Después de haber participado en uno de los bautismos del pueblo en masa que seguían a las exhortaciones de Juan Bautista, Jesús de Nazaret comienza a curar a enfermos y a predicar. Aunque oriundo de un oscuro pueblo de Galilea, donde había crecido y vivían sus familiares, su personalidad se fue imponiendo hasta atraer la atención de la gente.
Se le apellida “profeta” (Mc 9,8 y parals.), “gran profeta” (Lc 7,16), incluso “el profeta” (Jn 6,14; 7,40; véase Mt 21,11), según la interpretación dada al texto de Dt 18,18.
También la expectación del rey mesiánico llega a concentrarse en Jesús. La entrada triunfal en Jerusalén, los vivas al “Hijo de David” (Mt 21,9), al “reino de nuestro padre David” (Mc 11,10), al “rey que viene en nombre del Señor” (Lc 19,38), al “rey de Israel” (Jn 12,13), parecen indicarlo. Según san Juan, también los letrados, inquietos, le proponen la cuestión: “¿Hasta cuándo nos vas a tener en vilo? Si eres tú l Mesías, dínoslo francamente” (Jn 10,24).
Por el contrario, nada en la vida de Jesús tuvo conexión ostensible con lo sacerdotal, aunque algunas de sus palabras daban a entender la caducidad de la institución israelita: “Hay algo más que el templo aquí” (Mt 12,6); “destruid este templo y en tres días lo levantaré” (Jn 2,19), dicho que, de manera algo diferente, aparece como acusación en su proceso (Mc 14,58 y parals.).
De todos modos, el pueblo no vio en Jesús la culminación del sacerdocio antiguo; era además imposible, pues no pertenecía a la tribu de Leví y, si algunos desconocían su origen, estaba claro que no había recibido la consagración, requisito indispensable para ser miembro del sacerdocio.
Cristo interpreta su muerte como un sacrificio, al llamar al cáliz “la sangre de la alianza” (1 Cor 11,25; Mt 26,28 parals.), aludiendo a la sangre de las víctimas que selló la alianza del Sinaí (Éx 24,6-8); pero pronuncia estas palabras la noche de su pasión y solamente para el círculo reducido de los doce. El pueblo no podía ver en su muerte un sacrificio, pues éste era un rito consumado en un santuario. La muerte de Jesús, lejos de ser ritual, era una condena judicial que excluía del pueblo al ejecutado: “Maldito todo el que cuelga de un árbol” (Dt 21,23; Gál 3,13), y no tuvo lugar en en un santuario, sino en el campo de ejecución de los delincuentes comunes, fuera de la ciudad (véase Heb 13,12). El sacrificio daba gloria a Dios. Nadie podía imaginar que un hombre ultrajado, humillado, condenado por blasfemo y agitador político, paseado hasta las afueras de la ciudad en compañía de dos facinerosos y finalmente crucificado – suplicio repugnante – muriera como sacrificio agradable a Dios.
Nada tiene de extraño, por tanto, que la predicación de los apóstoles no presente a Jesús como sacerdote. La idea que ellos mismos tenían del sacerdocio distaba demasiado de los que habían visto en su Maestro. San Pedro proclama que Jesús era “el profeta” semejante a Moisés que Dios había prometido (Hch 3,22), anuncia que Jesús es el Mesías (Hch 2,36), pero no menciona su sacerdocio.
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