lunes, 23 de noviembre de 2009

CAP.I.1 Unidad y disciplina.

Cap.II.1
Unidad y disciplina.

Para que un testimonio sea válido se requiere que sea consecuente y no evidencie contradicciones. Si la Iglesia es testigo permanente de unidad ante el mundo, debe ser fiel a una línea de conducta y no puede ser indiferente al proceder de sus miembros; necesita una disciplina.

La disciplina concierne en primer lugar a su cohesión interna. Ante las rencillas o desavenencias que la ponen en peligro, Cristo fue extraordinariamente severo. Examinemos el largo pasaje evangélico que inculca la urgencia de la reconciliación (Mt 18,15-35).

Si un cristiano ofende a otro, el ofendido debe ir al ofensor, probarle que ha hecho mal y hacer las paces (18,15); ninguna publicidad, pues la discordia, escándalo entre cristianos, no tiene por qué trascender. Si el ofensor es testarudo y no se reconoce en falta, llame el ofendido a uno o dos más que juzguen con imparcialidad y lo persuadan. Si tampoco así se lograse el acuerdo, hágase público ante la comunidad, ésta tratará de convencer al empedernido; si aun entonces se muestra refractario a la reconciliación ofrecida, salga de la Iglesia; ella no puede tolerar en su seno a gente que invalida su testimonio (Mt 18,15-17).

El acto de reconciliación a cualquier nivel o la excomunión pronunciada por el grupo quedan ratificados por el Padre del cielo; efectuadas las paces, está libre el acceso a Dios, obstruido antes por la hostilidad entre hermanos. Todo esfuerzo por la paz está refrendado por Cristo.

Tal doctrina era un plato muy fuerte para el paladar de Pedro; quiso saber exactamente cuántas veces estaría obligado a perdonar aun ofensor reincidente; pensó que siete veces bastarían. En el cántico de Lamec (Gn 4,24), siete eran las venganzas por una injuria hecha a Caín; Lamec, su descendiente, se ufanaba de que las suyas serían setenta y siete. A la cifra siete que propone Pedro, replica el Señor con las setenta y siete. A donde llega la crueldad ha de alcanzar el perdón.

Pero a Cristo no le basta con disponer; es Maestro, no dictador. Por eso explica con una parábola el contrasentido de negarse a perdonar, cuando uno mismo ha recibido un perdón ilimitado y gratuito. Describe la monstruosidad del deudor a quien el rey condonó una suma ingente, y mandó a la cárcel a un compañero porque le debía una minucia. Quien tiene conciencia de la gracia que le han concedido, ¿puede todavía tasar su perdón? Para terminar, Jesús recalca que no hay reconciliación posible con Dios mientras no la haya entre los hombres (18,23-35).

Mientras exista desavenencias aquí abajo, con Dios no se comunica. Su número hay que marcarlo con los dedos de todos. Por eso, al que va a ofrecer un sacrificio, lo intima Cristo a dejar la ofrenda al pie del altar hasta haber hecho las paces con el otro (Mt 5, 23-24).

Divisiones no deben existir, pero si además de existir trascienden a los de fuera, el escándalo es inevitable. Indignaba a san Pablo que los corintios apelaran en sus pleitos a tribunales civiles y no pudieran avenirse con la ayuda de los cristianos mismos. Demostraban con su conducta que la Iglesia no es capaz de garantizar la unión. Usa frases violentas: “Desde cualquier punto de vista es ya un fallo que haya pleitos entre vosotros. ¿No estaría mejor sufrir la injusticia? ¿No estaría mejor dejarse robar? En cambio, sois vosotros los injustos y los ladrones, y eso con hermanos vuestros” (1 Cor 6,7-8). Ocasiones extremas pueden exigir sacrificios, para no desprestigiar el testimonio cristiano.

La disciplina excluye en segundo lugar la mala conducta notoria. El cristiano que daña gravemente la reputación de la comunidad no puede permanecer en ella. Este fue el caso del sujeto que vivía con su madrastra en Corinto; ni entre paganos se toleraba tal incesto. San Pablo decide expulsar al individuo y pide a la comunidad que se reúna y ratifique su decisión (1 Cor 5,1-13).

Los cristianos han recibido una vocación y han de permanecer fieles a ella. Dios los llama a ser sus testigos en el mundo, individualmente y en grupo, y el testimonio tiene sus exigencias. Rozamientos existirán siempre, pero no es tolerable la desunión contumaz que oscurece el ideal y extingue el brillo del ejemplo. Cada llaga debe ser vendada inmediatamente, para evitar la infección. Dejar heridas abiertas en la Iglesia es desangrarla; predicar lo que no se practica es caer en la hipocresía de los que “dicen y no hacen” (Mt 23,3), honrar a Dios con los labios teniendo el corazón lejos. Bien consciente era san Pablo de su responsabilidad: “Para que no pongan tacha a nuestro servicio, nunca damos a nadie motivo de escándalo” (2 Cor 6,3).

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