viernes, 30 de julio de 2010

Validez del pasado.

La fiesta hace referencia al pasado. En nuestro tiempo, sin embargo, el pasado inspira miedo y desconfianza; se siente tan vivamente el cambio de época, que el hombre considera el pasado traba para su nuevo caminar. En otras épocas, lo antiguo era modelo y suscitaba la añoranza de perdidas edades; hoy, algunos lo desprecian, otros temen que ejerza una indebida gravitación sobre el presente.

Es difícil negarlo, a veces se utiliza el pasado para obstaculizar el presente: en su nombre se atajan iniciativas, instituciones anacrónicas se yerguen como barreras, concepciones superadas se remozan para ostentar e imponer una ilusoria validez. Si el hombre escucha a su experiencia, tiene derecho en muchos casos a abominar del pasado; contiene mucha negrura, suciedad y miseria. Como la historia individual, también la sociedad necesita un buen acto de contrición. Para cada individuo, la conversión postula deshacerse de los pasos inmundos acumulados en su vida; para aceptar el pasado hay que destilarlo. Esto no obstante, la historia añeja es también álbum de recuerdos queridos y, para los cristianos, estuche de joyas insustituibles.

Ante esta ambivalencia del pasado, necesitamos un modo de acercarnos a él sin que nos repela. No podemos arrinconarlo, pero tampoco amarlo sin condiciones. Merece festejo sólo en cuanto causa un efecto bueno en el presente; por eso nopodemos celebrar el pasado en sí mismo, sin referencia a lo que ahora somos. El presente es el alambique del pasado; lo que ahora, maduramente, no aparezca como válido hay que tirarlo a la basura o, por lo menos, dejarlo en cuarentena.

Así han procedido, aunque con selección equivocada, los manuales de historia. Los prejuicios del presente llevaron a énfasis indebidos en lo pasado, celebrando victorias y conquistas, callando injusticias y crímenes colectivos. La fiesta, en cambio, al celebrar únicamente los frutos saludables del pasado, lo criba; no conoce prejuicios, sino frutos; no alaba los hechos a menos que hayan contribuido a la salud palpable. Celebra la historia que siente circular en su organismo; el texto lo olvida, y es ya una manera de condenarlo.

En consecuencia, la fiesta cristiana no consiste en celebrar un aniversario ni en reactualizar hechos de antaño. Sería, por lo pronto, irreal, el pasado está muerto. Celebra, por el contrario, el presente de Dios y el nuestro, la obra de Dios ene l mundo y en nosotros. Sin embargo, nuestra liberación actual es fruto de lo que sucedió una vez, y a no ser por la obra de Cristo no existiría. Por eso, la fiesta cristiana, sin estar orientada hacia el pasado, lo incluye, su alegría es resplandor de la antigua victoria; tiene además un matiz peculiar, porque Cristo, el que murió y resucitó, está presente y activo en la comunidad de los creyentes.

Expresa también la fiesta el anhelo confiado del futuro. Necesariamente, por ser la actualización momentánea del mundo más feliz a que se aspira. Su celebración del presente es, por tanto, también condicional; lo considera etapa, quizá gloriosa, pero itinerante, hacia la promesa total, embrión del mundo nuevo. Así sucede también en lo cristiano; la fiesta, gozo y anhelo, expresa en su alegría la tensión entre el "ya" y el "todavía no", como lo expresa san Pablo: "Pues con esta esperanza nos salvaron" (Rom 8,24).

El grupo cristiano percibe en la fiesta la unidad de la obra de la salvación, que se extiende en el tiempo, abranzando pasado, presente y futuro; su salud está centrada en Jesucristo "que es el mismo hoy que ayer, y será el mismo siempre" (Heb 13,8). "El se ofreció una sola vez para quitar los pecados de tantos; la segunda vez, ya sin relación con el pecado, se manifestará a los que lo aguardan, para salvarlos" (Heb 9,28). Pero al mismo tiempo actúa en el presente: "Después de ofrecer un sacrificio único por los pecados, se sentó para siempre a la derecha de Dios..., pues con una ofrenda única dejó transformados para siempre a los que va consgrando" (Heb 10,12-14). Se aprecia en estos textos el impacto en el presente del acto pasado, que va ejerciendo su eficacia sobre las generaciones sucesivas. La causalidad de Cristo, que vive para siempre, es incesante, en virtud del acto salvador que cumplió en un momento de la historia.

Pero en la vida y en la celebración cristiana también el futuro está presente; el cristiano está salvado por una anticipación verificada en él de los acontecimientos finales. Así, san Juan puede afirmar de Dios que envió su Hijo al mundo para que éste tenga vida eterna (Jn 3,15), y de cada creyente: "El que cree en el Hijo, posee vida eterna" (ibíd. 36). La vida futura está ya aquí, por eso la fiesta cristiana posee un carácter peculiar de realidad; no solamente tiene relación con el ayer y el mañana, sino que en cierto modo los concentra en el hoy. Si la acción redentora, en cuanto hecho histórico, pertenece al pasado, su autor, Jesucristo, está vivo ahora; si el esplendor de la salvación pertenece al futuro, su realidad penetra y alumbra ya el presente. La esperanza que mueve no aguarda un cambio de escena, sino el despliegue de una realidad ya en acto. Así se expresa en el padrenuestro: "Nuestro pan del mañana dánoslo hoy" (Mt 6,11), es decir, se pide que la vida futura simbolizada por el banquete del reino se comunique ya ahora; así el cristiano y la comunidad "saborean ya el don celeste, participan del Espíritu Santo, saborean la palabra favorable de Dios y los dinamismos de la edad futura" (Heb 6,4-5). La fiesta cristiana celebra, pues, la salvación actual, hija del pasado y prenda del futuro.

III. DEFINICIÓN DE LA FIESTA.

Resumiendo lo anterior y anticipando ligeramente, podemos definir la fiesta como la expresión comunitaria, ritual y alegre de experiencias y anhelos comunes, centrados en un hecho histórico pasado y contemporáneo.

Tomemos cmo ejemplo la fiesta nacional: cada país observa cierta fecha, aniversario de un acontecimiento liberador. Si tiene aún eco en la conciencia popular, expresa en primer lugar la alegría por un presente beneficioso efecto del hecho pretérito y, además, el anhelo esperanzado de que aquel comienzo produzca todos los frutos que prometía.

Las fiestas privadas, cumpleaños o boda, se refieren también a hechos y expresan deseos de felicidad para el futuro. Dígase lo mismo de las celebraciones por la obtención de un puesto brillante o la consecución de un diploma.

El témino "ritual" requiere explicación. Cuando la expresión de un sentimiento queda en la esfera individual, el sujeto puede exteriorizarlo usando el gesto que le acomode; puede revolcarse por el suelo en señal de júbilo o topar con la cabeza en la pared para expresar dolor. Con todo, cuando la expresión es comunitaria, hay que llegar a un acuerdo acerca de los gestos válidos para el grupo; se realiza así una convención expresiva, y a ésta llamamos ritual. La cultura está llena de rituales suyos particulares: el apretón de manos se considera signo de amistad, mientras el frotar la nariz en la mejilla ajena no es ritual admitido. Se inclina la cabeza para expresar anuencia, en vez de sacudirla lateralmente, etc. Estos son rituales heredados. Volveremos sobre este punto al tratar de la expresión.

En la fiesta se observan también rituales: desfiles, banderines, bandas de música o fuegos artificiales son modos convenidos de expresar la alegría común.

martes, 27 de julio de 2010

Despersonalización.

En la estructura económica se considera al hombre como sujeto de necesidades que han de ser satisfechas. El individuo tiene derecho a esa satisfacción y debe contribuir con su trabajo a la satisfacción de las necesidades ajenas. En cuanto estructura, éste es el rasgo dominante de la sociedad actual; las demás actividades humanas quedan fuera de ese marco y se dejan a la iniciativa del individuo.

La conjunción de empleo con salario fuerza a entrar en la estructura. No hay modo de satisfacer a las propias necesidades -objetivo del individuo- si no es contribuyendo a la producción con la propia actividad. La comunicación que fluye de la estructura económica no es personal, sino de productor-consumidor, mediada por los objetos que se intercambian.

Por oposición dialéctica, en esta misma sociedad deshumanizada en su estructura florece el individualismo por medio de la iniciativa privada. La sociedad de consumo pone además a disposición del individuo una variedad enorme de posibilidades para responder a sus gustos o preferencias. El ámbito de la libertad es ilimitado y, en la esfera privada, toda clase de comunicación es posible.

Se acusa, sin embargo, a esta sociedad de ser despersonalizante incluso en la esfera privada, impidiendo la auténtica comunicación humana. He aquí la prueba que se aduce: la organizaciónc crea el individuo-mercancía, objeto vendible, que en el mercado ofrece sus habilidades al mejor postor. La ley de la oferta y la demanda no se aplica sólo a los productos, sino igualmente a las personas.

Este hecho tiene graves consecuencias para la comunicación. La primera es que impide al hombre presentarse como es, puesto que tiene que esforzarse por aparecer como los demás quieren y esperan que sea. Ha de adaptarse a la moda del mercado, a lo requerido por la demanda. En lugar del yo transparente se adopta la máscara funcional. Un ejemplo: la imagen del doctor es el hombre seguro de sí mismo, bondadoso y paternal; el que quiera aspirar a un puesto o ganarse una clientela deberá esforzarse por encarnarla. El retrato del hombre de negocios será el tipo socialmente conservador, reservado, reflexivo, correcto y frío; habrá que ponerse esa careta para representar el papel. Y así sucesivamente. Como además, aparte de la esfera íntima, la sociedad es fuertemente competidora y contendiente, cuidará de mantenerse en guardia para evitar que pueda transparentarse una personalidad diferente; correría peligro de descrédito o de zancadilla por parte de los rivales. Esto origina un trato las más de las veces artificial, un contacto no de personas, sino de máscaras, de funciones.

A través de los medios de comunicación, la sociedad impone modelos a los que el individuo debe ajustarse para poder sobrevivir en la competición económica. La peor acusación que puede levantarse contra alguien es considerarlo "especial", "original", "no encajado". El juego de egoísmos individuales en que se basa la sociedad industrial tiende a despersonalizar al hombre, imponiéndole fisonomías, so pena de exclusión del torneo competitivo. La libertad de ser como uno quiera, como le sale de dentro, resulta una ilusión.

Todo esto tiene incidencia sobre la fiesta. El hombre adaptado, despersonalizado, no conoce por experiencia la alegría compartida propia de la fiesta; no atisba siquiera el horizonte de la vida plena, no siente el gozo de la igualdad ni protesta interiormente contra la limitación impuesta por lo convencional. Se ajusta al medio sin reservas, renuncia a los ideales, que él llama utopías, para hacerse "realista", es decir, para someterse y amoldarse al ambiente. Esto significa perder la espontaneidad, creatividad y originalidad propias de cada ser humano, aceptar el patrón imperante, llevar la careta fabricada en serie de lo que está bien visto, dejar de ser uno mismo.

Dos actitudes.

La falta de pensamiento reflexivo y, en consecuencia, la falta de visión profunda, ocasiona dos posturas frente al mundo: una, el escepticismo ante el hombre y la historia; la otra, el refugio en realidad supramundana, eliminando todo interés por el presente.

La actitud escéptica, la del hombre sin ninguna fe, es sofocante. Se encuentra ante una sociedad humana difícil, cruel, injusta, donde pululan odio y rivalidad; espectáculo que, a la larga o a la corta, desalienta al más pintado, a menos que su visión taladre la superficie, distinga más realidad y espere, incluso contra toda esperanza. Si careciendo de esa visión el hombre se siente único responsable de la historia, acaba por abrumarse; el mundo pesa demasiado, el pie de Atlas no encuentra tierra sólida donde apoyarse. Cada nueva información aumentará la angustia; el sentido de la historia se convertirá en obsesión con la historia. Lo sobrehumano de la tarea lleva al pesimismo y la abdicación. No queda más que un paso para concluir: "Comamos y bebamos, que mañana moriremos" (1 Cor 15,32).

Concentrando su atención en lo palpable y lo histórico, el hombre olvida que vive en una isla. No ve el mar y no hace caso de las brisas saladas que se lo anuncian. Lo que palpa y maneja es tierra sólida, datos controlables, ¿quién se interesa de vientos? Y, sin embargo, no podrá entender su tierra hasta que sepa que está abrazada por un océano que le asegura la fecundidad. A este océano, marco invisible de la historia, el creyente lo llama Dios; otros, misterio. El hombre respira la atmósfera del tiempo, pero entrecruzada por ráfagas que vienen de allende el horizonte. Se requiere piel sensible y olfato fino para percibirlas; no se detectan con razonamientos o reactivos. Sólo la intuición siente su escalofrío.

Segunda actitud, la del escatologista. Imaginando que tiene fe, pero falto de visión, se refugia en el más allá, incapaz de discernir la acción de Dios en este mundo. Tropieza con tanta maldad y error, que pierde de vista el misterio profundo, alcanzable sólo con la penetración contemplativa. Se resigna entonces a que el reino de Dios se aplace hasta el fin de los tiempos, aceptando como inevitable la maldad humana y como irremediable la injusticia.

Este escepticismo inconfesado de la acción del Espíritu en el mundo, mal llamado experiencia, lleva al formulismo cristiano a la incapacidad de hablar de Dios excepto en función oficial. El argumento cristiano no sale fácil ni espontáneo, por eso se formula al instante en términos aprendidos, no se saca, como el letrado alumno del reino de Dios, del arcón personal (Mt 13,51). El lenguaje del evangelio suena a irreal, pues Cristo, contemplativo por esencia, pone en atroz relieve los puntos-clave, sin preocuparse del entorno.

Con las dotes de intuición, que son capacidad de valorar, se relaciona el entusiasmo. El analítico no es entusiasta de nada porque no le interesa el valor de nada; ve sólo conexiones, relaciones, categorías; vive en la abstracción, sin dejarse morder por la realidad.

Para bien o para mal, de la intuición nace la eficacia del slogan. Esa frase breve y descarnada pone de relieve un principio, una verdad dinámica o una pseudoverdad, prescindiendo de los detalles de realización y de los matices de formulación. Muchas frases evangélicas son de ese estilo: "Una sola cosa es necesaria" "amaos como yo os he amado", "yo he vencido al mundo", "de balde recibisteis, dadlo de balde"; para el analítico, cada una de ellas reclama mil distinciones; y, sin embargo, si no provocan al entusiasmo y al seguimiento, señal de que la campana está rajada.

Conocimiento superior.

Hay además esferas de realidad inaccesibles al método de la medida y el experimento. Sólo se alcanzan por la intuición o la visión.

La intuición es un enfoque del entendimiento en lo esencial de un objeto, suceso o relación. Penetra y aisla el valor decisivo, delimita el rasgo característico y en ese valor y rasgo integra el conjunto, viendo en ellos la esencia y la definición del objeto. En el estilo, da origen a la sinécdoque, figura literaria que toma la parte por el todo, porque esa parte resume y sintetiza el todo. La intuición descubre una diferencia de valor entre el punto enfocado y el resto; es un conocimiento intensivo, no extensivo; concentrador, no explicador; contemplativo, no analítico. Es esencialmente valorativa, y como la valoración se hace con el densímetro del sujeto que intuye, es emotiva y comprometedora.

La intuición contrasta con el conocimiento discursivo, que no busca esencias, sino relaciones. El objeto se coteja con otros, se incluye en una especie, se cataloga. En vez de aislar lo específico, conecta con los genérico; no tiende a valorar, sino a nivelar; no ve lo único, sino lo general.

Enamorarse, tener un hijo o recibir una gracia mística suponen para el individuo experiencias únicas por las que puede acceder a una realidad superior. Para el observador analítico serán solamente una ficha más en su archivo de experiencias comunes.

Encontramos así dos modos de pensar: el pensar calculador y la reflexión meditativa. El primero incluye la planificación y la investigación, y nunca se ha practicado tanto como en nuestra época; tiene en cuenta determinados datos para obtener un resultado preciso, para ganar una batalla. Nunca está quieto, nunca vuelve sobre sí ni reflexiona sobre el sentido que gobierna todo lo que existe.

Para que la técnica no convierta al hombre en instrumento, hay que añadir al pensar utilitario la reflexión meditativa, el sosiego ante las cosas, que tienen un sentido no dado por el hombre. El mismo mundo técnico ha de tener un significado, y hay que buscarlo.

La falta de meditación e intuición priva al hombre de sus experiencias profundas, las que tiene que expresar en la fiesta. Si vive usando únicamente el conocimiento utilitario, se queda en su superficie y no conoce su raíz. No tiene holganza para darse cuenta de sus aspiraciones profundas, que ciertamente no están en la agitación y el afán. Empezamos a descubrir una de las razones de la decadencia de la fiesta: el hombre no reflexiona sobre sí, no se toma espacio para sentir los vahos calientes que suben de su entraña. No teniendo tal experiencia, no tiene por qué expresarla.

La emoción sospechosa.

A pesar de todo, muchos sienten gran recelo hacia todo lo que huela a emoción, pensando que necesariamente deforma la objetividad. Para deshacer este malentendido basta recurrir a un antiguo distingo. Si una pasión o emoción crea un prejuicio, es obstáculo para sintonizar con el objeto; en vez de buscar su longitud de onda, se adapta a la propia o se recorta hasta que encuadre en la propia mirilla mental. Caso típico son las historias nacionales con prejuicio laudatorio o los libelos políticos con intención denigratoria. No hay por qué discutir esto.

Otra cosa es acercarse a un objeto, y sobre todo a una persona, primero sin prejuicios, hazaña ya poco común, pero además con interés y respeto, presuponiendo que su ser es portador de valores. Tal actitud, en vez de estorbar al conocimiento, lo ayudará inmensamente pues centrará la mirada en lo profundo, no en la superficie. A medida que avanza el conocer, se concretará el interés inicial, si el objeto o la persona lo merecen, en sentimientos de estima, cariño o simpatía. La pasión o emoción que precede al juicio puede obnubilarlo; la que sigue al juicio es normal y necesaria, a menos de estar psíquicamente mutilado.

Toda actividad humana debe desenvolverse en clima de amor y de respeto, incluso la intelectual y la científica: se investiga por interés o amor al hombre o las cosas, no por mera curiosidad fría y despegada, y menos aún buscando un refugio o satisfaciendo un rencor o un odio. Aquí está la clave de la ciencia sana: interesa lo que redunda en bien del hombre, que es sagrado, se aborrece lo que daña o puede dañar. En consecuencia, se huirá de producir dolor, a no ser que sea indispensable, como en la operación quirúrgica.

Para conocer de verdad se requiere una apertura, contraria a la indiferencia, a la despersonalización apriorística y sistemática, que es ya un prejuicio deformante. Esto vale particularmente refiriéndose a personas: si el observador se jura no dejarse interesar por el otro y para ello mantiene la distancia, ejercita el despego e ignora la subjetividad, desconocerá zonas enteras del hombre, las que valen más y dan valor a todo el resto.

El cirujano, naturalmente, no puede temblar de lástima mientras opera al paciente. Precisamente aquí aparece cómo el conocimiento sin emoción es un modo especializado del conocer. útil o necesario en ciertas circunstancias. Por buscar el bien del enfermo tendrá que adoptar una actitud contenida, de lo contario no alcanzaría el objetivo que pretende. Lo cual no significa que el médico esté privado de sentimientos. Ejercer la medicina no comporta insensibilidad. No es lo mismo control que carencia.

En resumen: no es lícito ni saludable mutilar a la persona, es monstruoso reducirse a un ser frío, desentendido, aislado. En todo conocimiento entra el hombre, aunque, según del que se trate, unas facultadoes participarán con más intensidad que otras.

lunes, 26 de julio de 2010

El método analítico.

Otras causas de decadencia se encuentran en ciertos valores predicados por nuestra sociedad. Intentemos descubrir algunos.

Vivimos en una sociedad de cuño científico-técnico, no hay duda. La ciencia goza de un prestigio merecido y liber al hombre de muchas esclavitudes ancestrales. A la técnica, ciencia aplicada, atañe la esfera de la vida práctica. Ninguna objeción, al contrario. El error despunta, sin embargo, cuando nace la idea de que el método basado en la observación y el experimiento, en la sistematización y la estadística, ha de validar y regular toda esfera de la vida humana. El paso inmediato consistirá en declarar que si un fenómeno humano escapa al método o lo desborda no merece ser tomado en consideración. Si el conocimiento basado en medida y número se estima por el único racional, lo que éste no perciba será tachado de irracional y subjetivo, de ralidad de segundo orden.

Es notorio que vastas zonas del ser humano -y seguramente las más importantes- caen fuera de la competencia de los micrómetros y de las balanzas de precisión: nos referimos a las experiencias interiores, sean alegría o dolor, amor u odio, éxtasis o depresión, arrebato, tristeza o dicha, goce estético, paz, fantasía y mil más.

Para que encajen en el método analítico, se cepillan estas experiencias, y el amor se queda en sexo, la poesía en análisis lingüístico, las emociones en secreciones glandulares. El resto es viruta.

El método analítico, basado en el "conocimiento objetivo", o, según Heidegger, en el "pensar calculador", toca su objeto tangencialmente. El observador se despersonaliza lo más posible, utilizando únicamente su entendimiento para sondear lo real. Un ojo intelectual frío se pasea por el objeto; éste se calibra por su reacción a los estímulos. No interesa lo que sea en sí o lo que piense en su interior, sólo se considera válida la respuesta mensurable al reactivo aplicado.

Repetimos que este método tiene su indiscutible utilidad para los fines que le competen. Pero hay que evitar varias falacias. En primer lugar, el conjunto de datos exactos permite barajar conceptos, pero no procura una imagen de lo real. Los conceptos, trabados por la sistematización humana, constituyen una red lógica de ancha malla, que deja escapar gran parte del flujo de realidad que nos rodea. Ni siquiera es una red que pueda superponerse a lo real coincidiendo en los puntos nodales, pues la abstracción conceptual descuartiza la unidad del ser en aspectos parciales.

El hombre tiende a conocer con todas sus facultades. Conocer a una persona no consiste en saber describirla con todo detalle, sino en percibir su unidad; para ello hace falta interés, y esto añade algo al mero conocer intelectual. La familiaridad, el cariño, la simpatía, la compasión, son fuentes de conocimiento, como también la sensibilidad. Cada una de nuestras facultades descubre aspectos particulares del otro, de modo que a nivel humano, conocerse está en función del modo de relacionarse. Se conoce más y mejor cuando entra en juego el ser entero.

El método científico, por el contrario, se limita al plano fenoménico, explorando la epidermis de lo real. No es, por tanto, culmen del saber humano, sino modo especializado de conocer, indispensable para ciertas actividades que se esfuerzan por facilitar el vivir o ampliar su esfera.

Pero, subido el escalón de la técnica, se explaya la plataforma de la vida, donde el conocimiento es personal y comprometido, nace de la propia experiencia y la intercambia. Le interesa el ser, no su clarificación; la vida, no su cadáver disecado. Incluye discurso e intuición, emoción, respeto, cariño, vibración artística. No ignora los datos científicos adquridos, pero su rango es muy superior. Diferencia entre admirar una flor o saber catalogarla.

Quien no admitiera esto habría de concluir que los grandes poetas y visionarios, profetas, místicos y artistas han tenido un grado de conocimiento inferior al que posee el más prosaico observador al microscopio o el más raquítico memorista.

domingo, 25 de julio de 2010

Intercambio personal.

Las comunicaciones intensivas de nuestra época no producen unión. Las atenciones convergen hacia un polo exterior, escenario o pantalla, y sólo raras veces, como en la histeria de los hinchas de fútbol, ese polo produce una reacción de masa. Pero su nivel es liminar, instintivo; crea solidaridad tribal más que unión personal. Falta comunicación directa de persona a persona, de centro a centro; la unión basada en el interés por el interlocutor, no por un tercero.

Examinemos este fenómeno de convergencia y su influjo sobre la relación interpersonal. En el caso del hincha futbolístico o del extasiado ante los gorjeos del divo, hay, sin duda, una comunicación emocional con el personaje o personajes que cautivan la atención del espectador; toda la masa converge hacia el mismo punto, coincidiendo en el vértice, pero ¿resulta de esta coincidencia la comunicación colateral entre los espectadores? Produce, sin duda, la vibración común de la emoción compartida, que deriva ocasionalmente hacia signos externos de aceptación. Pero tales signos no se dirigen a fulano por ser fulano, sino por ser hincha de equipo o del cantor. No denotan, por tanto, interés en la persona, sino placer de ver confirmada la propia valoración y gratitud por el incremento que aporta a la fuerza de masa. El individuo únicamente porque enarbola tal pancarta o grita una sarta de insultos al equipo contrario. Unanimidad que no personaliza, porque reduce a número; esfuma el perfil del individuo, confundiéndolo con la multitud. Esta coincidencia en el vértice no es causa de contacto personal, aunque pueda ser ocasión para él como cualquier encuentro humano.

Consideraremos ahora la manifestación pública de afirmación o protesta. Presenta rasgos afines a la asamblea del espectáculo, es decir, predominio del número y evanescencia del individuo. Es verosímil, sin embargo, que la solidaridad sea más profunda y verdadera, con un matiz más personal que en el caso del estadio, aunque siempre permanece en lo abstracto.

Examinemos, en cambio, el caso de los que luchan por un ideal o reivindicación concreta, donde el objetivo de la actividad atañe a cada individuo como persona. Aunque el dinamismo del grupo procede del vértice, meta del interés común, la naturaleza de ese interés no individualista y la necesidad de colaboración para alcanzarlo desembocan fácilmente en relación humana que, presupuesta la aceptación global del otro, entabla el diálogo. No es unión en la pasividad compartida, sino en la actividad que mira a un fin; es creativa porque existe el intercambio, se habla y se escucha, se compara y se acepta.

Se sigue de lo dicho que la coincidencia en un vértice es defectuosa solamente cuando induce a la pasividad; es más, si no hay vértice o polo que atraiga, la relación interpersonal puede morir de inanición, como sucede en muchos matrimonios sin hijos.

Una palabra a propósito del grupo cristiano. Posee precisamente una coincidencia en el vértice que desemboca en pleno intercambio personal. El vértice, Cristo, se presenta como aglutinante, pero al mismo tiempo centrifuga a la comunidad hacia la misión; si al grupo cristiano falta la conciencia de ser enviado al mundo, corre peligro de convertirse en un cenáculo narcisístico o de caer en el individualismo religioso. La tarea cristiana necesita cohesión personal para tender a los objetivos del reino de Dios, que no es un ideal vaporoso, sino justicia y paz en la tierra, amor y respeto al hombre, hermandad y verdad.

II. DECADENCIA DE LA FIESTA Y SUS CAUSAS.

Aparte ciertos grupos jóvenes, en nuestra cultura la fiesta ha decaído; mucha gente nos abe entregarse ni festejar. La fiesta se convierte en una convención defraudante y deja un resabio de decepción.

La cultura rural, según parece, festejaba más y mejor que la urbana. Paralelo a la decadencia de la fiesta es el bajón en el índice de jovialidad general, que se traduce en la falta de cortesía y sobra la impaciencia. El malhumor se hace plaga, hay déficit de sonrisa.

Se ha reemplazado a la fiesta con la diversión. En resumidas cuentas, se espera que otro, pagado, haga el gesto de festejar. El espectador se queda fuera del espíritu de fiesta; va al teatro o al cine, al baile o al night-club, donde la común presencia no es comunión; público no significa comunidad. Aunque cada espectador goce y esté alegre por su cuenta, no se permite repartir alegría. Hasta el restaurante ofrece a menudo un espectáculo que alivie a los comensales de la atención recíproca.

sábado, 24 de julio de 2010

4. FIESTA-SÍMBOLO.

La fiesta expresa, por tanto, realidades que el hombre vislumbra y anhela: la vida, la libertad, la plenitud. Las tres se compendían en la paz, que es vida plena, comunicación humana confiada, fácil y espontánea. La fiesta no puede ser individualista, exige y fomenta el calor humano, la aceptación sin preguntas, la bienvenida general.

Vida libre y plena no es conclusión que el hombre saque de su experiencia, es lo opuesto de la experiencia. Las realidades que expresa y propugna la fiesta no pertenecen al mundo ambiente, son aspiraciones y persuasiones profundas que cristalizan en el momento privilegiado.

En la fiesta, el hombre se siente transferido a un mundo diverso. El escéptico objetará que se trata de una ilusión, pues el mundo sigue siendo el mismo y no existen escalas que lleven al cielo. ¿Es de verdad una ilusión? En la fiesta, el hombre vive en su mundo interior de anhelo y fantasía, en el proyecto que desearía realizar; su ideal ilumina la realidad, como el sol el paisaje. Sin el sol, las cosas se quedan en lo que son; a su luz, brillan de lo que quieren y pueden ser. La fiesta, hija del espíritu, transforma la realidad, le da vida por dentro, descubre tesoros, armonías y dinamismos que el rudo contacto de las manos no aprecia. Siendo poesía, adivina lo oculto bajo la corteza opaca. Quien festeja, vive en un mundo nuevo, que es éste mismo mirado con ojos de protesta; encuentra el mundo bueno que Dios creó y no lo llama enemigo, sino hermano.

La fiesta es obra de la imaginación, que construye utopías a través y a pesar de las mezquindades que experimenta. Una sociedad puede exagerar en este aspecto y vivir de ilusiones. Una sociedad puede exagerar en este aspecto y vivir de ilusiones; pero puede también pecar por defecto, hacerse esclava del presente, someterse a sus crímenes, amoldarse a sus pecados. Es precisamente la imaginación la que permite corregirlos.

La imaginación no es necesariamente evasiva; incluso la divación mental puede buscar un contacto fluido y poético con la realidad, para que el ser se impregne de efluvios y capte latidos imperceptibles en el estado de tensión y empeño.

El segundo paso de la actividad imaginativa es la expresión exterior de esas experiencias; y al afirmar el ideal o la utopía les da consistencia y vitalidad. También esta imaginación es poética, es decir, creativa. Como es sabido, la palabra griega poeta significa creador, por eso el credo empieza: "Creo en un solo Dios, poeta del cielo y de la tierra". Esta imaginación que ha percibido raíces escondidas quiere dar forma a los ideales y aspiraciones, expresándolos. Como toda poesía, es contemplativa.

Al mismo tiempo, la imaginación manifestante es voluntaria o involuntariamente polémica, batalladora; al exteriorizar el ideal, lo opone al entorno, enfrentándose con lo presente en nombre de la sociedad que imagina.

La fiesta incluye los tres aspectos de la imaginación: es contacto, expresión y protesta. Contacto, por sentir las realidades esenciales cuando cada uno poenetra su propio ser y el mundo; expresión comunitaria, en forma artística y lúdica, de la propia intuición; protesta, por el acusado contraste de su afirmación con la realidad defectuosa.

La fe de la fiesta propone un ideal que noe s conclusión lógica, como ningua fe lo es; es convicción profunda de que la vida, con sus secuelas de alegría, salud y libertad, puede más que la disgregación y la muerte. El ideal no es pura imaginación; se apoya en experiencias parciales e íntimas, pero reales; pertenece al terreno de la esperanza. Aunque no es deductivo, no por eso es irracional; pero su lógica se descubre sólo amedida que se realiza. El ideal no se defiende por su demostrabilidad, sino por su correspondencia a la vibración del ser; a medida que cristaliza en hechos, se delinea su lógica.

El ideal es para el futuro lo que el alma para el cuerpo; principio de unidad. Nunca será posible alcanzar una mejora radical sin un vértice unificador; no basta atacar síntomas aislados, se requiere la unidad de lo múltiple. La fiesta expresa el ideal con su juventud y gozo. Por eso es protesta sonriente contra la escasez, la inútil convención, la impersonalidad, la desigualdad social.

En su conjunto, la fiesta es símbolo del rango más elevado; es decir, una realidad, en nuestro caso una experiencia común y sensible, que apunta a otra más alta y en cierto modo la contiene: el anhelo humano de felicidad sin cortapisas se transparenta y en parte se realiza en la fiesta. La intuición contemplativa ve a través de los dones de la fiesta que, plenamente aceptados y compartidos, se convierten en símbolo de realidades superiores. Pero la intuición no expatría del ambiente, porque es precisamente en la participación entusiasta donde descubre la presencia misteriosa de una realidad que no alcanza. Caen los muros del mero presente para dejar correr las brisas del futuro. La fiesta libera, por el contacto con las grandes realidades que relativizan el resto, restituye el sano sentido de humor, que, tomándolo todo en serio, concede sólo una seriedad penúltima al sudor cotidiano.

El arte es atributo necesario de la fiesta; pero no se identifica con ella; es modo de expresión, parte de la exuberancia. Los manantiales recónditos, la alegre interioridad se encauzan en la expresión artística.

La fiesta es generosa. La primera condición para el que festeja es ser capaz de dar y estar dispuesto a ello. Es regalo mutuo, donde vigen las palabras de Cristo: "Hay más dioha en dar que en recibir" (Hch 20,35). El propio enriquecimiento, bien tangible, no constituye, sin embargo, la intención primordial, que está en darse, expresándose. La fiesta es regalo mutuo, no adquisición; no fija cotizaciones para el trueque; cada uno echa sin escatimar su propio licor en la copa común, de la que todos beberán alegría.

miércoles, 21 de julio de 2010

3. CONTRASTE.

La fiesta es ciertamente un remanso en el ajetreo de lo diario, pero no un mero tentempié para el trabajo. La caracteriza el contraste con los días laborales, pero no acepta ser su satélite. Interrumpe la actividad utilitaria, y aun la útil; es un arriate de flores en un huerto de verduras. Igual que la fe cristiana se expresa en la misión, pero no se agota en ella y encuentra tiempo para gozar con Dios, la fiesta interrumpe el trabajo del hombre para una actividad más alta, el gozo de la vida. Quien se afana cuidando los naranjos, se sienta después para gustar la fruta. El hilo de la vida es un hacerse, la fiesta son momentos de ser. De cuando en cuando hay que dejar la pala para gozar y explayarse, descargándose de responsabilidades y agobios.

Es una actividad libre y señora, no subordinada a ningún otro fin. Esta condición de la fiesta, su contraste con la vida ordinaria, muestra otra faceta de su fe: afirma que el hombre no ha nacido para la fatiga, por inevitable que ésta sea, sino para el disfrute; no para el regateo, sino para la posesión. Necesita encontrarse alguna vez sentado en una cima, por modesta que sea, sin preocupaciones alpinísticas. La fiesta es el anhelo y la afirmación de una vida plena, feliz, erguida en toda su estatura.

viernes, 16 de julio de 2010

Significado de la exuberancia.

La exuberancia se enraíza en el sentimiento de libertad y de riqueza. Al afirmar la vida, el hombre sabe que su atmósfera propia es la espontaneidad, no la sujeción; la abundancia, no la escasez. Agobiado en el quehacer diario por infinitas restricciones, preceptos, convenciones sociales y etiquetas, recobra en la fiesta su libre espontaneidad; ansía desentumecer tendones encogidos en la camisa de fuerza del protocolo cultural.

La fiesta es el brinco que suelta la traba.

Por diversos temores no de atreve de ordinario a desafiar la opresión de tanta estúpida norma ni la frialdad del anonimato urbano. En la fiesta, con el apoyo y complicidad de los demás, empeiza a ser él mismo, a desplegar capacidades; deja caer las caretas impuestas e incluso a veces adopta una postiza que revele mejor su verdadero rostro.

Cuando alguno no logra vencer sus temores para ser él mismo, nace el aguafiestas; suele ser un cohibido disfrazado de bravucón o un insensible con aires de experimentado; quizá un defraudado de sí mismo, que ridiculiza la espontaneidad ajena y se burla de la exuberancia inocente.

La exuberancia es manifestación de riqueza, no principal ni necesariamente de dinero, sino de espíritu: es efusión, rebose y plenitud; de aquí vienen la generosidad y la tendencia al derroche, síntomas de la abundancia interior.

Según lo dicho, la exuberancia muestra otro aspecto de la fe que penetra en la fiesta: afirma la espontaneidad como salud y forma de vida humana; rechaza, como raquitismo, la continua convención social y espera vivir un día con expresión plena, no coartado por el ambiente.

2. Exuberancia.

La fe que afirma la vida da a la fiesta su alegría, que se expresa en la exuberancia y a veces en el exceso. La exuberancia es pura expresión del juicio favorable sobre el ser. Es intencionada, voluntaria: vestido elegante o estrafalario, comida y bebida abundantes, bromas y baile.

Personas canosas se permiten en la fiesta gestos, expresiones y ocurrencias que jamás soñarían emplear en ambiente profesional. La exuberancia viola impávida y gozosa los tabúes de las convenciones; el hombre en fiesta se expresa como es, saca de su armario prendas que nunca airea. La exuberancia general crea la indulgencia mutua, que a su vez atiza el derroche de expresión. Donde falta espontaneidad, entre almas cerradas con llave, la fiesta es imposible.

La alegría es efecto de poseer lo que se ama o se desea. El amor puede asir un bien presente o alcanzar el pasado o el futuro con la memoria o la esperanza. Quien no ama, en cambio, sufre de inapetencia y es incapaz de alegría.

Hay euforias orgánicas, halos de vigor natural y de la buena salud; otras nacen del mero placer de danzar y moverse, del gusto por el intercambio o la música. Pertenecen todavía al terreno reflejo de la cosquilla; predisponen a afirmar la vida, pero no incluyen aún la fe profunda de la fiesta. La alegría verdadera es respuesta no a solas sensaciones o ideas, sino a experiencias y hechos. Aunque se alimenta de lo sensigle, estremece también las médulas del espíritu, que esponjan con la paz el ser entero.

La exuberancia expresa la alegría personal amalgamándola con la común; no debe, por tanto, impedir la comunicación, el gozo compartido. Donde la exuberancia degenera en exceso, se acaba la fiesta. Sucede la borrachera, la grosería o la ordinariez.

martes, 13 de julio de 2010

Trabajo creador.

Como hemos dicho, a la fiesta hay que llevar para expresarla la alegría de la vida. Si ésta es triste, desolada, apática, no hay fiesta posible. Por eso, obstáculo insuperable para la fiesta es el trabajo alienante y destructor, pseudotrabajo que desemboca a lo más en la psudofiesta. El hombre, saturado de alienación e incapaz de superarla, busca una distracción, un olvido.

Alienante y servil es el trabajo sin creación, que no estimula ni desarrolla las capacidades. Más que trabajo es mera ocupación y es entonces cuando el hombre no tiene nada que expresar. Por eso en nuestra época, plagada de trabajo alienante, muere la fiesta y triunfan el pasatiempo y el espectáculo. El verdadero trabajo lleva consigo dos elementos, el esfuerzo y el gozo, el sudor y la satisfacción, el músculo y el entusiasmo. Cuando se reduce a esfuerzo sin alegría, a actividad sin progenie, es trabajo forzado, y la fiesta no se ha hecho para esclavos.

La vida estéril engendra la psuedofiesta, que es horror al vacío o escape de la realidad; busca aturdirse para olvidar una existencia huera, para esquivar el hastío. Por eso, el ideal del trabajo totalitario, de la producción como finalidad de la existencia, lleva a considerar la fiesta como un mero descanso que restaura las fuerzas para el trabajo, actividad suprema; la fiesta se hace utilitaria, subalterna, y, al supeditarse a otra realidad reputada superior, pierde su esencia y su alegría.

A diferencia de la diversión, la fiesta no es frívola; su gozo no baña sólo la superficie del ser, tiende a embeberlo entero, y alumbra manantiales e felicidad cegados por las preocupaciones cotidianas.

Existe un nexo entre fiesta y creatividad; el enriquecimiento y la alegría que ésta produce no se contentan con la vivencia individual, piden manifestarse y compartirse. La fiesta tiene, pues, relación con toda actividad que sea fuente de vida y desarrollo de potencialidades; la felicidad y la dicha son expansivas por naturaleza. El sudor queda en lo privado, la alegría necesita compañeros.

La fiesta expresa toda alegría y esperanza; todo lo que es salud y promesa encuentra en ella su efusión: el cariño, la amistad, el arte, belleza y poesía, el cuerpo y el espíritu, frutos del árbol de la vida, plantado por Dios al principio, que hacen crecer al hombre.

De ordinario se habla de "elevar el nivel de vida", refiriéndose a la renta anual del que disponen los individuos de un país. El objetivo es necesario, pero la formulación es mezquina, pues reduce la vida a lo económico. Hablemos, por tanto, de "elevar el nivel de vitalidad" de los individuos, abrazando todo aspecto, no sólo las comodidades materiales. Por desgracia, para alzar su nivel de vida el hombre se impone una disminución de vitalidad, obligado como se ve a someterse a una jornada de trabajo esterilizante por su falta de creación. Plaga de la civilización moderna, la tarea despersonalizadora disminuye la vitalidad del hombre y le quita la alegría, privándolo de la felicidad.

Resumiendo: la afirmación del mundo y de la vida, que es la fiesta, se opone a la visión del mundo como un absurdo y de la muerte como un túnel sin salida. Pero la sonrisa no nace de inconsciencia, sino de fe: sabe que el mundo no es rosado en todas sus facetas, pero afirma que esa realidad compleja es fundamentalmente buena y que vale la pena de ser vivida. Si el cínico se ríe de la fiesta no es porque su realismo sea mayor, sino porque no percibe cierto mensaje, no le ha llegado aún una buena noticia.

La fe que penetra la fiesta se expresa en términos de hombre o en términos de Dios; pero, en uno y otro caso, quien festeja sabe o barrunta que sus esfuerzos en este mundo no son inútiles y que no todo acaba en la sepultura.

1. Afirmación de la vida.

Toda fiesta es una afirmación, un sí a la vida, un juicio favorable sobre nuestra existencia y la del mundo entero. Por eso, para poder celebrar una fiesta, la vida tiene que tener sentido; si la existencia se considera como un absurdo, como una mera frustración, celebrarla resulta imposible. La fiesta no nace en el vacío, expresa una abundancia, que proviene de la estima calurosa por lo habitual.

Festejar significa, por tanto, explicitar la cotidiana aprobación de la vida, en una ocasión especial, y de manera no cotidiana.

Toda filosofía del absurdo desangra la fiesta; la alegría presupone un juicio positivo de valor; si nada vale la pena, es absurdo estar alegre.

Pero, ¿pueden justificarse alegría y fiesta? Al fin y al cabo, celebrar una vida pasajera y destinada a la muerte puede tacharse de superficialidad o inconsciencia. ¿No será la fiesta un vértigo pretendido para perder de vista el fin? Esta crítica vale contra la diversión, no contra la fiesta. La diversión es un paréntesis en el bostezo y el tedio. La fiesta, por el contrario, brota del amor a la vida y afirma su fuerza; el hombre siente que ha nacido para vivir y gozar y afirma esto contra la evidencia de la muerte. No es una convicción intelectual, filosófica, demostrable, sino vital; es una rebelión de su ser contra la destrucción y la decadencia. En el fondo es fe, no sostenida por datos experimentales, en la fuerza de la vida misma. No se formula necesariamente en términos teológicos, pero, a menos de confesarse puramente ilusoria, esa fe acabará por apoyarse en un cimiento suprapersonal, al menos implícito. Sin esa fe no hay fiesta.

La fiesta expresa una solidaridad con el mundo, se adhiere al "muy bueno" que Dios pronunció sobre él. Pero aquí surge otra dificultad: ¿cómo aprobar al mundo, enfermo de injusticia y de mal?, ¿no es la fiesta una afirmación bien parcial y, en consecuencia, irreal e imaginaria?

El hombre en fiesta no ignora el mal, pero sostiene que todo es radicalmente bueno y está dispuesto a morir a manos del mal para afirmarlo. Celebra el mundo, aunque el mal de momento lo afee, porque sabe que los estratos malos son superficiales y están destinados a desaparecer; en la fiesta, por tanto, tremola también una esperanza; al afirmar el triunfo de la vida sobre la muerte, asevera el del bien sobre el mal. El hombre adivina que el fondo de la realidad no es un engranaje impasible, que el dolor y la muerte no son la última palabra. En otros términos, que el mundo no está manejado por un destino impersonal, sino animado por un dinamismo o un poder que lo llevan a la vida y a la felicidad.

Felicidad, sin embargo, no es la beata ausencia de prueba y dolor, sino la vitalidad exaltada capaz de arrostrar lo difícil, el vigor que puede cargar con responsabilidades y durezas. Eso es lo que celebra la fiesta: no se desentiende del dolor de la vida, pero afirma la fuerte alegría que lo integra y lo supera. Infelicidad es, por el contrario, la apatía, la falta de interés, el déficit de vitalidad. Es felicidad para el atleta tensar el músculo para conseguir el salto; para el estudioso, concentrar su mente para resolver el problema intrincado; para el mecánico, mancharse las manos para reparar la biela. No es la dificultad lo que crea infelicidad y tristeza, sino la sensación de impotencia, de inhabilidad, de fracaso. La fiesta expresa y obtiene ánimo y aliento, salud y libertad; lo dulce nace también de lo amargo y lo áspero, integrado en la energía y el vigor de la vida.

La gran palabra hebrea y cristiana para expresar afirmación es el amén, que es un sí seguro del presente, "así es", y con intrépida esperanza del futuro, "así sea". Las promesas de Dios al hombre estaban pendientes de realización, pero "en Cristo se ha pronunciado el sí -el amén- a todas las promesas de Dios" (2 Cor 1,20). Cristo es el sí total de Dios al hombre; para corresponder a él, "respondemos a la doxología -aclamación a su gloria- con el amén a Dios por Jesucristo" (ibíd.). La fiesta cristiana es el sí de respuesta del hombre a Dios. Dios afirmó al hombre sin reservas para salvarlo; el hombre, en la fiesta, afirma el mundo que Dios le ha dado, no anuncia su mal, sino su salud.

Al afirmar y celebrar el mundo, el cristiano celebra con él a su creador, fuente de su bien y autor de su esperanza; su respuesta a Dios resuena de alabanza y agradecimiento. Reconoce y proclama a Dios que actúa y anuncia una esperanza en esta tierra; de ella nace la alegría, que quisiera encontrar eco univeral: "¡Aclamad al Señor, tierra entera; gritad, vitoread, tocad! ¡Tocad la cítara para el Señor, suenen los instrumentos! ¡Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas!" (Sal 97,4-5.1).

I. ESENCIA DE LA FIESTA.

Se despierta en nuestra época un interés especulativo por la fiesta, que naturalmente coincide con su decadencia práctica; nunca se cavila tanto sobre tales cuestiones como cuando se echan de menos las realidades. La vigencia o decadencia de la fiesta se considera síntoma de la vitalidad o parálisis de ciertos valores humanos indispensables.

Nos adherimos a este punto de vista. En el análisis de la fiesta seguimos a J. Pieper (Zustimmung zur Welt. Eine Theorie des Festes, Munich 1963), completado por H. Cox, que ha examinado sus relaciones con la fantasía y estudiado los movimientos contemporáneos (The Feast of Fools. A theological Essay on Festivity and Fantasy, Harvard Univ. Press 1969). Tratamos con libertad las conclusiones de ambos autores, ordenándolas y desarrollándolas a nuestro modo.

La fiesta consiste esencialmente en la afirmación exuberante de la vida y exige el contraste con el ritmo diario. Para mayor claridad, dividimos la exposición en tres párrafos: afirmación de la vida, exuberancia y contraste.