lunes, 8 de marzo de 2010

Cap II. EL SACRIFICIO DE CRISTO.

El sumo sacerdote judío, hombre como los demás, elegido de entre ellos y designado para ser su representante ante Dios, tenía por misión ofrecer sacrificios por los pecados. Siendo él mismo débil, podá ser paciente con los ignorantes y extraviados, pero tenía que ofrecer sacrificios por sus propios pecados (Heb 5,1-3). Ya hemos apuntado que estos sacrificios rituales no tenían verdadera eficacia; su misma repetición indicaba que no lograban dar al hombre la seguridad de una conciencia limpia.

El sacrificio de Cristo no podía ser de este género. Las víctimas y los ritos de las religiones antiguas eran siempre exteriores al hombre; al no poder representarlo de verdad, no lo comprometían más que parcialmente. Eran símbolos imperfectos de la entrega interior a Dios. El verdadero sacrificio, el que purifica al hombre y hace agradable a Dios es la misma entrega total y sin condiciones. En esto consiste el sacrificio de Cristo.

Es fácil, sin embargo, hacerse ilusiones sobre esa entrega. Sólo en situaciones límite se comprende la dureza de la exigencia. Cristo se encontraba en la típica situación-límite: la muerte, fracaso existencial supremo, lo amenazaba; muerte prematura, judicial, ignominiosa; no la muerte del héroe ni la del filósofo, sino la del malhechor.

Pero Cristo no huye, se refugia en Dios. Le ofrece su angustia, sin hipocresía, pidiendo que se aleje la prueba (Mc 14,36 y parals.). Recurre, lleno de confianza, "al que podía salvarlo de la muerte" (Heb 5,7), y Dios lo escucha. El ofrecimiento es sacrificio, la escucha es aceptación.

Cristo, en medio de su angustia suma y tristeza profunda (Heb 5,7), asume su situación trágica en una oración confiada y sumisa: "No se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú" (Mc 14,36).

Pero, ¿en qué sentido puede decirse que Dios lo oye, si Cristo pedía ser liberado de la muerte? Para entender esto hay que considerar la dinámica de la oración. Al verdadero creyente le importa siempre más la relación con Dios que la obtención de una gracia determinada. Su entrega a Dios no es mercenaria, sino filial; cuanto más profunda sea su fe, más total será su confianza en el amor que Dios le tiene. Propondrá su petición convencido de que Dios lo escucha, pero no plenamente seguro de que lo pedido es lo mejor para él, al menos en la manera como desea que se verifique. Lejos de poner condiciones a su relación con Dios, entrará en dálogo con él; al ir despertando su confianza, la petición inicial se irá subordinando a la vountad de Dios y tomando forma según ella, hasta llegar a identificarse con el designio del que desea sólo nuestro bien.

La angustia y la urgencia de la petición pueden ser tales, que la oración tome el aspecto de una lucha. Estas son las crisis decisivas de la existencia. Cristo se ofrece a sí mismo (Heb 7,27; 9,14), y en el momento de la crisis suprema, cuando está en juego su propia vida, se adhiere sin reservas a la intención de Dios, que él asimila como propia. Dios lo escucha, haciendo que "con su muerte redujera a la impotencia al que tenía dominio sobre la muerte" (Heb 2,14).

El sacrificio consiste, por tanto, en aceptar la propia existencia, con su dolor y su tragedia, y ofrecerla a Dios en el diálogo. Tal es la consagración sacerdotal de Cristo, radicalmente distinta de la consagración ritual del Antiguo Testamento. El sacerdocio de Cristo no se recibe ni se ejercita con ritos: han terminado las víctimas de animales y las ofrendas de flor de harina, el nuevo y definitivo sacrificio consiste en ser lo que Dios quiere..., holocaustos y víctimas expiatorias no te agradan; entonces dije: Aquí estoy yo para hacer tu voluntad, Dios mío" (Heb 10,5-7).

El sacrificio es fidelidad en las llanuras y en los desfiladeros, ojo avizor que espía las señales de Dios, a veces lucha y dolor deseando su victoria por encima del querer humano.

Las expresiones que la Carta a los Hebreos aplica a Cristo: "...oraciones y súplicas... a gritos y con lágrimas" (5,7), son una alusión global a la pasión entera; el autor la presenta como una intensa oración, que la convierte en sacrificio. Cristo acepta como suya la voluntad del Padre y se ofrece en sacrificio personal y libre. Dios lo escucha, dándole una vida gloriosa y confiriéndole el título que supera todo título, "el Señor" (Flp 2,11).

No fue el suplicio material de la cruz el que redimió al mundo; muchos hombres han muerto crucificado. La cruz fue la expresión suprema de la libertad y del amor al Padre y a los hombres. Su muerte sucedió una vez (Heb 7,27; 9,12 10,10); en cambio, el amor de Cristo, que llegado entonces a su plenitud fue su sacrificio y su acto sacerdotal, permanece para siempre (Heb 7,24); todo otro sacrificio, si no está unido al suyo, es inútil. Los conatos de todas las religiones por alcanzar a Dios se han cumplido en Cristo.

La muerte de Cristo es un sacrificio de solidaridad; mostró a los hombres la inmensidad del amor que Dios les tiene y salvó el género humano. Él, hombre como nosotros en todo, excepto en el pecado, cambió en sí mismo la naturaleza humana.

No hay comentarios:

Publicar un comentario