lunes, 28 de septiembre de 2009

CAP.I.I.3 Visión cristiana.

Cap.I.I.3
Visión cristiana.

Según el Nuevo Testamento, por el contrario, Dios no necesitaba reconciliarse, pues siempre había amado al hombre; era el hombre quien precisaba desembarazarse de su pecado y hacerse capaz de relación con Dios. Pero, reducido a la impotencia por su propio pecado, se debatía en una maraña sin remedio. Roto el puente con Dios, no había piedras en el mundo para rehacerlo.

Entonces Dios interviene por medio de Jesucristo. Intentaban las religiones aplacar a Dios, conseguir que depusiera su ira y se reconciliase con el hombre. Sucede exactamente lo contrario: ante la impotencia del hombre, Dios toma la iniciativa y reconcilia al hombre consigo; “todo eso es obra de Dios, que nos reconcilió consigo por medio de Cristo… Dios estaba en Cristo reconciliando el mundo consigo, cancelando la deuda de los delitos humanos” (2 Cor 5,18-19); “cuando éramos enemigos, la muerte de su Hijo nos reconcilió con Dios” (Rom 5,10).

La reconciliación presuponía liberar al hombre esclavizado. Con este fin envía Dios a su Hijo, Jesucristo, hombre como nosotros en todo, excepto en el pecado (Heb 4,15). Para abrir la puerta de la prisión hacia falta uno libre. El hombre, a las órdenes del pecado, no tenía libertad de opción. Jesucristo, exento de culpa, la tuvo. Él, representante de la raza entera, pudo tomar una decisión frente a Dios y a sus hermanos, y su opción fue de amor total, mostrado en la fidelidad a la misión que el Padre le había confiado. Llegó a la cima al enfrentarse con la muerte, consecuencia ineludible del conflicto entre la verdad y amor de Dios que él revelaba y la maldad del mundo que lo rechazó. En su aceptación de la muerte identificó Cristo su ser con la obediencia a Dios y curó en sí mismo la naturaleza humana, infectada de la rebeldía del pecado.

En Cristo vuelve el hombre a la salud, pasa de la esfera del mal a la del bien y cesa de estar bajo la “ira”; entra en la “gracia”, Dios lo mira con agrado.
El nuevo Adán empieza la humanidad nueva y la hace posible a los demás hombres. Él es el único, el Hijo, pero, al mismo tiempo, el primero de muchos hermanos, los que siguen sus huellas y le obedecen. Es el jefe de fila de los que muestran, con el servicio humilde y sacrificado, lo que es el amor de Dios al mundo que muere de su falta.

CAP.I.I.3 Visión precristiana.

Cap.I.I.3
Visión precristiana.

Siempre había gravitado sobre el hombre el peso de la culpa. Ya en las antiquísimas oraciones acádicas se encuentran letanías penitenciales, que gotean la angustia del pecado:

Muchos son mis pecados, Señor, graves mis faltas.
Muchos son mis pecados, dios mío, graves mis faltas.
Muchos son mis pecados, diosa mía, graves mis faltas.
Muchos son mis pecados, dios que conozco o que no conozco, graves mis faltas.
¡Apláquese tu corazón, como el de la madre que me dio a luz!.
Citado por P.Ricoeur, La symbolique du mal, 53.

De muchos modos había intentado el hombre reconciliarse con Dios; súplicas, austeridades, sacrificios; la trama de las religiones o de las prácticas ascéticas estaba entretejida con el deseo de aplacar a la divinidad. Incluso los judíos, que poseían la más alta revelación divina, hablaban de reconciliarse con Dios: “Quiera Dios hacer las paces y escuchar vuestras súplicas; ojalá se reconcilie con vosotros y no os abandone en el momento malo” (2 Mac 1,4; véase 8,29).

CAP.I.I.3 La LIberación:reconciliación con Dios. La "ira" de Dios.

Cap.I.I.3
La Liberación: reconciliación con Dios.
La “ira” de Dios.

El pecado, ruptura con los hombres y con Dios, pesaba sobre la humanidad entera. Tal es la afirmación de san Pablo: “Todos, judíos y paganos, están bajo el dominio del pecado”, “el mundo entero queda convicto ante Dios” (Rom 3,9-19).

A la hostilidad del hombre correspondía la “ira” o reprobación que “Dios revela, contra toda impiedad e injusticia humana, la de aquellos que reprimen con injusticias la verdad” (Rom 1,18). La “ira de Dios”, sin embargo, no es una pasión como en el hombre; esa expresión simbólica designa la inflexible resistencia de Dios al mal y su determinación de arrasarlo en cualquier forma que se presente. Dios no hace pactos con la maldad, que será implacablemente destruida; el reino de Dios es el reino del bien absoluto. Al expatriarse el hombre a la zona maldita del pecado, cayó bajo la “ira” de Dios y estaba destinado a la ruina.

CAP.I.I.2 Pecado original.

Cap.I.I.2
Pecado Original.

¿Existe en cada hombre una realidad de pecado anterior a la situación pecadora que él se crea? Entramos con esto en la cuestión del pecado original, que consideramos en cada individuo concreto. Puede describirse como la propensión al mal que precede y condiciona el uso de la libertad.

¿De dónde le viene al hombre esa propensión? Mientras se creyó en la historicidad literal de la narración del Génesis, se buscaron nexos causales entre la culpa de Adán y la “mancha” en sus descendientes. Si se considera el relato como un símbolo que describe la realidad de cada hombre, hay que renunciar a las teorías de transmisión fisiológica. La innegable tendencia al egoísmo puede tener su origen en el ambiente y ser resultado de la educación. La sociedad en que nacemos no es vehículo de verdad y de amor, sino atmósfera de corrupción y egoísmo. Desde la cuna empieza el niño a absorber actitudes, ejemplos y principios egoístas e insinceros; cuando llega al uso de razón está ya condicionado, posee una componente psicológica que influirá perversamente en sus decisiones. Esa oblicuidad del espíritu es para cada individuo su pecado original. Cada maldad concreta la ratifica y la refuerza.

Siguiendo a P. Ricoeur (La symbolique du mal, 239-243) podemos apuntalar esta teoría con el relato del Paraíso, atendiendo al significado de la serpiente. De manera al parecer incongrua, surge en pleno estado de inocencia un ser malo, un animal, símbolo de las potencias abismales. No es difícil ver en la serpiente la objetivación del mal deseo, la proyección exterior, en forma de seductor que incita al mal, de la tentación que está dentro del hombre. Pero el símbolo descubre además otra dimensión; antes que el hombre peque está presente el mal; en frase de Ricoeur, “el mal no es sólo acto, es tradición”; sale a nuestro encuentro en la ruta, vive entre nosotros; no lo inventamos, nuestros actos lo continúan.

Ricoeur ve un tercer aspecto en la serpiente, agente de las fuerzas oscuras: el mal objetivo del universo, los absurdos inexplicables del daño físico e irracional, la indiferencia de lo creado ante el dolor, la crueldad inconsciente de los seres. Motivo de escándalo para el hombre, lo pone en la tentación de incredulidad, desesperanza y dejadez.

El segundo de estos aspectos, el del mal circunstante, ilumina una realidad del pecado comentada por H. Cox (On Not Leaving It to the Snake, Toronto 1969, IX-XIX). El pecado no es únicamente la violación arrogante de un entredicho, es también una cesión de la dignidad propia; el hombre se deja llevar o arrastrar por el ambiente, por la insinuación, la hábil propaganda o la orden monstruosa. No actúa con decisión y responsabilidad propias, las descarga en otro: “La mujer que me diste por compañera”; “la serpiente me ha engañado”.

También el mal absurdo del universo puede inducir al hombre a la abdicación; concluyendo que nada tiene sentido, renuncia a la responsabilidad.

CAP.I.I.2 Conversión.

Cap.I.I.2
Conversión.

Por sus propias fuerzas no puede el hombre salir de su situación de pecado ni rectificar su vida para encontrar de nuevo a Dios. No basta una decisión de la voluntad, la cuestión es más compleja. Al menos en sus mejores momentos puede desear el bien, pero cuando comienza a obrar tropieza con su propia inconsecuencia. Se encuentra sometido a una especie de embrujo que le quita la libertad de acción. Esa es la angustia que describe san Pablo: “Estoy vendido como esclavo al pecado. Lo que realizo, no lo entiendo, pues lo que yo quiero eso no lo ejecuto y, en cambio, lo que detesto eso lo hago…, porque el querer lo excelente lo tengo a mano, pero el realizarlo no…, cuando quiero hacer lo bueno me encuentro fatalmente con lo malo en las manos. En lo íntimo, cierto, me gusta la ley de Dios, pero en mi cuerpo percibo unos criterios diferentes que guerrean contra los criterios de mi razón y me hacen prisionero de la ley del pecado que está en mi cuerpo… En una palabra, yo, de por mí, por un lado, con mi razón, estoy sujeto a la ley de Dios; por otro, con mis bajos instintos, a la ley del pecado” (Rom 7,14-25).

Ese poder externo, o proyectado al exterior, que tiene dominado al hombre se llama en san Pablo “el pecado”, en san Juan “el demonio” o “el jefe de este mundo”. El hombre no es terreno neutral donde se combate la batalla entre el bien y el mal; está vendido al mal. Sólo un poder más grande, capaz de romper sus cadenas, lo librará de la esclavitud.

Cuando éste se acerca, puede el hombre esperar su libertad. Su esfuerzo, hasta entonces vano, se siente aupado por un brazo más fuerte. La conexión aparece en la primera proclamación de Jesús: “Arrepentíos, que el reinado de Dios está cerca” (Mt 4,17).

Arrepentirse significa reconocer confiadamente ante Dios la propia indigencia, confesar el propio atolladero. Sólo este aspecto describe san Juan, que nunca usa los términos “conversión” o “arrepentimiento”: “Si reconocemos nuestros pecados, Dios que es fiel y justo, perdona nuestros pecados y además nos limpia de toda injusticia” (1 Jn 1,9).

Arrepentimiento denota para muchos un acto de la sola voluntad humana que cambia el rumbo de la vida, permitiendo volver a Dios y cumplir su voluntad en el futuro. El cristiano no se promete tanto; reconocer el propio pecado significa para él confesarse incapaz de desarraigarlo, reconocer la derrota y ponerse en manos de Dios; él se encarga de perdonar y limpiar.

Dios no es legalista, le interesan más las personas que sus acciones; por las acciones decide un buen juez, no el Padre; éste quiere salvar al hijo a toda costa; no reserva recriminaciones ni pecado alguno es obstáculo al perdón inmediato. Basta recordar el caso de la pecadora en casa de Simón (Lc 7,36-50) y el del ladrón en la cruz (Lc 22,39-43). Cuando el hijo pródigo vuelve, no se le dirigen reproches, se organiza la fiesta.

CAP.I.I.2 Pecado y prójimo.

Cap.I.I.2
Pecado y prójimo.

El pecado es rumbo equivocado, actitud torcida; egocentrismo que intenta hacer a los demás satélites del propio yo; cautividad de la propia pequeñez, indigencia y desorden; alienación que fabrica ídolos con barro de proyecciones humanas.

Se traduce en hostilidad contra Dios y su imagen, el hombre. Los egoísmos individuales envenenan la vida social y se plasman en explotación, rivalidad, injusticia, crueldad, desprecio. De hecho, la actitud hacia el hombre delata la actitud hacia Dios. La calidad de la primera es índice de la segunda.

Por eso el evangelio, oponiéndose a los antiguos encasillados de lo puro y lo impuro, coloca la impureza del hombre en la maldad con otros: “Los designios perversos, los homicidios, adulterios, inmoralidades, robos, testimonios falsos, calumnias; eso es lo que mancha al hombre” (Mt 15,19-20).

La actitud hacia el prójimo es decisiva para la vida eterna. Cuando el joven rico pregunta qué mandamientos debe cumplir para conseguirla, Jesús menciona solamente los que se refieren al prójimo: “No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre y ama a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 19,18-19).

El comportamiento con los enemigos mostrará si uno es hijo de Dios: “Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para ser hijos de vuestro Padre del cielo, que hace salir sus sol sobre malos y buenos y manda la lluvia sobre justos e injustos. (Mt 5,44-45).

Por eso Cristo corrige al jurista que le pregunta por el mandamiento principal de la ley, señalándole que hay dos, no uno; que amor a Dios y al prójimo son inseparables: “Amarás al Señor tu Dios… Este es el mandamiento principal y el primero. Pero hay un segundo no menos importante: amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 22,37-39).

Que el hombre puede encontrar a Cristo sin saberlo, lo enseñan varios episodios evangélicos. María Magdalena pensaba estar hablando con un hortelano, hasta que Jesús se le dio a conocer (Jn 20,11-18). Los discípulos de Emaús recorrieron un largo trecho con un forastero desconocido, que reveló su personalidad sólo al partir el pan (Lc 24,13-35). No se trata de piadosa meditación, está explícitamente aseverado en la descripción del juicio final: “Me disteis de comer” (Mt 25,35). Y ante el pasmo de los de la derecha, que no tendrán conciencia de haberlo visto nunca, el rey les explicará; “Cada vez que lo hicisteis con uno de esos hermanos míos más humildes, lo hicisteis conmigo” (Mt 25,40).

El hombre encuentra a Dios en el hombre. Esto no quita que Dios “ilumine los ojos del alma” (Ef 1,17) y “haga que Cristo habite por la fe en lo íntimo” del hombre (Ef 3,17); pero si esa llama que se enciende “en lo escondido” (Mt 6,4) no da calor afuera, es ilusoria. La voluntad del Padre, cuya plena realización será su reino, es que los hombres sean hermanos.
Por eso el hombre ofende a Dios en el hombre. A Dios no puede tocarlo; pero puede herirlo en su imagen, y él toma como propias las ofensas a su criatura. En el grito del hombre se oye el acento de Cristo: “Tuve hambre y no me disteis de comer” (Mt 25,42).

lunes, 21 de septiembre de 2009

CAP.I.I.2. El no creyente.

Cap.I.I.2.
El no creyente.

¿Cabe considerar la fe como condición indispensable para una vida humana? La fe cristiana ciertamente no. En el pasaje de san Pablo, comentado antes, el apóstol suponía que, reconociendo a Dios, los paganos habían podido vivir en una sociedad más justa. Pocos estarán en desacuerdo con la afirmación de que el hombre puede salvarse fuera del cristianismo, si es fiel a la partícula de revelación divina a él asequible.

En nuestros días, sin embargo, el problema se plantea con una agudeza desconocida para Pablo. Existen no pocos hombres, en todo escalón de cultura, que se profesan ateos. Por otra parte, la experiencia muestra que no se les puede acusar fácilmente de ser inmorales, explotadores, agresivos, deshonestos. Muchos son personas respetables, algunos incluso han sabido sacrificarse por un ideal de solidaridad humana. ¿Qué pensar ante estos casos?

Notemos en primer lugar dónde está el problema. No se discute si el hombre puede serlo plenamente por sus propios recursos; el cristiano cree que no, que necesita la ayuda de Dios. La cuestión se limita a dilucidar si los confines de la acción de Dios coinciden con las fronteras de la creencia en él. Los hechos parecen negarlo; las iniciativas, individuales o sociales, en favor del hombre muestran el suave impulso de Dios que promueve su reino; y en ellas intervienen hombres que se declaran despreocupados de los trascendente.

Si admitimos estos casos, ¿cuál sería para el hombre la garantía de normalidad, el camino del perfeccionamiento? Descartada por hipótesis la profesión de una fe, no quedan sino la fraternidad y la ayuda a su semejante. Quien secunda la acción divina a favor del hombre realiza en sí la imagen de Dios. Para creyente y no creyente, la condición de normalidad y desarrollo es la misma: amar al prójimo. Como lo decía san Pablo: “Quien ama tiene cumplido el resto de la ley” (Rom 13,8), la conozca o no.

El proceso del pecado que Pablo muestra en Rom 1 no debe, por tanto, considerarse como el único posible. El pecado puede ensañarse con el hombre antes de atreverse con Dios; y en sentido contrario, la salvación puede empezar sanando la relación con el prójimo, y en ella encontrar, más o menos explícita, la relación con Dios.

En todo caso, la fe es un profundo misterio. No parece demasiado afirmar que el hombre dispuesto a la ayuda desinteresada o entregado al bien de la humanidad está movido por una fe; si la formula, podrá usar un lenguaje teísta o simplemente humano: fe en el hombre, en la libertad o en el progreso. Pero la fe no debe juzgarse siempre por sus fórmulas, condicionadas por la educación e historia de cada uno. La fe sedicente teológica que en la vida prescinde de prójimo no atina con Dios; una fe humana que se dedica al bien de los demás es muy posible que, nebulosa u oscuramente, alcance al Dios escondido.

Para avanzar, el hombre necesita de Dios, pero no es indispensable la fe teológica. Para ayudar al hombre, Dios no pone condiciones, ni siquiera la fe; no quiere que el hombre crea y lo ame por motivos interesados. Ningún cálculo debe empañar la alabanza y la gratitud.

CAP.I.I.2 Fe y desarrollo humano.

Cap.I.I.2
Fe y desarrollo humano.

Para el creyente, la recta relación con Dios es condición de normalidad y desarrollo. Sabe que es esencia del hombre ser criatura, es decir, no existir por sí mismo, sin por otro. Más aún: según el Génesis, pertenece a la esencia del hombre ser imagen de otro más grande que él y, en consecuencia, a menos que se reconozca como imagen no podrá entenderse a sí mismo. Su modelo es Dios, por eso su ser es un misterio; refleja una luz que no es suya, su fisonomía tiene rasgos que no fueron modelados con tierra. No puede definirse sin incluyendo a Dios en la definición. No encuentra su identidad si no es por referencia al que lo hizo.

En su búsqueda de Dios, el hombre lo ha caracterizado de maneras muy diferentes. Al principio, como fuerza aterradora y misterio fascinador. Cada pueblo, sin exceptuar a Israel, atribuyó a Dios los rasgos de la personalidad social más estimada o añorada. Cuando la potencia militar era condición para sobrevivir, se describió a Yahvé como al Dios-guerrero que conducía sus huestes a la victoria. Instalados en la tierra prometida, en el período sedentario que corrompía a reyes y subalternos, se añoraba a Dios como el juez justo.

Jesucristo revela el rostro del verdadero Dios: es el Padre no sólo en relación con el pueblo, sino también con el individuo. Se aclara la relación del hombre con Dios: es imagen porque es hijo. En su trato con el Padre no entrará ya el terror ni la fascinación primitiva, sino la entrega y el amor. Al revelársele que el padre es amor, entenderá su propio ser: para el hombre, ser es amar; lo que se oponga al amor es no ser. Persiste el misterio del hombre, con sus raíces en Dios, pero no es ya un abismo caótico y tenebroso; siente ahora un dinamismo y una luz que lo llevan a la entrega y al don de sí. Descubre su camino en la escucha y apertura a los otros, en el respeto, conocimiento y amor de su prójimo. Sus fuerzas no le bastan para recorrerlo, pero experimenta un vigor y un impulso que le viene del Padre.

Por eso, condición para la recta relación con Dios es la recta relación con el prójimo. Quien no ama a los hombres, sus hermanos, no puede estar a bien con Dios, el Padre común. San Juan lo expresó con toda claridad deseable: “Si uno posee bienes de este mundo y, viendo que su hermano pasa necesidad, le cierra sus entrañas, ¿cómo va a estar en él el amor de Dios? (1 Jn 3,17).

Individual y socialmente, el único criterio capaz de garantizar al hombre que late en él la vida de Dios es la favorable disposición hacia su prójimo y la solidaridad con él; cuanto más ame de voluntad y de obra, tanto más desarrollará su ser y más acentuado será su parecido con Dios; toda relación con Dios que no tiene en cuenta esta condición es un engaño y, como tal, obstáculo al desarrollo.

domingo, 20 de septiembre de 2009

CAP.I.I.2. Proceso del pecado.

Cap.I.I.2
Proceso del pecado.

En Rom 1,18-32, invectiva apasionada contra el paganismo de su tiempo, san Pablo describe los efectos del pecado. Según su interpretación teológica, éstos se encadenan en un proceso que comienza por la ruptura con Dios. Incrimina a los paganos de no haber reconocido al Dios verdadero, no obstante la evidencia que Dios mismo les había puesto delante (1,19); y consecuencia de rechazar a Dios fue dar culto a la criatura, cambiando al Dios verdadero por uno falso (1,25).

El dios falso es el hombre mismo, que proyecta al exterior sus propias facultades o energías y las materializa en una estatua, institución, slogan o ideología. Este es el ídolo que plasma su alienación, lo erige en valor supremo y rinde homenaje a ese dios, obra de sus manos, futilidad, vacío.

La etapa siguiente es la ruptura con el prójimo; volver la espalda a Dios desemboca en la hostilidad contra el hombre. La lista de maldades que acumula Pablo es aterradora: “injusticia, perversidad, codicia y maldad; plagados de envidias, homicidios, discordias, fraudes, depravación; son difamadores, calumniadores, hostiles a Dios, insolentes, arrogantes, fanfarrones, con inventiva para lo malo, rebeldes a sus padres, sin conciencia, sin palabras, sin entrañas, sin compasión (1,29-31).

Esta depravación se atribuye a “su falta de juicio”, causada por su negativa a Dios (1,28). El pecado altera la visión, deformando la realidad de uno mismo e impidiendo ver el mundo como es: el ojo está enfermo (Mt 6,22-23). Trastrueca los valores y hace aprobar el mal; “conocían bien el veredicto de Dios, que los que se portan así son reos de muerte, y, sin embargo, no sólo hacen esas cosas, sino además aplauden a los que las hacen” (1,32).

Señala también san Pablo la etapa de la justificación intelectual del error, que elabora sofismas intrincados para apoyarse: “Su razonar se dedicó a vaciedades… pretendiendo ser sabios, resultaron unos necios, que cambiaron la gloria de Dios inmortal por imágenes de hombres mortales, de pájaros, cuadrúpedos y reptiles (1,21-23).

Este pasaje de la Carta a los Romanos muestra la actividad destructora del pecado: rompe la relación con Dios, ofusca el juicio, aliena al hombre haciéndolo idólatra y emponzoña con el fraude y el crimen la sociedad humana.

CAP.I.I.2. Símbolos del Pecado.

Cap.I.I.2.
Símbolos del pecado.


La desoladora realidad del pecado se expresa con símbolos diferentes. El primero es el camino errado. El pecado es una desviación, entrar por una senda que no lleva al objetivo, la desviación degenera en extravío, que no sabe encontrar el sendero recto; el extravío conduce a la perdición. Un acto o serie de actos llevan a un callejón sin salida que acaba en la ruina. Es el camino de lo negativo, de la desintegración. La acción de Dios es creadora, positiva, la del pecado, destructora.

Caminando hacia la muerte, el hombre descarriado se aleja de Dios que es la vida; no se entiende a sí mismo, pues obra contra su sed de vivir; no se siente solidario de los demás, rivales de su egoísmo. Va menguando, disminuyéndose, camino del no ser.

Otro símbolo del pecado es la esclavitud o cautividad bajo un poder exterior. San Pablo lo presenta como un tirano que somete al hombre a sus deseos, haciéndolo instrumento para el mal (Rom 6,12-13). Es una fuerza que aísla y acapara, bloqueando los puentes. Como la desviación inicial degeneraba en extavío ciego, también la esclavitud procede de un acto voluntario, que san Pablo define como “ponerse al servicio de un dueño” (Rom 6,16); su desenlace será la condena a muerte.

Puede representarse también el pecado como una enfermedad, un virus que mina las fuerzas del hombre, impidiéndole ser él mismo. La infección coincide con la abdicación de la libertad: la adhesión del libre arbitrio al mal lo enferma, y el hombre se encuentra afectado por un morbo que no puede eliminar por sí mismo.

Los tres símbolos: extravío, cautividad e infección, indican que el pecado es un principio de muerte, una situación o actitud que produce error, desequilibrio, aislamiento, decadencia: “El pecado paga con muerte” (Rom 6,23).

lunes, 14 de septiembre de 2009

CAP I.I.2. El pecado del mundo, obstáculo al reino de Dios.

2. El pecado del mundo, obstáculo al reino de Dios.

El obstáculo al designio de Dios es el pecado. Para definirlo podemos utilizar un pasaje donde san Pablo expone la exigencia creada por la muerte de Cristo: “Murió por todos, para que los que viven ya no vivan más para sí mismos, sino para el que murió y resucitó por ellos” (2 Cor 5,15).
Si la redención reclama que el hombre no viva más para sí mismo, cabe deducir que el pecado consistía precisamente en que el hombre, centrado en sí mismo, se había constituido en su propio dios. En consecuencia, su vida entera gravitaba en torno al propio interés, a la propia satisfacción. Cerrándose en sí, rompe con Dios y con los demás; con Dios, porque usurpa su puesto; con los demás, porque los subordina a sus propios fines.
La misma exigencia se enuncia en el evangelio: “El que quiera venirse conmigo reniegue de sí mismo” (Mt 16,24). Renegar significa quebrar voluntariamente un vínculo de fidelidad o adhesión, a la religión o a la patria, por ejemplo. Supone cambio de lealtad, trueque de banderas. Seguir a Cristo exige bajar de la hornacina el propio yo, dejar de considerarse como centro y valor supremo. Egoísmo y egocentrismo son la negación del evangelio.

domingo, 13 de septiembre de 2009

CAP I.I.1. Nuevo plan en los Evangelios.

Cap I.
I.
1. Nuevo plan en los evangelios.

La realidad futura, cumplimiento del designio divino, se llama en los evangelios “el reinado de Dios”; para evitar la mención del nombre según la costumbre judía, san Mateo la llama de ordinario “el reino de los cielos”.
En su plenitud, el reino de Dios es una realidad futura. Desde el futuro tira del presente, lo orienta y le da sentido. Dios había intervenido en la historia para ir realizando su designio, y Juan Bautista anuncia la intervención decisiva: “Ya llega el reinado de Dios” (Mt 3,2); se ha acercado tanto, que está presente y actúa en la persona de Jesús (Mt 12,28), y coloca al hombre ante la necesidad ineludible de la decisión. Ese reinado es la vida (Mt 7,14), la nueva edad del mundo (12,32).
Los judíos contemporáneos de Jesús concebían el reinado de Dios como un alzamiento que vindicaría los derechos de Israel y expulsaría al invasor. Jesús rechazó tan violentamente este modo de ver, que en la tercera tentación (Mt 4,8-10) lo calificó de diabólico. Para él no consiste el reinado de Dios en una insurrección política, sino en que la voluntad de Dios, Padre de todos los hombres, se cumpla en la tierra (Mt 6,9; 13,43).
En el evangelio de Juan, el reinado de Dios, revelado por Jesús el Mesías, es un poder espiritual cuyas armas son la verdad y el amor; avanza manifestando a los hombres el amor creador de Dios; sus criaturas son hombres nuevos, nacidos de lo alto.
La creación del mundo y el envío de los profetas habían sido signos de ese amor; pero su manifestación plena se verifica con Jesús el Mesías. Y para los que reciben lo que Dios ofrece en Cristo, se hace posible una vida nueva, sustentada por Dios, que es vida eterna. En ella, el mandamiento es uno: “Amaos unos a otros como yo os he amado” (Jn 15,12).

CAP I.I.1. Nuevo plan en Isaías.

CAP I.
I.
1. Nuevo Plan en Isaías.

Isaías expresa con símbolos diversos el mundo de paz que Dios realizará. Será obra de un personaje misterioso, el Siervo de Yahvé, cuya actividad, universal y liberadora (49,6-7; 42,7), resultará en una sociedad gobernada por el derecho y la justicia (42,3-4).
En ese mundo nuevo será desconocida la violencia no sólo entre los hombres, sino entre todos los seres de la creación y entre éstos y el hombre. Isaías expresa esa armonía con imágenes paradisíacas:

Habitará el lobo con el cordero,
la pantera se tumbará con el cabrito,
el novillo y el león pacerán juntos,
un muchacho pequeño los pastorea (11,6-7).

La paz será fruto del conocimiento de Dios, que inundará la tierra “como las aguas colman el mar” (11,9). Un aliento de lo alto que se derramará sobre el mundo hará que la naturaleza pase de hostil a amiga, de desierto a vergel frondoso; en él habitará una sociedad próspera y justa, en paz perpetua (32,15-18).
Tan extraordinario y sorprendente será el resultado de la acción de Dios, que se describe como nueva creación, cielo nuevo y tierra nueva. Los sinsabores pasados caerán en el olvido, el gemido y el llanto cesarán; el pueblo será gozo y su ciudad alegría.
Recalca Isaías la universalidad de la salvación: Dios vendrá a reunir a las naciones de toda lengua, enviando mensajeros a todos los países, hasta las costas lejanas que nunca oyeron su fama ni vieron su gloria (66,18-19).
Estas descripciones poéticas ilustran el designio y la promesa de Dios: vida plena, próspera, libre de angustia y de violencia, del hombre reconciliado con su semejante, con la naturaleza y con Dios. En otras palabras, la felicidad humana en una sociedad de paz y de alegría.

CAP I. I. 1. Nuevo Plan.

CAPÍTULO I
I
1. Nuevo plan.

Con Abrahán empieza Dios su nuevo plan para salvar al mundo entero; le promete que todas las familias del mundo usarán su nombre para bendecirse (Gn 12,3); alborea la esperanza. Dios quiere destruir el mal, pero sin destruir al hombre; elige a Abrahán para penetrar en la humanidad pecadora e irla liberando de la maldición primera. Su obra se abre camino lentamente, incorporada en la historia de un pueblo.
Pero el propósito oculto de Dios, el modo como iba a realizar la salvación, se revela sólo con Cristo: su sangre en la cruz ha de crear la paz en el universo entero y así quedará el mundo reconciliado con Dios (Col 1,20). El designio secreto de Dios, que debía realizarse cuando madurasen los tiempos, “era llevar a la unidad el universo por medio de Cristo, lo terrestre y lo celeste” (Ef 1,10).
Todos los hombres, por tanto, lo sepan o no, encuentran su vínculo de unidad en Cristo. La unidad es el designio de Dios para el mundo; su instrumento es la historia.
Unidad entre los hombres significa paz. Vocablo maltratado en nuestros días, sinónimo a veces de mera ausencia de conflicto armado y compatible con el duelo económico o la guerra fría entre bastidores diplomáticos. En su sentido pleno, de que aquí se trata, paz significa algo más que cesación de hostilidades o incluso que concordia; equivale a plenitud de vida y comunicación humana.

CAP I. I.EL DESIGNIO DE DIOS.

CAPÍTULO I.

“DICHOSOS LOS QUE TRABAJAN POR LA PAZ”
(Mt 5,9)

PECADO, REHABILITACIÓN, HERMANDAD,
MISIÓN DE LA IGLESIA.

I

EL DESIGNIO DE DIOS.

Dios creó el mundo y le salió muy bien; pasó en revista todo lo que había hecho y vio que era muy bueno (Gn 1,31). En aquel mundo armonioso el pecado introduce la división: odio, injusticia, guerra, muerte. Tal es la explicación que ofrece el Génesis de la presencia del mal en el mundo; y en varias escenas va mostrando la marca creciente del pecado: Caín, el asesino, Lamec, el vengativo, la humanidad corrompida, que perece en el diluvio.
El género humano comienza de nuevo con Noé y su familia, pero el pecado no duerme; sigue corrompiendo al hombre y creando división (torre de Babel), derramando sangre y envenenando las relaciones humanas. Es la historia que ha llegado hasta nosotros.
Este panorama desolador enseña, sin embargo, que el pecado no es ingrediente de la naturaleza humana: es defección, no defecto ingénito; virus, no cromosoma. Ahí residen la posibilidad y esperanza de su curación.

CRISTIANOS EN FIESTA.

Introducción.

Este libro ha nacido de una pregunta: ¿Qué valor tiene y qué representa la celebración cristiana? La cuestión tiene su importancia en esta época de renovación litúrgica, cuando surgen tantas iniciativas y se derrochan tantos esfuerzos para dar significado a la reunión dominical.
Tras bastantes años empleados en estudiar las diferentes tradiciones litúrgicas de la Iglesia, nació el deseo de encontrar sus raíces evangélicas. Una sorpresa nos aguardaba: en los evangelios no aparecen nunca los términos “liturgia”, “culto”, “sacrificio”, “sacerdocio”, referidos a los cristianos. Y los evangelios no son escritos ocasionales como las epístolas, sino obras destinadas a comunicar el mensaje de Cristo, resultado de reflexión prolongada, con finalidad catequética, y redactados, al menos el de Lucas, “después de comprobarlo todo exactamente desde el princpio” (1,3).
Estas omisiones evangélicas obligaban a investigar la índole de la celebración y el lugar que ocupa dentro del marco señalado por Cristo. Leyendo el evangelio y el entero Nuevo Testamento se aprende que Cristo Señor vino a comunicar al mundo la vida de Dios, y que esa vida nueva y eterna ha de embeber y valorizar toda la realidad humana. Se deduce de ello que una celebración cristiana, para legitimarse, debe de algún modo reflejar y expresar esa vida que penetra el ser y la actividad de los cristianos. Queda así dibujado el nexo entre vida y celebración.
Pero tal nexo no se puede limitar a la expresión de lo vivido; como aparece en la eucaristía, la celebración es al mismo tiempo alimento y acicate para lo que queda por vivir. La conclusión, por tanto, debe formularse así: la celebración cristiana es la expresión y el estímulo de la vida cristiana. Si no es expresión de lo que se vive, queda en teatro, y toda reforma o iniciativa litúrgica, por bien intencionada y erudita que sea, acabará en el hastío. Si no fuera estímulo, se reduciría a una expansión momentánea e intrascendente.
Esta conclusión impuso el plan del libro: había que describir en primer lugar los rasgos fundamentales de la vida cristiana, para inferir de ellos las características de la celebración. Sin embargo, dada la riqueza de la vida que Dios comunica, no podía abarcarse su panorama de un solo golpe de vista; por eso hubo que dedicar cuatro capítulos a exponer diferentes aspectos que parecían necesarios, sin excluir otros que no nos han venido al pensamiento o no parecían atañer tan directamente al asunto. Como además cada uno vive su cristianismo según le impulsa el Espíritu y lo instruye su cultura, intentamos ajustarnos a los datos del Nuevo Testamento, a fin de que todo cristiano pueda reconocerse en el espejo que se propone.
Este libro, por tanto, no es un tratado de apologética; no pretende explicar la fe a los que no conocen a Cristo ni responder a las objeciones de los que no creen. Tampoco es un tratado sobre la Iglesia; por eso no entramos en su organización interna. La celebración de las maravillas de Dios es asunto de todos los creyentes y a ellos se dirige el libro. Está escrito por uno que se profesa cristiano. La fe en Cristo es el don supremo, el estado de vida en que se ejerza es secundario; da lo mismo ser judío o griego, esclavo o libre, obispo o fiel, jesuita – como el autor – o casado. No queremos añadir ninguna determinación a esa fe, para que nadie piense que algo puede aumentar su lustre. Nos atenemos al aviso de san Ignacio de Antioquia:

“Quien se llama con otro nombre además de éste no es de Dios (Ad Magn. 10,1).