miércoles, 7 de octubre de 2009

CAP.I.I.3 Amor de DIos al Hombre.

Cap.I.I.3
Amor de Dios al hombre.

La iniciativa de Dios brota de su amor inalterable al hombre su criatura: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su único Hijo” (Jn 3,16). Para san Pablo incluso el extravío de la humanidad entera era designio del amor de Dios: “Todos pecaron y están privados de la presencia de Dios; pero graciosamente van siendo rehabilitados por la generosidad de Dios, mediante la liberación efectuada en Cristo Jesús” (Rom 3,23-24); “Dios encerró a todos en la rebeldía, para tener misericordia de todos” (Rom 11,32).

Se puede formular esta realidad en otros términos: Dios es leal al hombre, aunque el hombre sea desleal con él (Rom 3,7). Aun cuando el hombre se empeñe en destruirse, creando una sociedad de odio y explotación, Dios no ceja; es más fiel al hombre que el hombre mismo. Quiere sacarlo de la zona maldita en que vive, para salvarlo de la ruina. Esta acción divina a favor del mundo se expresa en el Nuevo Testamento de varias maneras; una de ellas, que alude a la relación Padre-hijo, es la de “reconciliación”.

La reconciliación del hombre es un acto de Dios, obra de su amor, que quiere llevar al mundo de la muerte a la vida. Para realizarla, necesita cambiar no sólo el estado legal del hombre, sino su mismo ser; crear un “hombre nuevo” a imagen suya (Col 3,10), libre del egoísmo y de las consecuencias del pecado.

Con este fin envía Dios a su Hijo al mundo; la reconciliación será obra de la sangre de Cristo. No hay que interpretar esta expresión como si Dios, antes airado, se hubiera aplacado con esta sangre; sería una concepción mitológica y falsa. Dios no necesitaba aplacarse, siempre había amado al mundo que creó. La sangre de Cristo, o sea, el sacrificio de Cristo, es la libre ofrenda de su vida por amor a los hombres. Él nos amó y se entregó por nosotros (Gál 2,20), y el amor de Cristo manifiesta el amor de Dios (Rom 5,8).

En Cristo quiso Dios cambiar al hombre para reconciliarse la raza humana. Aunque exento de pecado, el hombre Jesús llevaba en su ser la debilidad (2 Cor 13,4), la sujeción al dolor y la muerte propias de la naturaleza pecadora. Como todo hombre, era “carne y hueso” que no podía heredar el reino de Dios; lo corruptible no puede heredar la incorrupción. (1 Cor 15,10).

Para transformar esa naturaleza, Dios no utiliza medios ajenos a la condición del hombre; no propone rodeos ni evasiones que ignoren su tragedia. Había que dar sentido al absurdo del dolor y la muerte, haciéndolos instrumento de salvación y de gloria. Por eso Cristo tenía que sufrir y morir, como todo hombre; permanecer en la muerte; tenía que morir de tal manera que la muerte quedara vencida (Heb 2,18), acabando con el terror que tenía al hombre esclavo (Heb 2,15).

La Carta a los Hebreos propone esta teología de la muerte de Cristo: “Convenía que Dios, fin del universo y creador de todo, proponiéndose conducir muchos hijos a la gloria, al pionero de su salvación lo consumara por el sufrimiento” (2,10).
En Cristo, llevado a la perfección por su prueba extrema, el hombre pasa de débil a fuerte, de mísero a glorioso, de mortal a inmortal; empieza el mundo nuevo, definitivo: “Ahora, es verdad, no vemos todavía el universo entero sometido al hombre; pero vemos ya al que Dios hizo un poco inferior a los ángeles, a Jesús, que, por haber sufrido la muerte, está coronado de gloria y dignidad; así por la gracia de Dios, la muerte que él experimentó redunda en favor de todos” (Heb 2,8-9).

La muerte de Cristo es la revelación del amor de Dios al hombre, amor infinito y sin condiciones, independiente de la bondad o maldad humana: “Cristo murió por nosotros cuando éramos aún pecadores, así demuestra Dios el amor que nos tiene” (Rom 5,8).

Es, al mismo tiempo, la respuesta de un hombre a ese amor de Dios que se revela. La respuesta consiste en la entrega total, sin reservas, que se expresa con los términos “obediencia” o “perfección”. La naturaleza humana, viciada por la rebeldía, queda enderezada por la obediencia incondicional de Cristo, que la cambia casi diríamos antológicamente. Amor incondicional de Dios, entrega incondicional del hombre: la reconciliación es un hecho. Cristo muere por amor al Padre y a los hombres. En su humanidad no queda brizna de egoísmo, la ha desintoxicado de todo el veneno. Ha vencido al pecado.

La antigua solidaridad con Adán contagiaba la muerte; la solidaridad con el nuevo Adán infunde la vida; “Si por el delito de aquél solo, la muerte inauguró su reinado, mucho más los que reciben esa sobra de gracia y de perdón gratuito, viviendo reinarán por obra de unos solo, Jesucristo” (Rom 5,17).

Cristo Jesús es el Hombre, representante de la humanidad entera; él ha verificado en sí el ideal humano, la imagen de Dios (Col 1,15) que es amor. El es el Hijo respecto a Dios, el hermano y amigo con relación a los hombres: “no se avergüenza de llamarnos hermanos” (Heb 2,11), “ni hay amor más grande que dar la vida por los amigos” (Jn 15,13).

La reconciliación lleva consigo el perdón de todo pecado: “Por medio del evangelio se está revelando la amnistía que Dios concede, única y exclusivamente por la fe” (Rom 1,17), que es la respuesta al amor de Dios manifestado en Jesucristo. “Estamos en paz con Dios por medio de Jesucristo nuestro Señor” (Rom 5,1) y, en consecuencia, “no hay motivo de condenación para los que están unidos a Cristo Jesús” (Rom 8,1).

Tan grande es el amor de Dios al hombre que su generosidad no escatimó a su propio Hijo (Rom 8,32); por el mundo, Jesucristo dio su vida en la cruz. El hombre reconciliado ya no vive para sí, sino para Cristo (2 Cor 5,15) y al no estar centrado en sí mismo, extirpa la raíz del pecado. Se lo permite el nuevo impulso del Espíritu, don que Dios derrama en lo íntimo; gracias a él puede amar a los demás con el amor que Dios le comunica (Rom 5,5). El amor reemplaza el egoísmo y orienta al hombre en dirección a la vida.

Hay que creer seriamente en el amor de Dios. Tal seguridad daba a san Pablo, que podía preguntarse jugando con las paradojas: “¿Quién será el fiscal de los elegidos de Dios? Dios, el que perdona. Y ¿a quién tocará condenarlos? A Cristo Jesús, el que murió o, mejor dicho, resucitó, el mismo que está a la derecha de Dios, el mismo que intercede en favor nuestro. ¿Quién podrá separarnos de ese amor de Cristo? (Rom 8,33-35).

El hombre no tiene enemigos en el cielo, tiene un Padre y un Hermano.

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