Si se quiere elaborar esto en términos psicológicos han de distinguirse tres estados del yo existentes en cada persona: el Padre, el Adulto, el Niño. Cada uno se apoya en un bloque de sentimientos que inspiran a su vez determinadas maneras de comportarse.
El estado parental abarca los sentimientos inducidos por el ejemplo y la imitación de los propios padres; es transmisor de los heredado, tiende a lo tradicional y a lo protectivo; asegura lo habitual, eximiendo de mil decisiones triviales. Su pensar no es personal, sino aprendido, sigue los carriles trillados.
El estado de adulto se refiere a la vida práctica; es capaz de utilizar datos y calcular probabilidades, para enfrentarse eficazmente con el mundo exterior. Su pensamiento es un razonar mirando a la decisión y, por tanto, calculador y utilitario; su dominio es la estrategia en toda la amplitud del término.
El estado de niño, que no hay que confundirlo con lo pueril, no depende de herencias ni es reacción o pronóstico en la lucha por la existencia; es la quintaesencia de lo personal, destilada de la propia historia. Representa la intuición, la creatividad, la diversión y el ímpetu espontáneo. El niño que habita en cada uno es el que descubre y explaya en situación de fiesta. La pauta de la fiesta es la actitud del niñó: confiado, acogedor, inventivo, entregado, gozoso. No se puede establecer la fiesta sobre la practicidad del adulto ni sobre la seriedad y responsabilidad del padre. Fiesta es poema, creación, alegría. Son precisamente las cualidades que llamamos el niño.
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