Aparte ciertos grupos jóvenes, en nuestra cultura la fiesta ha decaído; mucha gente nos abe entregarse ni festejar. La fiesta se convierte en una convención defraudante y deja un resabio de decepción.
La cultura rural, según parece, festejaba más y mejor que la urbana. Paralelo a la decadencia de la fiesta es el bajón en el índice de jovialidad general, que se traduce en la falta de cortesía y sobra la impaciencia. El malhumor se hace plaga, hay déficit de sonrisa.
Se ha reemplazado a la fiesta con la diversión. En resumidas cuentas, se espera que otro, pagado, haga el gesto de festejar. El espectador se queda fuera del espíritu de fiesta; va al teatro o al cine, al baile o al night-club, donde la común presencia no es comunión; público no significa comunidad. Aunque cada espectador goce y esté alegre por su cuenta, no se permite repartir alegría. Hasta el restaurante ofrece a menudo un espectáculo que alivie a los comensales de la atención recíproca.
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