Como hemos dicho, a la fiesta hay que llevar para expresarla la alegría de la vida. Si ésta es triste, desolada, apática, no hay fiesta posible. Por eso, obstáculo insuperable para la fiesta es el trabajo alienante y destructor, pseudotrabajo que desemboca a lo más en la psudofiesta. El hombre, saturado de alienación e incapaz de superarla, busca una distracción, un olvido.
Alienante y servil es el trabajo sin creación, que no estimula ni desarrolla las capacidades. Más que trabajo es mera ocupación y es entonces cuando el hombre no tiene nada que expresar. Por eso en nuestra época, plagada de trabajo alienante, muere la fiesta y triunfan el pasatiempo y el espectáculo. El verdadero trabajo lleva consigo dos elementos, el esfuerzo y el gozo, el sudor y la satisfacción, el músculo y el entusiasmo. Cuando se reduce a esfuerzo sin alegría, a actividad sin progenie, es trabajo forzado, y la fiesta no se ha hecho para esclavos.
La vida estéril engendra la psuedofiesta, que es horror al vacío o escape de la realidad; busca aturdirse para olvidar una existencia huera, para esquivar el hastío. Por eso, el ideal del trabajo totalitario, de la producción como finalidad de la existencia, lleva a considerar la fiesta como un mero descanso que restaura las fuerzas para el trabajo, actividad suprema; la fiesta se hace utilitaria, subalterna, y, al supeditarse a otra realidad reputada superior, pierde su esencia y su alegría.
A diferencia de la diversión, la fiesta no es frívola; su gozo no baña sólo la superficie del ser, tiende a embeberlo entero, y alumbra manantiales e felicidad cegados por las preocupaciones cotidianas.
Existe un nexo entre fiesta y creatividad; el enriquecimiento y la alegría que ésta produce no se contentan con la vivencia individual, piden manifestarse y compartirse. La fiesta tiene, pues, relación con toda actividad que sea fuente de vida y desarrollo de potencialidades; la felicidad y la dicha son expansivas por naturaleza. El sudor queda en lo privado, la alegría necesita compañeros.
La fiesta expresa toda alegría y esperanza; todo lo que es salud y promesa encuentra en ella su efusión: el cariño, la amistad, el arte, belleza y poesía, el cuerpo y el espíritu, frutos del árbol de la vida, plantado por Dios al principio, que hacen crecer al hombre.
De ordinario se habla de "elevar el nivel de vida", refiriéndose a la renta anual del que disponen los individuos de un país. El objetivo es necesario, pero la formulación es mezquina, pues reduce la vida a lo económico. Hablemos, por tanto, de "elevar el nivel de vitalidad" de los individuos, abrazando todo aspecto, no sólo las comodidades materiales. Por desgracia, para alzar su nivel de vida el hombre se impone una disminución de vitalidad, obligado como se ve a someterse a una jornada de trabajo esterilizante por su falta de creación. Plaga de la civilización moderna, la tarea despersonalizadora disminuye la vitalidad del hombre y le quita la alegría, privándolo de la felicidad.
Resumiendo: la afirmación del mundo y de la vida, que es la fiesta, se opone a la visión del mundo como un absurdo y de la muerte como un túnel sin salida. Pero la sonrisa no nace de inconsciencia, sino de fe: sabe que el mundo no es rosado en todas sus facetas, pero afirma que esa realidad compleja es fundamentalmente buena y que vale la pena de ser vivida. Si el cínico se ríe de la fiesta no es porque su realismo sea mayor, sino porque no percibe cierto mensaje, no le ha llegado aún una buena noticia.
La fe que penetra la fiesta se expresa en términos de hombre o en términos de Dios; pero, en uno y otro caso, quien festeja sabe o barrunta que sus esfuerzos en este mundo no son inútiles y que no todo acaba en la sepultura.
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