Cap.I.I.4
El afán de dinero.
Estocadas a traición y golpes bajos menudean sobre todo en la cuestión del dinero. La codicia es la ambición más común, pues la riqueza es el primer objetivo; no en balde es la peana del prestigio y del poder.
Respecto al dinero, no pide Cristo al rico un tanto por ciento para beneficencia ni deslinda lo necesario de lo excesivo; bajo todo nivel económico puede agazaparse la codicia. Reclama de todos, ricos y pobres, una distancia liberadora: por muy necesario que sea en la sociedad presente, el dinero no tiene derecho a acaparar la vida ni a exigir el homenaje: “No podéis estar al servicio de dos amos: no podéis servir a Dios y al dinero” (Mt 6,24).
Durante su vida no aplicó Jesús a todos la misma norma. Unas veces invitaba a desprenderse de todo y darlo a los pobres, para seguirlo a él en su trabajo errante (Mt 19,21). A uno, en cambio, que deseaba seguirlo, lo mandó a su casa con su familia (Mc 5,19). El dinero es medio de sustento propio y de ayuda a los otros; pero si osara interponerse entre el hombre y su conciencia, el Señor no admite subterfugio, hay que servir a Dios y no al dinero. Este despego (Lc 14,33) es condición para todo discípulo, y el dilema turbó al joven rico cuando Jesús lo invitó a seguirlo. El muchacho, sinceramente religioso, reveló en aquel momento un apego a su fortuna que le impedía seguir el llamamiento: “poseía una gran fortuna” (Mt 19,22).
El dinero da una falsa seguridad, un sentido de autosuficiencia que hace olvidar al hombre su pobreza radical. Ahí está su peligro y por eso es tan difícil al rico entrar en el reino, que pertenece a “los que saben que son pobres” (Mt 5,3). Quien pone su confianza en dinero, posición o influencia tiende a absolutizarlos y prescinde de Dios. Aunque sus palabras sean cristianas, su capital no está en el cielo, y donde está el capital está el corazón (Mt 6,21). Muchos caudales puede invertir el hombre, pero el principal no es para bancos de este mundo: “Yo soy el Señor tu Dios… No tendrás otros dioses frente a mí” (Dt 5,6-7).
La codicia, el afán de tener más, es uno de los vicios que ha de extirpar el cristiano; san Pablo la estigmatiza de idolatría (Col 3,5). La codicia explota a los demás, tratando a las personas como a cosas, y es la raíz de la injusticia social, que cava zanjas tan profundas en la comunidad humana.
La generosidad es cristiana y aparece de diversas maneras en los escritos del Nuevo Testamento. En Jerusalén se puso en práctica la comunidad de bienes, de modo que nadie pasaba necesidad (Hch 2,45; 4,35). San Pablo organizó colectas en favor de ellos cuando pasaron por momentos difíciles; animando a contribuir, propone el criterio que guía de ordinario la asistencia al necesitado, fuera de casos excepcionalmente graves. Empieza su exhortación con un proverbio: “A siembra mezquina, cosecha mezquina; a siembra generosa, cosecha generosa”. Insiste en la espontaneidad de la oferta: “Cada uno dé lo que haya decidido en conciencia, no a disgusto ni por compromiso, que Dios se lo agradece al que da de buena gana” (2 Cor 9,6-7). En otro pasaje enuncia el principio: “No se trata de aliviar a otros pasando vosotros estrecheces, sino que, por exigencia de igualdad, en el momento actual vuestra abundancia remedie la falta que ellos tienen, para que un día la abundancia de ellos remedie vuestra falta y así haya igualdad” (2 Cor 8,13-14).
Les pide que ofrezcan lealmente lo superfluo al hermano indigente. No es lícito acumular dinero innecesario sabiendo que otros viven en la miseria. No nos toca dictaminar sobre los métodos eficaces de generosidad en la sociedad moderna, exponemos sólo el principio.
Significativa es la frase del Señor cuando reprueba el agobio por los bienes materiales: “¿No vale más la vida que el alimento y el cuerpo más que el vestido”? (Mt 6,25). Da pena ver cómo la gente desperdicia y amarga su vida por el afán de tener más, cuando encontrarían más felicidad si moderaran la ambición. No faltan movimientos contemporáneos que protestan precisamente contra el olvido de los fundamentales.
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