domingo, 22 de agosto de 2010

3. Estilo de la celebración.

La continuidad entre vida y celebración delinea el estilo de esta última. Si la celebración es vida destilada y concnetrada, seguirá el estilo de la vida misma, haciendo resaltar los rasgos de ella que caracterizan a la fiesta.

Por tanto, el estilo de la celebración está en función del estilo de la cultura; el umbral de la iglesia no impone un cambio de talante, pues la sacralidad es tan intrínseca a la vida como a la celebración.

El estilo de vida en la sociedad actual es secular, y el mismo penetra en la celebración; el hombre es consciente de su dignidad y de su fuerza; el cristiano sabe además que la dignidad le viene de ser imagen e hijo de Dios y la fuerza del vigor que Dios le comunica. El mundo celebra al hombre; el cristiano, al hombre y a Dios su padre. Pero el estilo es similar. No se establece con normas, pertenece a la esfera de la expresión; el hombre de hoy usa para expresarse un determinado estilo; sería artificioso querer imponer uno diverso a la celebración, ajeno a la sensibilidad de la generación presente o del grupo concreto que se reúne. Cada comunidad, libre y espontánea, encontrará su manera.

Por tanto, el local para la celebración será más bien una sala de fiestas que una iglesia tradicional con sus asociaciones precristianas de "templo". Es la sala de reunión de la familia de Dios, deseosa de pronunciar su amén a la creación primera y a la segunda efectuada por Cristo. Este loca o sala, la domus ecclesiae o "casa de la comunidad", según la antigua y acertada terminología, ha de reflejar los caracteres de la pascua que celebra, siendo transparente y sobria, luminosa y apacible, llevando a la activa profundidad de la creación nueva.

La iglesia no es un momento sacro para expresar la gloria de Dios ni tampoco un simple centro para encuentros sociales. Es un hogar común para el pueblo de Dios, espacio fundamental para la asamblea festiva, que ha de expresar hospitalidad, familiaridad y alegría.

No hace falta que se distinga por fuera de los edificios vecinos; la iglesia-edificio no ha de ser el signo externo de la presencia del cristianismo en la ciudad, concepto anacrónico y símbolo muerto. La recomendación del Señor a cada uno de entrar en su cuarto y cerrar la puerta cuando quiera orar vale también para el grupo; no hay que hacer espectáculo de la propia celebración. Basta una casa entre las casas; siendo lugar de celebración y hogar común, ha de ser más humana que las otras; reflejará el modo de ser de la época y, al mismot tiempo, el hombre nuevo en Cristo.

Las actitudes corporales pertenecen también al estilo; como en los primeros siglos, se prefiere estar de pie a estar de rodillas. No es una decadencia en la fe, sino una consecuencia de ella; al creer que Dios considera al hombre como un hijo adulto, la actitud respetuosa no es ya la del esclavo; como atestiguan numerosos autores eclesiásticos, entre ellos Tertuliano (fines del siglo II), san Bssilio (Siglo IV) y san Agustín (Siglo V), los domiengos y todo el tiempo pascual estaba prohibida la genuflexión, para recordar que la resurrección de Cristo nos había levantado de la caída. El canon 20 del Concilio de Nicea sancíonó esta costumbre, que fue confirmada más tarde por el Concillio de la Cúpula (in Trullo, año 691, canon 90). Celebrar y orar de pie era precisamente símbolo de la nueva condición del hombre, gracias a Cristo.

También el vestido entra en el estilo. La reunión, más sencilla, prácticamente no necesita indumentos peculiares. La fiesta, en cambio, se expresa también por la vistosidad en el vestir. Sólo a fines del siglo IV empezaron a usarse vestidos especiales para la celebración; hasta entonces se hacía en traje de calle. San Juan Crisóstomo, obispo de Constantinopla, cambiaba de manto para celebrar, lo que le valió acusaciones de soberbia. La intención primera fue probablemente tener un manto limpio en la iglesia por si el de calle no estaba presentable. Los ornamentos hoy en uso en las diversas iglesias de Oriente y Occidente derivan todos de la antigua túnica y manto civiles del Impreio romano. También esta usanza está sujeta al gusto de las épocas; si se adopta un vestido para celebrar la fiesta, podrá inspirarse en los cánones de la elegancia o fantasía contemporánea.

En la celebración no tienen precedencia los obispos, sino las personas; el mobiliario, por tanto, ha de ser funcional, sin lugar decretado a priori, según las necesidades de la concurrencia y el tipo de celebración. La mesa para la eucaristía, más tarde llamada altar, por asimilación al Antiguo Testamento, era portátil y se colocaba en el momento y lugar oportunos al empezar la segunda parte de la misa. En la antigua cultura la silla era distintivo de autoridad; la gente solía sentarse en escabeles bajos o en el suelo; esta costumbre retorna curiosamente en el munto moderno, con más comodidad ciertamente, gracias a la difusión del alfombrado.

Si alguno quisiera propugnar el estilo cultual de la asamblea cristiana, basándose en la concepción sacerdotal del cristianismo, expuesta en el capítulo segundo, debe recordar que las categorías sacrificio-culto-sacerdote forman un sistema simbólico que describe simplemente la vida cristiana de fe y caridad. Expusimos allí el sentido existencial del sacerdocio de Cristo y del cristiano. Si interpretamos la vida cristiana como culto, hay que precisar inmediatamente la diferencia entre ese culto y los de las religiones precristianas. La connotación ceremonial exclusiva de la palabra culto es propia de nuestras lenguas modernas; en latín cultus, derivado del verbo colo, "cuidar de", se aplica lo mismo al campo (cultivo), al cuerpo (cuidado) y a los dioses (honor); la idea común es la de responder con acciones a las exigencias de cada una de esas entidades. La palabra griega latreia, "culto", aparece una sola vez en los evangelios (Jn 16,2), referida a los perseguidores que pensarán dar culto a Dios matando a los cristianos. El verbo correspondiente, latrenuo, es también raro, y el verbo hebreo ´abad, al que traduce, significa simplemente "servir" en todos sus sentidos, servir a la patria o al rey. Referido a Dios, toma el matiz de servicio a un soberano, a un dueño sin especial carácter cúltico. La concepción cultual de la asamblea cristiana pertenece al estadio religioso, en que el culto estaba separado de la vida. Una vez que Cristo ha identificado las dos esferas, ele stilo de vida es el estilo de culto.

Una observacíón final. Aunque interrumpe la tarea cotidiana, la celebración no es un refugio para olvidar los agobios de la vida y la maldad del mundo; olvido buscado es evasión. Se critica con derecho el aturdimiento deliberado de la feista frívola, que anhela evadirse de la realidad; si los cristianos pretendieron eso, estarían usando el mismo estupefaciente con etiqueta distinta.

Algunos, sin buscar la evasión, no perciben el nexo entre celebración y vida. Para ellos, pasar de una a otra equivale a cambiar de estación en un receptor, dejando la estación mundana para sintonizar con la ultraterrena. No hace falta repetir lo antes expuesto; esta concepción niega de hecho la fe, estableciendo la separación entre las dos esferas e ignorando la acción de Dios en el mundo.

La reunión cristiana no es evasión ni excursión a otro planeta. Ampliando una comparación de G. Fackre, es un momento de reposo; amarradas las canoas a la orilla, sentados en la hierba, frente a los rápidos del río, se descansa y se goza, se come y se canta antes de continuar el viaje; y en la conversación se comentan las peripecias. No es cuestión de olvidar, sino de superar, descubriendo bajo las miserias del mundo y de la vida el amor activo de Dios por su obra. Hay que aguzar la vista para percibir el oro bajo el fango y exaltar la fe para que no se encalle en los bajíos, refinar la concepción de la realidad y vislumbrar el dedo de Dios en rincones que no se habían considerado.

La celebración está cogida en un paréntesis: entre lo hecho y lo que ha de hacerse; filtra y agradece el pasado, otea y anhela el futuro que Dios promete. En el presente ha de expresar su concepción del mundo y su norma de vida. La primera es la visión de la fe: que el sostén de esta realidad es un amor infinito. La segunda es el dinamismo de la caridad: "Los cristianos quieren ser instrumentos del Dios-amor para realizar en otros lo que antes se ha realizado en ellos; su propósito es dar a Dios, su Padre , hijos que se le parezcan por el inconfundible aire de familia; es decir, por la caridad rica y sin envidias, cuya dicha es doble: la alegría inmaculada de saberse amados de Dios y, libres de todo interés propio, el poder de amar como Dios ama".

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