Cap.II.1
Necesidad de la unión.
Tan indispensable es la unión entre los cristianos, que de ella depende el éxito de la misión de Cristo. Si la Iglesia no vive del amor fraterno, neutraliza la redención.
Lleva en la solapa un distintivo: “En esto conocerán que sois discípulos míos, en que os amáis unos a otros” (Jn 13,35). Si se lo quita, pierde su identidad. Sirve de poco que la Iglesia descuelle en otro ramo: organización, ciencia, arte, religiosidad, disciplina, si no ostenta su divisa específica. El resto será más o menos necesario, pero no es decisivo y siempre se topará con rivales que la igualen o la superen. Dios quiere que obtenga sobresaliente en el amor activo y desinteresado por el prójimo. Esa es su piedra de toque, y lo mismo la Iglesia como un todo que los grupos intraeclesiales; entre ellos la comunidades religiosas, deben centrar ahí su examen de conciencia.
Si a un musulmán o budista educado en colegio cristiano se le preguntara cómo ve el cristianismo, difícilmente respondería con la admiración de los antiguos paganos: “Son gente que toma en serio el amor mutuo”. Lo más probable es que elogiara la organización, ciencia o disciplina, o incluso el poder de la Iglesia. Por muy ponderativo y halagador que pareciera su discurso, significaría, en fin de cuentas, que el testimonio para el que existe la Iglesia no estaba en primer plano.
De este testimonio depende la fe del mundo, como afirma Cristo en su testamento. Pide una unión entre los cristianos que refleje la que él tiene con el Padre y los integre con ellos: “así creerá el mundo que tú me has enviado” (Jn 17,21). La unión es la gloria, la presencia, el esplendor de Dios mismo que Cristo comunica a la Iglesia, y esa presencia de Dios debe llevarlos a la unidad perfecta: “así sabrá el mundo que tú me enviaste y que los amas a ellos como a mí” (Jn 17,22-23).
No cabía claridad mayor en afirmar lo decisivo de la unidad: de ella depende que el mundo acepte a Cristo. Palpita aquí la urgencia de la unión entre las Iglesias cristianas. Mientras exista división deberían sonrojarse de llamarse cristianas, pues no están a la altura de su llamamiento. (Ef 4,1); demuestran exactamente lo contrario de aquello a lo que Cristo las llamó; prueban que la unión entre los hombres es imposible, que la esperanza es vana, y que ni siquiera Cristo consiguió realizarla, pues los mismos que apelan a él son incapaces de vivir en armonía. Es el contratestimonio. Los bloques separados de Iglesias son las ruinas del dolor y la gracia de Cristo, el fracaso visible de la obra de Dios.
Establecidas sociológicamente, las Iglesias olvidaron su misión frente al mundo y descuidaron su testimonio primario. Hoy Dios se lo reprocha, suscitando el tremendo ataque del ateísmo y obligando a reconsiderar actitudes.
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