domingo, 18 de octubre de 2009

CAP.I.I.4 El ansia de honores.

Cap.I.I.4
El ansia de honores.

Cristo, de obra y de palabra (Jn 5,42), rechazó los honores humanos. Su actividad no miraba a su propia gloria, sino a la del Padre: él era enviado, representante y revelador del Padre en la tierra. Su desinterés por el propio prestigio le enajenó las simpatías de los fariseos; Cristo rehusaba entrar en el juego de ambiciones en que ellos vivían, y con su distancia lo condenaba: “No me aceptáis; a otro que venga en su propio nombre a ése sí lo aceptaréis” (Jn 5,43). Uno que buscase su propio prestigio sería bienvenido, pues aprobaría su conducta y se haría cómplice de su ambición. El mundo, esclavo de las dignidades, odia al que está libre porque desenmascara su vileza. Los fariseos sintiendo amenazado su mundillo y su posición social, rechazaron a Cristo. La estructura de honores creada y cuidadosamente mantenida por ellos les impedía creer, pues la fe la habría puesto en peligro: “Si vosotros os dedicáis al intercambio de honores y no buscáis el honor que viene del único Dios, ¿cómo va a ser posible que creáis?” (Jn 5,44).

Los pasajes del evangelio en que Cristo ridiculizaba la vanidad religiosa de los fariseos pueden hacer sonreír. Anunciaban sus limosnas a toque de trompeta, oraban de pie en las esquinas, se afeaban el rostro los días de ayuno. Cristo los califica de hipócritas (Mt 6,2.5.16), veamos de qué hipocresía se trata.

El Evangelio de Mateo conoce dos tipos de hipócritas: unos conscientes de su falsedad (Mt 15,8) y otros, que cabe llamar “hipócritas sinceros”, tan enzarzados en su propio juego de apariencias que habían perdido de vista las raíces viciadas de su proceder. A este tipo pertenecen los tres ejemplos mencionados antes. Sus prácticas religiosas no eran fingidas: daban limosna, rezaban y ayunaban de verdad. Pero el deseo de influencia y reverente popularidad falseaba radicalmente su postura. Mil razones piadosas encontraban sin duda para justificarla: edificar con el buen ejemplo, dar tono religioso a la sociedad, observar la ley, vencer el respeto humano. La maleza sofística les escondía el humus de su vanidad. Se requería una palabra profética para hendir la maraña y poner al descubierto la intención. Jesús la pronuncia y su advertencia vale para todos.

Es digna de nota la razón que da Cristo para prohibir a los suyos el uso de los títulos rabínicos: “rabbí” (maestro; literalmente, monseñor), “padre”, “guía o consejero”. Usar estos tratamientos como muestras de honor es una usurpación; para los cristianos el único maestro y guía es Cristo mismo; el único Padre es el Dios del cielo (Mt 23,8-10).

No faltaron veleidades de ambición entre los apóstoles, pensando en los honores del futuro reino. Una vez se atrevieron a proponer la cuestión a Jesús: “¿Quién es más grande en el reino de los cielos?”. El Señor cortó por lo sano: “Llamó a un niño, lo puso en medio y les dijo: “Os aseguro que si no cambiáis y os hacéis como los niños nunca entraréis en el reino de los cielos”. Preguntaban qué méritos acarrearían honores. Jesús descubre la ambición solapada y la rechaza de plano: “Si no cambiáis… no entraréis”. Luego explica que ser como los niños consiste en renunciar a la propia importancia, para estar disponible y acudir a la llamada. Disponibilidad, servicio de los demás es lo que hace importante en el reino de los cielos (Mt 18,1-4).

Los títulos de estima o reverencia acaban siendo emblema de poder; lo que era en un tiempo apelativo espontáneo termina por imponerse y exigirse. Cristo condena esos títulos y no usa los suyos: nunca se llama Hijo de Dios, ni hijo de David, ni siquiera Mesías, sino sencillamente “el Hombre”, “este Hombre”, alusión velada a la profecía de Daniel (Dn 7,13), pero que no lo erigía por encima de los demás.

El colofón al párrafo sobre los títulos resume su doctrina y amonesta al ambicioso con la perspectiva del juicio: “Al que se eleva lo abajarán, y al que se abaja lo elevarán” (Mt 23,12). El metro de Cristo está graduado en unidades de servicio y dedicación. El don de Dios no justifica preeminencias, quien lo posee ha de esmerarse en ser hermano, no señor. Si los cristianos no han aprendido esta lección, no habrá sido por falta de maestro.

Ya se entiende que el Señor no busca ni propugna el deshonor ni la mala fama: él mismo recomienda el buen ejemplo (Mt 5,16). Pero condena que la fama se convierta en ídolo y que la persuasión de la propia importancia exima de servir al prójimo. El ansia de prestigio contamina la atmósfera con adulaciones y bajezas, lleva a vivir de apariencias, supeditando a ellas la verdad y la lealtad con los demás. Esta mentira social que divide a los hombres es contraria al evangelio. La honradez personal expone a críticas y calumnias, como sucedió a Jesús. No se debe abdicar por temor a ellas, hay que atreverse a ser uno mismo “a través de honra y afrenta, de mala y buena fama” (2 Cor 6,8).

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