domingo, 7 de marzo de 2010

Cap II. SACERDOCIO Y SOLIDARIDAD.

Cristo, el nuevo sacerdote, derriba las barreras de la separación. Primero, la del linaje. Cristo no nace de la tribu de Leví, no es descendiente de Aarón. Aboliendo la exclusividad, abre el sacerdocio a todo hombre, por encima de las fronteras étnicas.

Por eso la Carta a los Hebreos insiste sobre su comunidad de origen con los demás hombres: "el que consagra (sacerdote) y los consagrados son del mismo linaje" (2,10), "los hijos (de una familia) tienen en común la misma carne y sangre, por eso él también particípó de la nuestra" (2,14), "no rehúye llamar hermanos a los hombres" (2,12).

Desaparece la consagración ritual. Cristo no necesita ritos para llegar a su sacerdocio. Como afirma la Carta a los Hebreos, los ritos eran ineficaces: "Pues, poseyendo la Ley sólo una sombra de los bienes definitivos y no la imagen misma de lo real, con los sacrificios, siempre los mismos, que ofrecen indefectiblemente año tras año, nunca puede transformar a los que se acercan. ¿O es que no dejarían de ofrecerse si los que practican el culto quedasen purificados de una vez y perdiesen toda conciencia de pecado? Por el contrario, en esos sacrificios se recuerdan los pecados año tras año. Es que es imposible que sangre de toros y cabras quite los pecados" (10,1-4). "Los sacerdotes están todos de pie cada día celebrando el culto, ofreciendo una y otra vez los mismos sacrificios, que son totalmente incapaces de quitar los pecados" (10,11).

En fin de cuentas, los antiguos ritos eran ineficaces. Por eso la consagración de Cristo no fue ritual, sino existencial: consistió en la perfección a la que llegó su humanidad como resultado de su fidelidad total a la voluntad del Padre y de la aceptación de su muerte para cumplir el encargo de Dios (5,7-11). El término "perfección" (teléiosis) se usa en el Antiguo Testamento griego para designar la consagración sacerdotal de Aarón, y significa madurez total, realización plena. Esa transformación de su ser constituyó la consagración sacerdotal de Cristo.

En Cristo, finalmente, la fidelidad a Dios no exige nunca romper con los hombres. Al contrario, la esencia de su sacerdocio es la misericordia, la comprensión para las debilidades ajenas. Por eso tenía que parecerse en todo a sus hermanos: "Pues por haber pasado él la prueba del dolor, puede auxiliar a los que ahora la están pasando" (Heb 2,17-18). Aparte el pecado, fue probado en todo, como nosotros; puede así compadecerse de nuestras debilidades: "Acerquémonos, por tanto, confiadamente al tribunal de la gracia, para alcanzar misericordia y obtener la gracia de un auxilio oportuno" (Heb 4,15-16).

Este es el Jesús que presentan los evangelios, el que se sentaba a la mesa con ladrones y descreídos (Mt 9,10-13), el que nunca reprochaba a los pecadores a menos que pretendieran, como los fariseos, canonizar sus vicios.

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