lunes, 28 de septiembre de 2009

CAP.I.I.2 Conversión.

Cap.I.I.2
Conversión.

Por sus propias fuerzas no puede el hombre salir de su situación de pecado ni rectificar su vida para encontrar de nuevo a Dios. No basta una decisión de la voluntad, la cuestión es más compleja. Al menos en sus mejores momentos puede desear el bien, pero cuando comienza a obrar tropieza con su propia inconsecuencia. Se encuentra sometido a una especie de embrujo que le quita la libertad de acción. Esa es la angustia que describe san Pablo: “Estoy vendido como esclavo al pecado. Lo que realizo, no lo entiendo, pues lo que yo quiero eso no lo ejecuto y, en cambio, lo que detesto eso lo hago…, porque el querer lo excelente lo tengo a mano, pero el realizarlo no…, cuando quiero hacer lo bueno me encuentro fatalmente con lo malo en las manos. En lo íntimo, cierto, me gusta la ley de Dios, pero en mi cuerpo percibo unos criterios diferentes que guerrean contra los criterios de mi razón y me hacen prisionero de la ley del pecado que está en mi cuerpo… En una palabra, yo, de por mí, por un lado, con mi razón, estoy sujeto a la ley de Dios; por otro, con mis bajos instintos, a la ley del pecado” (Rom 7,14-25).

Ese poder externo, o proyectado al exterior, que tiene dominado al hombre se llama en san Pablo “el pecado”, en san Juan “el demonio” o “el jefe de este mundo”. El hombre no es terreno neutral donde se combate la batalla entre el bien y el mal; está vendido al mal. Sólo un poder más grande, capaz de romper sus cadenas, lo librará de la esclavitud.

Cuando éste se acerca, puede el hombre esperar su libertad. Su esfuerzo, hasta entonces vano, se siente aupado por un brazo más fuerte. La conexión aparece en la primera proclamación de Jesús: “Arrepentíos, que el reinado de Dios está cerca” (Mt 4,17).

Arrepentirse significa reconocer confiadamente ante Dios la propia indigencia, confesar el propio atolladero. Sólo este aspecto describe san Juan, que nunca usa los términos “conversión” o “arrepentimiento”: “Si reconocemos nuestros pecados, Dios que es fiel y justo, perdona nuestros pecados y además nos limpia de toda injusticia” (1 Jn 1,9).

Arrepentimiento denota para muchos un acto de la sola voluntad humana que cambia el rumbo de la vida, permitiendo volver a Dios y cumplir su voluntad en el futuro. El cristiano no se promete tanto; reconocer el propio pecado significa para él confesarse incapaz de desarraigarlo, reconocer la derrota y ponerse en manos de Dios; él se encarga de perdonar y limpiar.

Dios no es legalista, le interesan más las personas que sus acciones; por las acciones decide un buen juez, no el Padre; éste quiere salvar al hijo a toda costa; no reserva recriminaciones ni pecado alguno es obstáculo al perdón inmediato. Basta recordar el caso de la pecadora en casa de Simón (Lc 7,36-50) y el del ladrón en la cruz (Lc 22,39-43). Cuando el hijo pródigo vuelve, no se le dirigen reproches, se organiza la fiesta.

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