domingo, 8 de noviembre de 2009

CAP.I.1 Iglesia y vocación.

Cap II.1
Iglesia y vocación.

La aspiración individualista a obtener la propia salvación no explica, por tanto, la existencia de la Iglesia; Dios salva también fuera de ella. Su propósito, al reunir un grupo de hombres, tiene que ser diverso.

Pertenecer a la Iglesia supone una vocación especial; ninguno se acerca a Cristo si el Padre no lo empuja (Jn 6,44).

El Padre llama a la unión y hermandad; los cristianos son hombres que viven bajo el signo del amor mutuo. En un mundo en que la solidaridad y el amor parecen no ya difíciles, sino utópicos, la Iglesia tiene que demostrar que son posibles. Por encima de las fronteras nacionales, culturales, raciales, religiosas y sociales, enfrentándose con los antagonismos, recelos y desprecios mutuos, tiene que actuar un nuevo sistema de relaciones: confianza, concordia, solidaridad, colaboración, interés por todos y prontitud para la ayuda. La Iglesia es una gema de muestra que viene del tesoro de Dios, debe ser promesa cumplida, esperanza verificada, porque lo que parecía ilusorio, el derribo de los muros ancestrales, es en ella una realidad. Esta es la Iglesia, símbolo del reino: la parcela de mundo donde el amor de Dios fluye libremente hacia el prójimo, la prueba sorprendente de que la unión entre los hombres es posible.

El grupo cristiano reconoce y declara no ser empresa humana; al que pregunta le muestra sus credenciales, la marca de taller. Así da testimonio del designio divino sobre la sociedad humana; su amor fraterno explicita la acción de Dios en el mundo y enseña a reconocerla cuando obra de incógnito.

Por eso la primera preocupación de la Iglesia es mantener la unión; si fracasara en eso, su papel habría terminado. La unión no es resultado de esfuerzo humano, sino obra del Espíritu de Dios, pero los cristianos han de poner todo empeño en afianzarla, fomentando la paz. La Carta a los Efesios pone de relieve la importancia de este punto. Terminada la solemne oración al Padre en que san Pablo pide para los cristianos una profunda experiencia de Cristo (3,14-21), no sigue una exhortación a la vida moral; la experiencia del amor que Cristo nos tiene ha de traducirse ante todo en el testimonio de unidad; el Apóstol no teme se redundante al enumerar los fundamentos y acicates para la unión: “Un cuerpo y un Espíritu, una esperanza, un Señor, una fe, un bautismo, un Dios y Padre de todos” (4,5-6). Describe la conducta que la favorece: humildad, sencillez, paciencia, amor y paz; así es como se vive a la altura del llamamiento recibido (4,1-4).

El afán por la unidad no es sino respuesta al mandamiento de Cristo: “Amaos unos a otros como yo os he amado” (Jn 13,34). En los años de vida juntos, Jesús fue educando a los apóstoles, hasta que la última noche pudo llamarlos amigos. Les explica en qué consiste su amistad: primero en ayudarlos sin escatimar nada: “No hay amor más grande que dar la vida por los amigos” (Jn 15,13); segundo, en la confianza: “Ya no os llamo siervos, porque un siervo no está al corriente de lo que hace su amo; os llamo amigos, porque os he comunicado todo lo que le he oído a mi Padre (Jn 15,15).

La amistad de Cristo con los apóstoles es modelo para el trato entre cristianos: interés mutuo que se traduce en ayuda, confianza que abre la comunicación. Ambas notas aparecen en la primitiva comunidad de Jerusalén, donde “todos pensaban y sentían lo mismo”; frase hiperbólica, sin duda, pero que muestra por lo menos un acuerdo, fruto del intercambio, capaz de integrar las diferencias de opinión; además, “nadie consideraba suyo nada de lo que tenía”, de modo que “ninguno pasaba necesidad” (Hch 4,32-34); la descripción está posiblemente idealizada, pero señala una meta a la convivencia cristiana.

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