Introducción.
Este libro ha nacido de una pregunta: ¿Qué valor tiene y qué representa la celebración cristiana? La cuestión tiene su importancia en esta época de renovación litúrgica, cuando surgen tantas iniciativas y se derrochan tantos esfuerzos para dar significado a la reunión dominical.
Tras bastantes años empleados en estudiar las diferentes tradiciones litúrgicas de la Iglesia, nació el deseo de encontrar sus raíces evangélicas. Una sorpresa nos aguardaba: en los evangelios no aparecen nunca los términos “liturgia”, “culto”, “sacrificio”, “sacerdocio”, referidos a los cristianos. Y los evangelios no son escritos ocasionales como las epístolas, sino obras destinadas a comunicar el mensaje de Cristo, resultado de reflexión prolongada, con finalidad catequética, y redactados, al menos el de Lucas, “después de comprobarlo todo exactamente desde el princpio” (1,3).
Estas omisiones evangélicas obligaban a investigar la índole de la celebración y el lugar que ocupa dentro del marco señalado por Cristo. Leyendo el evangelio y el entero Nuevo Testamento se aprende que Cristo Señor vino a comunicar al mundo la vida de Dios, y que esa vida nueva y eterna ha de embeber y valorizar toda la realidad humana. Se deduce de ello que una celebración cristiana, para legitimarse, debe de algún modo reflejar y expresar esa vida que penetra el ser y la actividad de los cristianos. Queda así dibujado el nexo entre vida y celebración.
Pero tal nexo no se puede limitar a la expresión de lo vivido; como aparece en la eucaristía, la celebración es al mismo tiempo alimento y acicate para lo que queda por vivir. La conclusión, por tanto, debe formularse así: la celebración cristiana es la expresión y el estímulo de la vida cristiana. Si no es expresión de lo que se vive, queda en teatro, y toda reforma o iniciativa litúrgica, por bien intencionada y erudita que sea, acabará en el hastío. Si no fuera estímulo, se reduciría a una expansión momentánea e intrascendente.
Esta conclusión impuso el plan del libro: había que describir en primer lugar los rasgos fundamentales de la vida cristiana, para inferir de ellos las características de la celebración. Sin embargo, dada la riqueza de la vida que Dios comunica, no podía abarcarse su panorama de un solo golpe de vista; por eso hubo que dedicar cuatro capítulos a exponer diferentes aspectos que parecían necesarios, sin excluir otros que no nos han venido al pensamiento o no parecían atañer tan directamente al asunto. Como además cada uno vive su cristianismo según le impulsa el Espíritu y lo instruye su cultura, intentamos ajustarnos a los datos del Nuevo Testamento, a fin de que todo cristiano pueda reconocerse en el espejo que se propone.
Este libro, por tanto, no es un tratado de apologética; no pretende explicar la fe a los que no conocen a Cristo ni responder a las objeciones de los que no creen. Tampoco es un tratado sobre la Iglesia; por eso no entramos en su organización interna. La celebración de las maravillas de Dios es asunto de todos los creyentes y a ellos se dirige el libro. Está escrito por uno que se profesa cristiano. La fe en Cristo es el don supremo, el estado de vida en que se ejerza es secundario; da lo mismo ser judío o griego, esclavo o libre, obispo o fiel, jesuita – como el autor – o casado. No queremos añadir ninguna determinación a esa fe, para que nadie piense que algo puede aumentar su lustre. Nos atenemos al aviso de san Ignacio de Antioquia:
“Quien se llama con otro nombre además de éste no es de Dios (Ad Magn. 10,1).
No hay comentarios:
Publicar un comentario