martes, 27 de julio de 2010

Dos actitudes.

La falta de pensamiento reflexivo y, en consecuencia, la falta de visión profunda, ocasiona dos posturas frente al mundo: una, el escepticismo ante el hombre y la historia; la otra, el refugio en realidad supramundana, eliminando todo interés por el presente.

La actitud escéptica, la del hombre sin ninguna fe, es sofocante. Se encuentra ante una sociedad humana difícil, cruel, injusta, donde pululan odio y rivalidad; espectáculo que, a la larga o a la corta, desalienta al más pintado, a menos que su visión taladre la superficie, distinga más realidad y espere, incluso contra toda esperanza. Si careciendo de esa visión el hombre se siente único responsable de la historia, acaba por abrumarse; el mundo pesa demasiado, el pie de Atlas no encuentra tierra sólida donde apoyarse. Cada nueva información aumentará la angustia; el sentido de la historia se convertirá en obsesión con la historia. Lo sobrehumano de la tarea lleva al pesimismo y la abdicación. No queda más que un paso para concluir: "Comamos y bebamos, que mañana moriremos" (1 Cor 15,32).

Concentrando su atención en lo palpable y lo histórico, el hombre olvida que vive en una isla. No ve el mar y no hace caso de las brisas saladas que se lo anuncian. Lo que palpa y maneja es tierra sólida, datos controlables, ¿quién se interesa de vientos? Y, sin embargo, no podrá entender su tierra hasta que sepa que está abrazada por un océano que le asegura la fecundidad. A este océano, marco invisible de la historia, el creyente lo llama Dios; otros, misterio. El hombre respira la atmósfera del tiempo, pero entrecruzada por ráfagas que vienen de allende el horizonte. Se requiere piel sensible y olfato fino para percibirlas; no se detectan con razonamientos o reactivos. Sólo la intuición siente su escalofrío.

Segunda actitud, la del escatologista. Imaginando que tiene fe, pero falto de visión, se refugia en el más allá, incapaz de discernir la acción de Dios en este mundo. Tropieza con tanta maldad y error, que pierde de vista el misterio profundo, alcanzable sólo con la penetración contemplativa. Se resigna entonces a que el reino de Dios se aplace hasta el fin de los tiempos, aceptando como inevitable la maldad humana y como irremediable la injusticia.

Este escepticismo inconfesado de la acción del Espíritu en el mundo, mal llamado experiencia, lleva al formulismo cristiano a la incapacidad de hablar de Dios excepto en función oficial. El argumento cristiano no sale fácil ni espontáneo, por eso se formula al instante en términos aprendidos, no se saca, como el letrado alumno del reino de Dios, del arcón personal (Mt 13,51). El lenguaje del evangelio suena a irreal, pues Cristo, contemplativo por esencia, pone en atroz relieve los puntos-clave, sin preocuparse del entorno.

Con las dotes de intuición, que son capacidad de valorar, se relaciona el entusiasmo. El analítico no es entusiasta de nada porque no le interesa el valor de nada; ve sólo conexiones, relaciones, categorías; vive en la abstracción, sin dejarse morder por la realidad.

Para bien o para mal, de la intuición nace la eficacia del slogan. Esa frase breve y descarnada pone de relieve un principio, una verdad dinámica o una pseudoverdad, prescindiendo de los detalles de realización y de los matices de formulación. Muchas frases evangélicas son de ese estilo: "Una sola cosa es necesaria" "amaos como yo os he amado", "yo he vencido al mundo", "de balde recibisteis, dadlo de balde"; para el analítico, cada una de ellas reclama mil distinciones; y, sin embargo, si no provocan al entusiasmo y al seguimiento, señal de que la campana está rajada.

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