La fe que afirma la vida da a la fiesta su alegría, que se expresa en la exuberancia y a veces en el exceso. La exuberancia es pura expresión del juicio favorable sobre el ser. Es intencionada, voluntaria: vestido elegante o estrafalario, comida y bebida abundantes, bromas y baile.
Personas canosas se permiten en la fiesta gestos, expresiones y ocurrencias que jamás soñarían emplear en ambiente profesional. La exuberancia viola impávida y gozosa los tabúes de las convenciones; el hombre en fiesta se expresa como es, saca de su armario prendas que nunca airea. La exuberancia general crea la indulgencia mutua, que a su vez atiza el derroche de expresión. Donde falta espontaneidad, entre almas cerradas con llave, la fiesta es imposible.
La alegría es efecto de poseer lo que se ama o se desea. El amor puede asir un bien presente o alcanzar el pasado o el futuro con la memoria o la esperanza. Quien no ama, en cambio, sufre de inapetencia y es incapaz de alegría.
Hay euforias orgánicas, halos de vigor natural y de la buena salud; otras nacen del mero placer de danzar y moverse, del gusto por el intercambio o la música. Pertenecen todavía al terreno reflejo de la cosquilla; predisponen a afirmar la vida, pero no incluyen aún la fe profunda de la fiesta. La alegría verdadera es respuesta no a solas sensaciones o ideas, sino a experiencias y hechos. Aunque se alimenta de lo sensigle, estremece también las médulas del espíritu, que esponjan con la paz el ser entero.
La exuberancia expresa la alegría personal amalgamándola con la común; no debe, por tanto, impedir la comunicación, el gozo compartido. Donde la exuberancia degenera en exceso, se acaba la fiesta. Sucede la borrachera, la grosería o la ordinariez.
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