En consecuencia, la celebración cristiana tendrá algunos -pocos- modelos expresivos comunes a todas las culturas, que serán las acciones simbólicas más cercanas a lo elemental humano, comer, por ejemplo, o lavarse.
Consideremos la cena eucarística. Comer juntos es símbolo universal, o poco menos, de comunidad de vida, pero el ceremonial de una comida varía del cultura a cultura. Por tanto, la celebración eucarística, a menos de aparecer como artículo de importación, tendrá que desenvolverse según las normas que impone el ambiente. Además, a nivel de grupo, muchos detalles serán resultado de convención particular y aun de la expresión espontánea dentro del grupo mismo.
Consideremos, para no quedar en lo abstracto, la cultura china en relación con la eucaristía. Esta se compone de dos partes, una reunión para escuchar y comentar la palabra de Dios comentada realiza la unión; la comida sacramental efectúa la comunión. En la cultura china, por cuanto nos consta, ninguna reunión puede empezar sin que se ofrezca a los asistentes una taza de té; si la celebración en torno a la palabra ha de tomar el tinte de la cultura, forzosamente habrá de incluir el ofrecimiento de la bebida. Otra observacón referente a la misma cultura; no hay comida de cierta solemnidad que no termine con un brindis. Si la eucaristía es una comida, también lo requiere. Refelxionando, se cae en la cuenta de que brindis y bendición son hermanos: ambos consisten en desear alguna gracia o bien a los asistentes; el brindis es una bendición mojada y sin carácter teológico, aspecto éste fácilmente retocable. Si la eucaristía del pueblo chino floreciese espontánea en su cultura, la bendición final tomaría, sin duda, forma de brindis.
Por otra parte, no hay que oponerse obstinadamente a toda ósmosis cultural; significaría negar la base común de la naturaleza humana. La cultura de Occidente es un buen ejemplo de confluencia de la tradición judeocristiana con la síntesis grecolatina. Muchos elementos oriundos de otras culturas acaban por absorverse y convertirse en sangre propia. Abrazar la fe cristiana presupone, sin duda, un contacto con realidades culturales ajenas, comenzando por los libros del Antiguo y Nuevo Testamento. El problema es, sin embargo, menos grave de lo que aparece a primera vista; la revelación no se ha dado en forma de una filosofía ni, salvo algunas excepciones, en forma de dichos sapienciales. Su mayor parte, y en especial el evangelio, está narrada en forma de historia; si alguna filosofía la baña es un sencillo vitalismo afín al de muchas culturas; el canon de libros inspirados se detiene prácticamente en el momento en que los escritores cristianos empiezan a teologizar basándose en la filosofía griega, que, con todos sus méritos para la historia de la humanidad, estaba demasiado ligada a una cultura y a una lengua. La mayor parte de la revelación consiste en la narración de hechos y en composiciones poéticas; los hechos no son fenómenos culturales, sino humanos, aunque tengan lugar en un ambiente cultural determinado; la poesía, por una parte, es la forma literaria más accesible a la sensibilidad humana y, aunque los poetas bíblicos se refieran a circunstancias concretas, su tema es la intervención de Dios en la historia y la calidad del diálogo entre Dios y el hombre. Hay que añadir, sin embargo, que la familiaridad con la Escritura introducirá nuevos modos de hablar, y objetos que antes carecían de especial simbolismo lo adquirían en contexto cristiano. Así ha ocurrido en Occidente, donde las lenguas romances contienen muchas expresiones provenientes del hebreo a través de la Vulgata latina.
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