lunes, 28 de septiembre de 2009

CAP.I.I.2 Pecado y prójimo.

Cap.I.I.2
Pecado y prójimo.

El pecado es rumbo equivocado, actitud torcida; egocentrismo que intenta hacer a los demás satélites del propio yo; cautividad de la propia pequeñez, indigencia y desorden; alienación que fabrica ídolos con barro de proyecciones humanas.

Se traduce en hostilidad contra Dios y su imagen, el hombre. Los egoísmos individuales envenenan la vida social y se plasman en explotación, rivalidad, injusticia, crueldad, desprecio. De hecho, la actitud hacia el hombre delata la actitud hacia Dios. La calidad de la primera es índice de la segunda.

Por eso el evangelio, oponiéndose a los antiguos encasillados de lo puro y lo impuro, coloca la impureza del hombre en la maldad con otros: “Los designios perversos, los homicidios, adulterios, inmoralidades, robos, testimonios falsos, calumnias; eso es lo que mancha al hombre” (Mt 15,19-20).

La actitud hacia el prójimo es decisiva para la vida eterna. Cuando el joven rico pregunta qué mandamientos debe cumplir para conseguirla, Jesús menciona solamente los que se refieren al prójimo: “No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre y ama a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 19,18-19).

El comportamiento con los enemigos mostrará si uno es hijo de Dios: “Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para ser hijos de vuestro Padre del cielo, que hace salir sus sol sobre malos y buenos y manda la lluvia sobre justos e injustos. (Mt 5,44-45).

Por eso Cristo corrige al jurista que le pregunta por el mandamiento principal de la ley, señalándole que hay dos, no uno; que amor a Dios y al prójimo son inseparables: “Amarás al Señor tu Dios… Este es el mandamiento principal y el primero. Pero hay un segundo no menos importante: amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 22,37-39).

Que el hombre puede encontrar a Cristo sin saberlo, lo enseñan varios episodios evangélicos. María Magdalena pensaba estar hablando con un hortelano, hasta que Jesús se le dio a conocer (Jn 20,11-18). Los discípulos de Emaús recorrieron un largo trecho con un forastero desconocido, que reveló su personalidad sólo al partir el pan (Lc 24,13-35). No se trata de piadosa meditación, está explícitamente aseverado en la descripción del juicio final: “Me disteis de comer” (Mt 25,35). Y ante el pasmo de los de la derecha, que no tendrán conciencia de haberlo visto nunca, el rey les explicará; “Cada vez que lo hicisteis con uno de esos hermanos míos más humildes, lo hicisteis conmigo” (Mt 25,40).

El hombre encuentra a Dios en el hombre. Esto no quita que Dios “ilumine los ojos del alma” (Ef 1,17) y “haga que Cristo habite por la fe en lo íntimo” del hombre (Ef 3,17); pero si esa llama que se enciende “en lo escondido” (Mt 6,4) no da calor afuera, es ilusoria. La voluntad del Padre, cuya plena realización será su reino, es que los hombres sean hermanos.
Por eso el hombre ofende a Dios en el hombre. A Dios no puede tocarlo; pero puede herirlo en su imagen, y él toma como propias las ofensas a su criatura. En el grito del hombre se oye el acento de Cristo: “Tuve hambre y no me disteis de comer” (Mt 25,42).

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