En el Nuevo Testamento solamente el autor de la Carta a los Hebreos aplica a Cristo el título de sacerdote. Los evangelios, los Hechos de los Apóstoles, san Pablo, las Epístolas católicas o el Apocalipsis no ponen a Cristo en conexión con la institución sacerdotal del Antiguo Testamento ni lo llaman sacerdote en ningún sentido nuevo.
Las Cartas de san Pablo no emplean nunca el vocablo sacerdote. Parece que lo esquivan; para él, que tan ardientemente propugnaba la novedad del “camino del Señor” (Hch 18,25), las instituciones cultuales antiguas apenas si daban pie a paralelos cristianos o a desarrollos doctrinales. En su aspecto sacerdotal, la antigua ley no ofrecía a Pablo elementos válidos que transmitir al Israel de Dios. Como acabamos de ver, emplea el vocabulario ritual, pero designa con él la vida cristiana en toda su amplitud, desde la entrega a Dios por la fe hasta la colecta de las limosnas.
En los evangelios llama Cristo sacerdotes a los que oficiaban en el templo (Mc 1,44 y paral.; 2,26 y paral.); y usa la figura de un sacerdote para ejemplificar polémicamente la parábola del samaritano.
Los evangelistas no se apartan de este modo de hablar; Lucas llama sacerdote a Zacarías, padre del Bautista (Lc 1,5.8.9), y Juan recuerda la comisión de sacerdotes y clérigos de Jerusalén que van a informarse sobre la identidad de Juan Bautista (Jn 1,19).
En los Hechos de los Apóstoles no sólo intervienen sacerdotes judíos (4,1), muchos de los cuales aceptaban la fe (6,7), sino que se menciona a un sacerdote pagano, encargado del templo de Zeus en la ciudad de Listra (14,13).
El título “sumo sacerdote”, concedido por Alejandro Seleúcida a Jonatán en 152 a.C (1 Mac 10,20), designa en los evangelios y en los Hechos al jefe religioso de Israel y, en plural, a los miembros de la aristocracia sacerdotal, de cuyas familias se elegía el sumo sacerdote. En la Carta a los Hebreos se aplica el título a Cristo y al sumo sacerdote judío.
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