiosidad, disciplina, si no ostenta su divisa específica. El resto será más o menos necesario, pero no es decisivo y siempre se topará con rivales que la igualen o la superen. Dios quiere que obtenga sobresaliente en el amor activo y desinteresado por el prójimo. Esa es su piedra de toque, y lo mismo la Iglesia como un todo que los grupos intraeclesiales; entre ellos la comunidades religiosas, deben centrar ahí su examen de conciencia.
Si a un musulmán o budista educado en colegio cristiano se le preguntara cómo ve el cristianismo, difícilmente respondería con la admiración de los antiguos paganos: “Son gente que toma en serio el amor mutuo”. Lo más probable es que elogiara la organización, ciencia o disciplina, o incluso el poder de la Iglesia. Por muy ponderativo y halagador que pareciera su discurso, significaría, en fin de cuentas, que el testimonio para el que existe la Iglesia no estaba en primer plano.
De este testimonio depende la fe del mundo, como afirma Cristo en su testamento. Pide una unión entre los cristianos que refleje la que él tiene con el Padre y los integre con ellos: “así creerá el mundo que tú me has enviado” (Jn 17,21). La unión es la gloria, la presencia, el esplendor de Dios mismo que Cristo comunica a la Iglesia, y esa presencia de Dios debe llevarlos a la unidad perfecta: “así sabrá el mundo que tú me enviaste y que los amas a ellos como a mí” (Jn 17,22-23).
No cabía claridad mayor en afirmar lo decisivo de la unidad: de ella depende que el mundo acepte a Cristo. Palpita aquí la urgencia de la unión entre las Iglesias cristianas. Mientras exista división deberían sonrojarse de llamarse cristianas, pues no están a la altura de su llamamiento. (Ef 4,1); demuestran exactamente lo contrario de aquello a lo que Cristo las llamó; prueban que la unión entre los hombres es imposible, que la esperanza es vana, y que ni siquiera Cristo consiguió realizarla, pues los mismos que apelan a él son incapaces de vivir en armonía. Es el contratestimonio. Los bloques separados de Iglesias son las ruinas del dolor y la gracia de Cristo, el fracaso visible de la obra de Dios.
Establecidas sociológicamente, las Iglesias olvidaron su misión frente al mundo y descuidaron su testimonio primario. Hoy Dios se lo reprocha, suscitando el tremendo ataque del ateísmo y obligando a reconsiderar actitudes.
domingo, 8 de noviembre de 2009
CAP.I.1 Iglesia y vocación.
Cap II.1
Iglesia y vocación.
La aspiración individualista a obtener la propia salvación no explica, por tanto, la existencia de la Iglesia; Dios salva también fuera de ella. Su propósito, al reunir un grupo de hombres, tiene que ser diverso.
Pertenecer a la Iglesia supone una vocación especial; ninguno se acerca a Cristo si el Padre no lo empuja (Jn 6,44).
El Padre llama a la unión y hermandad; los cristianos son hombres que viven bajo el signo del amor mutuo. En un mundo en que la solidaridad y el amor parecen no ya difíciles, sino utópicos, la Iglesia tiene que demostrar que son posibles. Por encima de las fronteras nacionales, culturales, raciales, religiosas y sociales, enfrentándose con los antagonismos, recelos y desprecios mutuos, tiene que actuar un nuevo sistema de relaciones: confianza, concordia, solidaridad, colaboración, interés por todos y prontitud para la ayuda. La Iglesia es una gema de muestra que viene del tesoro de Dios, debe ser promesa cumplida, esperanza verificada, porque lo que parecía ilusorio, el derribo de los muros ancestrales, es en ella una realidad. Esta es la Iglesia, símbolo del reino: la parcela de mundo donde el amor de Dios fluye libremente hacia el prójimo, la prueba sorprendente de que la unión entre los hombres es posible.
El grupo cristiano reconoce y declara no ser empresa humana; al que pregunta le muestra sus credenciales, la marca de taller. Así da testimonio del designio divino sobre la sociedad humana; su amor fraterno explicita la acción de Dios en el mundo y enseña a reconocerla cuando obra de incógnito.
Por eso la primera preocupación de la Iglesia es mantener la unión; si fracasara en eso, su papel habría terminado. La unión no es resultado de esfuerzo humano, sino obra del Espíritu de Dios, pero los cristianos han de poner todo empeño en afianzarla, fomentando la paz. La Carta a los Efesios pone de relieve la importancia de este punto. Terminada la solemne oración al Padre en que san Pablo pide para los cristianos una profunda experiencia de Cristo (3,14-21), no sigue una exhortación a la vida moral; la experiencia del amor que Cristo nos tiene ha de traducirse ante todo en el testimonio de unidad; el Apóstol no teme se redundante al enumerar los fundamentos y acicates para la unión: “Un cuerpo y un Espíritu, una esperanza, un Señor, una fe, un bautismo, un Dios y Padre de todos” (4,5-6). Describe la conducta que la favorece: humildad, sencillez, paciencia, amor y paz; así es como se vive a la altura del llamamiento recibido (4,1-4).
El afán por la unidad no es sino respuesta al mandamiento de Cristo: “Amaos unos a otros como yo os he amado” (Jn 13,34). En los años de vida juntos, Jesús fue educando a los apóstoles, hasta que la última noche pudo llamarlos amigos. Les explica en qué consiste su amistad: primero en ayudarlos sin escatimar nada: “No hay amor más grande que dar la vida por los amigos” (Jn 15,13); segundo, en la confianza: “Ya no os llamo siervos, porque un siervo no está al corriente de lo que hace su amo; os llamo amigos, porque os he comunicado todo lo que le he oído a mi Padre (Jn 15,15).
La amistad de Cristo con los apóstoles es modelo para el trato entre cristianos: interés mutuo que se traduce en ayuda, confianza que abre la comunicación. Ambas notas aparecen en la primitiva comunidad de Jerusalén, donde “todos pensaban y sentían lo mismo”; frase hiperbólica, sin duda, pero que muestra por lo menos un acuerdo, fruto del intercambio, capaz de integrar las diferencias de opinión; además, “nadie consideraba suyo nada de lo que tenía”, de modo que “ninguno pasaba necesidad” (Hch 4,32-34); la descripción está posiblemente idealizada, pero señala una meta a la convivencia cristiana.
Iglesia y vocación.
La aspiración individualista a obtener la propia salvación no explica, por tanto, la existencia de la Iglesia; Dios salva también fuera de ella. Su propósito, al reunir un grupo de hombres, tiene que ser diverso.
Pertenecer a la Iglesia supone una vocación especial; ninguno se acerca a Cristo si el Padre no lo empuja (Jn 6,44).
El Padre llama a la unión y hermandad; los cristianos son hombres que viven bajo el signo del amor mutuo. En un mundo en que la solidaridad y el amor parecen no ya difíciles, sino utópicos, la Iglesia tiene que demostrar que son posibles. Por encima de las fronteras nacionales, culturales, raciales, religiosas y sociales, enfrentándose con los antagonismos, recelos y desprecios mutuos, tiene que actuar un nuevo sistema de relaciones: confianza, concordia, solidaridad, colaboración, interés por todos y prontitud para la ayuda. La Iglesia es una gema de muestra que viene del tesoro de Dios, debe ser promesa cumplida, esperanza verificada, porque lo que parecía ilusorio, el derribo de los muros ancestrales, es en ella una realidad. Esta es la Iglesia, símbolo del reino: la parcela de mundo donde el amor de Dios fluye libremente hacia el prójimo, la prueba sorprendente de que la unión entre los hombres es posible.
El grupo cristiano reconoce y declara no ser empresa humana; al que pregunta le muestra sus credenciales, la marca de taller. Así da testimonio del designio divino sobre la sociedad humana; su amor fraterno explicita la acción de Dios en el mundo y enseña a reconocerla cuando obra de incógnito.
Por eso la primera preocupación de la Iglesia es mantener la unión; si fracasara en eso, su papel habría terminado. La unión no es resultado de esfuerzo humano, sino obra del Espíritu de Dios, pero los cristianos han de poner todo empeño en afianzarla, fomentando la paz. La Carta a los Efesios pone de relieve la importancia de este punto. Terminada la solemne oración al Padre en que san Pablo pide para los cristianos una profunda experiencia de Cristo (3,14-21), no sigue una exhortación a la vida moral; la experiencia del amor que Cristo nos tiene ha de traducirse ante todo en el testimonio de unidad; el Apóstol no teme se redundante al enumerar los fundamentos y acicates para la unión: “Un cuerpo y un Espíritu, una esperanza, un Señor, una fe, un bautismo, un Dios y Padre de todos” (4,5-6). Describe la conducta que la favorece: humildad, sencillez, paciencia, amor y paz; así es como se vive a la altura del llamamiento recibido (4,1-4).
El afán por la unidad no es sino respuesta al mandamiento de Cristo: “Amaos unos a otros como yo os he amado” (Jn 13,34). En los años de vida juntos, Jesús fue educando a los apóstoles, hasta que la última noche pudo llamarlos amigos. Les explica en qué consiste su amistad: primero en ayudarlos sin escatimar nada: “No hay amor más grande que dar la vida por los amigos” (Jn 15,13); segundo, en la confianza: “Ya no os llamo siervos, porque un siervo no está al corriente de lo que hace su amo; os llamo amigos, porque os he comunicado todo lo que le he oído a mi Padre (Jn 15,15).
La amistad de Cristo con los apóstoles es modelo para el trato entre cristianos: interés mutuo que se traduce en ayuda, confianza que abre la comunicación. Ambas notas aparecen en la primitiva comunidad de Jerusalén, donde “todos pensaban y sentían lo mismo”; frase hiperbólica, sin duda, pero que muestra por lo menos un acuerdo, fruto del intercambio, capaz de integrar las diferencias de opinión; además, “nadie consideraba suyo nada de lo que tenía”, de modo que “ninguno pasaba necesidad” (Hch 4,32-34); la descripción está posiblemente idealizada, pero señala una meta a la convivencia cristiana.
miércoles, 4 de noviembre de 2009
CAP.I.1. Iglesia y salvación.
Cap.II.1.
Iglesia y Salvación.
Hay cristianos que buscan en la Iglesia sólo su salvación individual. ¿Han entendido el designio de Dios? Cristo no murió solamente por los cristianos, sino por el mundo entero; pero la salvación que él obtuvo, ¿está toda concentrada en la Iglesia o administrada por ella? Según la Carta a los Hebreos, la fe que se requiere para agradar a Dios se limita a este artículo: hay un Dios que no es indiferente a los esfuerzos del hombre que lo busca (Heb 11,6). Y hace mucho tiempo que hablan los teólogos de un bautismo implícito, suficiente para salvarse.
De hecho, la Iglesia se presenta en el evangelio como sal de la tierra, cuantía mínima respecto a la masa total y dispersa en ella. La metáfora de la luz del mundo supone también un vasto espacio oscuro donde brilla.
Sin embargo, la intención de Dios al enviar a su Hijo era salvar al mundo, a la humanidad entera, no a un grupo determinado (Jn 3,16-17; 1 Jn 2,2). La acción salvadora de Dios tiene, por tanto, que ejercerse también fuera de los muros de la ciudad que invoca su nombre.
La actividad de Dios en el mundo es misteriosa e imposible de indagar; por lo que Cristo expone en las parábolas del reino, es una acción paciente y sujeta a mil fracasos, por culpa de la superficialidad, inconstancia o ambición de los hombres (Mt 13,1-9; 18,23 y parals.). Esa humildad divina encabritaba a muchos judíos, que anhelaban una manifestación fulgurante. La acción de Dios está tan entremezclada con las realidades humanas que toda prudencia es poca para no confundir el trigo con la cizaña (Mt 13,24-30). A pesar de todas las oposiciones, la obra va adelante, como germina la simiente (Mc 4,26-29) o fermenta la levadura (Mt 13,33), duerma el hombre o vigile. Coge a uno por sorpresa, mientras cava un campo o trafica en perlas (Mt 13,44-46).
Aunque no podemos medir la acción de Dios ni diseñar su mapa, sí sabemos que consiste en promover el amor entre los hombres. Donde se percibe un avance en la fraternidad humana, cuando se oye el derrumbe de una valla, allí está Dios que empuja.
Su campo es el mundo (Mt 13,38). A ciertos hombres, en mayor o menor número según sus planes y las vicisitudes históricas, descubre su esplendor, reflejado en el rostro de Cristo ( 2 Cor 4,6), llamándolos a la fe. La Iglesia es un fruto visible de la acción universal de Dios, el que lleva su etiqueta. Los demás son anónimos; tantos hijos tendrá Dios en el mundo que no reconocen al Padre, aunque él da el apellido a toda familia en cielo y tierra (Ef 3,14-15). Algunos, sin embargo, lo han visto y lo han reconocido en Jesús (Jn 14,7); son los cristianos.
En Palestina no formó Jesús un grupo esotérico de discípulos; si eligió a doce, fue para enviarlos a todo Israel (Mt 10,1-6). El predicaba en las sinagogas y a cielo descubierto, llamaba a todos, buenos y malos, piadosos y descreídos. No empezó una nueva secta; al contrario, tiró abajo las barreras levantadas por los fariseos, tras las cuales los no versados en la ley vivían sin religión pensando quedar fuera del grupo de elegidos. Jesús enfrentó a todos con la decisión que exigía el reino.
La Iglesia nació de la negativa de Israel. La constituyeron los que creían en Jesús como Mesías prometido y Salvador enviado por Dios. Fue el fruto visible de la obra de Cristo en medio de todo su pueblo.
No conocemos los modos ni las etapas de la salvación que Dios actúa entre los no cristianos. Para el hombre que llega a la fe, el bautismo perdona sus pecados, lo incorpora a Cristo y le infunde el Espíritu; ésta es la salvación. No es fruto laborioso de una vida de esfuerzo, sino regalo generoso de Dios. Culminará en el futuro del reino, pero está ya concebida. “Con esta esperanza nos salvaron” (Rom 8,24); la garantía y el sello es el Espíritu (Ef 1,13-14).
La salvación que Dios concede no exime de responsabilidad, exige la respuesta de la fe, que es la entrega a Dios en el cumplimiento de su voluntad; y su voluntad manda que el hombre ame al hombre, su hermano.
Iglesia y Salvación.
Hay cristianos que buscan en la Iglesia sólo su salvación individual. ¿Han entendido el designio de Dios? Cristo no murió solamente por los cristianos, sino por el mundo entero; pero la salvación que él obtuvo, ¿está toda concentrada en la Iglesia o administrada por ella? Según la Carta a los Hebreos, la fe que se requiere para agradar a Dios se limita a este artículo: hay un Dios que no es indiferente a los esfuerzos del hombre que lo busca (Heb 11,6). Y hace mucho tiempo que hablan los teólogos de un bautismo implícito, suficiente para salvarse.
De hecho, la Iglesia se presenta en el evangelio como sal de la tierra, cuantía mínima respecto a la masa total y dispersa en ella. La metáfora de la luz del mundo supone también un vasto espacio oscuro donde brilla.
Sin embargo, la intención de Dios al enviar a su Hijo era salvar al mundo, a la humanidad entera, no a un grupo determinado (Jn 3,16-17; 1 Jn 2,2). La acción salvadora de Dios tiene, por tanto, que ejercerse también fuera de los muros de la ciudad que invoca su nombre.
La actividad de Dios en el mundo es misteriosa e imposible de indagar; por lo que Cristo expone en las parábolas del reino, es una acción paciente y sujeta a mil fracasos, por culpa de la superficialidad, inconstancia o ambición de los hombres (Mt 13,1-9; 18,23 y parals.). Esa humildad divina encabritaba a muchos judíos, que anhelaban una manifestación fulgurante. La acción de Dios está tan entremezclada con las realidades humanas que toda prudencia es poca para no confundir el trigo con la cizaña (Mt 13,24-30). A pesar de todas las oposiciones, la obra va adelante, como germina la simiente (Mc 4,26-29) o fermenta la levadura (Mt 13,33), duerma el hombre o vigile. Coge a uno por sorpresa, mientras cava un campo o trafica en perlas (Mt 13,44-46).
Aunque no podemos medir la acción de Dios ni diseñar su mapa, sí sabemos que consiste en promover el amor entre los hombres. Donde se percibe un avance en la fraternidad humana, cuando se oye el derrumbe de una valla, allí está Dios que empuja.
Su campo es el mundo (Mt 13,38). A ciertos hombres, en mayor o menor número según sus planes y las vicisitudes históricas, descubre su esplendor, reflejado en el rostro de Cristo ( 2 Cor 4,6), llamándolos a la fe. La Iglesia es un fruto visible de la acción universal de Dios, el que lleva su etiqueta. Los demás son anónimos; tantos hijos tendrá Dios en el mundo que no reconocen al Padre, aunque él da el apellido a toda familia en cielo y tierra (Ef 3,14-15). Algunos, sin embargo, lo han visto y lo han reconocido en Jesús (Jn 14,7); son los cristianos.
En Palestina no formó Jesús un grupo esotérico de discípulos; si eligió a doce, fue para enviarlos a todo Israel (Mt 10,1-6). El predicaba en las sinagogas y a cielo descubierto, llamaba a todos, buenos y malos, piadosos y descreídos. No empezó una nueva secta; al contrario, tiró abajo las barreras levantadas por los fariseos, tras las cuales los no versados en la ley vivían sin religión pensando quedar fuera del grupo de elegidos. Jesús enfrentó a todos con la decisión que exigía el reino.
La Iglesia nació de la negativa de Israel. La constituyeron los que creían en Jesús como Mesías prometido y Salvador enviado por Dios. Fue el fruto visible de la obra de Cristo en medio de todo su pueblo.
No conocemos los modos ni las etapas de la salvación que Dios actúa entre los no cristianos. Para el hombre que llega a la fe, el bautismo perdona sus pecados, lo incorpora a Cristo y le infunde el Espíritu; ésta es la salvación. No es fruto laborioso de una vida de esfuerzo, sino regalo generoso de Dios. Culminará en el futuro del reino, pero está ya concebida. “Con esta esperanza nos salvaron” (Rom 8,24); la garantía y el sello es el Espíritu (Ef 1,13-14).
La salvación que Dios concede no exime de responsabilidad, exige la respuesta de la fe, que es la entrega a Dios en el cumplimiento de su voluntad; y su voluntad manda que el hombre ame al hombre, su hermano.
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