lunes, 21 de septiembre de 2009

CAP.I.I.2. El no creyente.

Cap.I.I.2.
El no creyente.

¿Cabe considerar la fe como condición indispensable para una vida humana? La fe cristiana ciertamente no. En el pasaje de san Pablo, comentado antes, el apóstol suponía que, reconociendo a Dios, los paganos habían podido vivir en una sociedad más justa. Pocos estarán en desacuerdo con la afirmación de que el hombre puede salvarse fuera del cristianismo, si es fiel a la partícula de revelación divina a él asequible.

En nuestros días, sin embargo, el problema se plantea con una agudeza desconocida para Pablo. Existen no pocos hombres, en todo escalón de cultura, que se profesan ateos. Por otra parte, la experiencia muestra que no se les puede acusar fácilmente de ser inmorales, explotadores, agresivos, deshonestos. Muchos son personas respetables, algunos incluso han sabido sacrificarse por un ideal de solidaridad humana. ¿Qué pensar ante estos casos?

Notemos en primer lugar dónde está el problema. No se discute si el hombre puede serlo plenamente por sus propios recursos; el cristiano cree que no, que necesita la ayuda de Dios. La cuestión se limita a dilucidar si los confines de la acción de Dios coinciden con las fronteras de la creencia en él. Los hechos parecen negarlo; las iniciativas, individuales o sociales, en favor del hombre muestran el suave impulso de Dios que promueve su reino; y en ellas intervienen hombres que se declaran despreocupados de los trascendente.

Si admitimos estos casos, ¿cuál sería para el hombre la garantía de normalidad, el camino del perfeccionamiento? Descartada por hipótesis la profesión de una fe, no quedan sino la fraternidad y la ayuda a su semejante. Quien secunda la acción divina a favor del hombre realiza en sí la imagen de Dios. Para creyente y no creyente, la condición de normalidad y desarrollo es la misma: amar al prójimo. Como lo decía san Pablo: “Quien ama tiene cumplido el resto de la ley” (Rom 13,8), la conozca o no.

El proceso del pecado que Pablo muestra en Rom 1 no debe, por tanto, considerarse como el único posible. El pecado puede ensañarse con el hombre antes de atreverse con Dios; y en sentido contrario, la salvación puede empezar sanando la relación con el prójimo, y en ella encontrar, más o menos explícita, la relación con Dios.

En todo caso, la fe es un profundo misterio. No parece demasiado afirmar que el hombre dispuesto a la ayuda desinteresada o entregado al bien de la humanidad está movido por una fe; si la formula, podrá usar un lenguaje teísta o simplemente humano: fe en el hombre, en la libertad o en el progreso. Pero la fe no debe juzgarse siempre por sus fórmulas, condicionadas por la educación e historia de cada uno. La fe sedicente teológica que en la vida prescinde de prójimo no atina con Dios; una fe humana que se dedica al bien de los demás es muy posible que, nebulosa u oscuramente, alcance al Dios escondido.

Para avanzar, el hombre necesita de Dios, pero no es indispensable la fe teológica. Para ayudar al hombre, Dios no pone condiciones, ni siquiera la fe; no quiere que el hombre crea y lo ame por motivos interesados. Ningún cálculo debe empañar la alabanza y la gratitud.

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