domingo, 22 de noviembre de 2009

CAP.I.1 Unidad y apertura.

Cap.II.
Unidad y Apertura.

La apertura es necesaria para la unión, y consecuencia inmediata de la urgencia es no poner más condiciones que las imprescindibles. Nunca pretendieron los apóstoles crear una organización rival de Israel; la Iglesia fue expulsada del judaísmo, y precisamente por su apertura; no por poner condiciones, sino por suprimirlas.

Albergando a los judíos cristianos que practicaban como antes la ley de Moisés y asistían al templo, admitió a los gentiles sin exigirles aquellas observancias. Esta actitud causó tensiones internas (Hch 11,1-3), pero prevaleció porque el Espíritu la impulsaba (Hch 10,44-47). Conciso era el dogma; basta leer los discursos de san Pedro en Jerusalén (Hch 2,22-36; 3, 11-26), que podrían resumirse en la antiquísima fórmula: “Jesucristo es Señor” (Rom 10,9; 1 Cor 12,3; Flp 2,11), profesión de fe en la mesianidad, resurrección y reinado presente de Cristo, incluyendo la esperanza de su venida y la resurrección de los muertos. Aparte de esta doctrina sumaria, lo decisivo era que Cristo habitase en cada uno por la fe (Ef 3,17; Gál 2,20) y que la vida transparentase su amor (Ef 3,19; Gál 5,6).

Mucha historia ha pasado. Polémicas y reflexión han fijado muchos puntos de dogma; la unión es ahora mucho más difícil, pero no menos urgente. Las Iglesias deben mostrar ante todo su estima mutua y su fraternidad, subrayando los puntos de acuerdo. En las cuestiones controvertidas hay que examinar de nuevo las formulaciones de cada parte a la luz de la revelación; toda palabra humana es mejorable y susceptible de nuevos matices. Las tradiciones disciplinares o costumbres regionales no alcanzan la categoría de obstáculo; si llegaran a serlo, delatarían poca sinceridad en los que hablan de unión.

Ejemplo de un debate ecuménico lo dio Cristo cuando los saduceos lo provocaron ridiculizando la resurrección (Mt 22,23-33 y parals.). Jesús se encontró ante dos teologías antitéticas: los fariseos sostenían que habrá resurrección; los saduceos, que no la habrá. Cada escuela teológica se preocupaba más de demoler la posición contraria que de fundamentar la propia. Por su parte, la doctrina fariseo era muy vulnerable, pues concebía la vida futura como una simple prolongación de la presente.

Cristo no acepta la polémica como base de discusión, ni refuta razones una por una. Sin exponer doctrinas personales, va derecho a la Escritura y muestra la única verdad revelada, que el hombre vivirá, pero declara falsa al mismo tiempo la concepción farisea de la vida eterna.

No trata, pues, de conciliar las dos posiciones; da netamente la razón a una, pero sólo en lo esencial, corrigiéndola en todo lo demás. Los fariseos habían mezclado con la revelación sus propias ideas, que no tenían fundamento en la Escritura. Tal puede ser el caso en muchas cuestiones presentes; veinte siglos de historia han recamado el mensaje original con tantas hebras culturales y políticas que se precisa una labor atenta y paciente para descubrir la trama.

El Espíritu, creador de unión, es también creador de diversidad; la unidad vital que él sostiene no consiste en la yuxtaposición de piezas uniformes, sino en la complementariedad de dones diferentes. No hay un rasero para los dones del Espíritu; a uno lo hace profeta, a otro le da habilidad para dirigir (1 Cor 12,28); la unidad se efectúa como en el cuerpo, porque todos necesitan de todos. Lo que ocurre entre individuos es normal también entre grupos; si se deja obrar al Espíritu, saldrán diferentes fisonomías, como ya en el Nuevo Testamento la Iglesia de Jerusalén se diferenciaba de la de Corinto. Los únicos requisitos indispensables son los que Dios pone, y éstos hay que sopesarlos con cuidado; cada Iglesia tiende a identificarse con el evangelio, la más de las veces indebidamente, y a encontrar en él justificación para sus modalidades.

Estamos ahora en mejores condiciones para la unión que en épocas pasadas, cuando por falta de estudios críticos se hacía remontar toda usanza eclesiástica a los apóstoles o a Cristo. Conocemos mejor los orígenes de muchas tradiciones y los influjos culturales que las han modelado; aparece la diversidad de estructuras eclesiásticas en los mismos escritos del Nuevo Testamento. El desarrollo histórico de las comunidades cristianas ha sido uno, no el único posible, y ha estado determinado en parte por la sociedad ambiente. Sería temerario ignorar la historia, pero hay que aquilatar la validez para el día de hoy. El pasado tiene voz en capítulo, pero no la última palabra.

Los libros inspirados no ofrecen un modelo de estructura eclesiástica, sino una clave de estructuración, la misión de la Iglesia en el mundo. La Iglesia debe organizarse en cada época de la manera más idónea para responder a esa misión y cumplirla. El pasado deberá ser consejero, pero nunca juez; aparte de los pocos elementos que instituyó Cristo, las estructuras pretéritas no son absolutas, y es posible que, al menos en parte, no sean encarnación válida para nuestros días de la clave estructuradora.

La Iglesia desarrolla su misión en el mundo que la rodea, le guste o no le guste. En éste y no en un mundo ideal es donde Dios prepara su reino. Desde su circunstancia presente, y con la mirada en el futuro, juzga la validez del pasado. Cuánto deba ser retenido o descartado, no puede decirse a priori; hay que mover la criba con cautela, para no perder oro ni retener ganga. Desechar valores auténticos pondría en peligro la identidad de la Iglesia; arrastrar lastres infantiles paralizaría su acción. Teniendo bien presente su misión en el mundo, debe fiarse del Espíritu, que la guía hacia la verdad plena (Jn 16,13).

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