domingo, 25 de octubre de 2009

CAP.I.I.4 Vivir en la verdad.

Cap.I.I.4
Vivir en la verdad.

Quienes renuncian a las tres ambiciones son hombre sinceros, alegres y libres, capaces de amar desinteresadamente y de promover la solidaridad humana, ayudando a los demás sin verse coartados a cada momento por miedos a dañar su posición o su fama.

Estos hombres están reconciliados con Dios, que es la verdad, y, siendo libres, están preparados para cooperar en su obra liberadora. La libertad produce alegría, y dejan en el mundo una estela de felicidad. A los ojos de los más son una paradoja; el hombre encandilado con los espejismos de la ambición no entiende de otra dicha y juzga infeliz al que no hambrea relumbrones; por eso queda desconcertado ante la risa del desprendido. San Pablo expresó esta antinomia: “Somos los moribundos que están bien vivos,… los afligidos siempre alegres,… los necesitados que todo lo poseen” (2 Cor 6,9-10).

Quien sigue a Cristo elige el árbol de la vida, que crece en el centro del jardín, entre las flores. Allí, en la paz, habita Dios con los hombres.

El que pertenece al mundo busca el árbol periférico, el de los afanes insaciables. En vez de mantenerse en su centro, se va a los arrabales del paraíso para comer promesas de divinidad: “Seréis como dioses”. Quiere probar una infinitud y lo más que encuentra es un precipicio; por eso colgó Dios el “peligro de muerte”. Quiere romper el límite y desgarra su piel, pensaba escalar el cielo y se encuentra en el charco. El escozor resentido no deja sitio para la amistad. Deseando lo perdido y lo no alcanzado, vive de insatisfacción, de añoranzas o utopías. Queda el apetito, pero no hay fruición. Quería ser dios, autónomo, y resulta un dios pequeño, triste y aislado, miembro de un concilio de diosecillos celosos. No hacía falta encaramarse para vivir feliz. Dios está cerca, sus pasos se oyen entre los árboles. El cartel prohibidor decía verdad, vivir de lo engañoso es muerte.

La ambición impide el trato sincero y leal; convierte a la vida social en un contacto opaco, sin efusión humana; cada uno representa su papel con cautela para no perder terreno. El cálculo lo domina todo; se intenta adivinar lo que almacena la trastienda del prójimo, tras el escaparate de la sonrisa convenida. La espontaneidad muere y se afirma el aislamiento. No existe verdad ni confianza; la meta es el éxito personal, cueste lo que cueste. Pero el precio es alto y la mercancía engañosa: “¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero si malogra su vida?” (Mt 16,26).

De esta ciénaga libera Cristo, sacando hombres libres y auténticos, sinceros y dedicados. La cruz dio prueba de su sinceridad, de su amor desinteresado, de su libertad. Quien incorpora a su existencia el mensaje de Dios encarnado en Jesucristo sale del mundo embustero y vive en la verdad.

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