La fiesta es personalizante; la comunicación que en ella se establece engendra contemplación y profundidad. ¿Cabe en la fiesta cristiana la embriaguez extática o el vértigo enajenante? Es difícil marcar la linde entre el entusiasmo legítimo y el torbellino. Hay que persuadirse además de que al Señor no le molesta la exuberancia, al contrario; lo demostró en la boda de Caná, proveyendo vino, y del bueno, para que la fiesta continuase.
La cuestión se presentó a san Pablo en Corinto; la afición de aquellos cristianos por los fenómenos espectaculares era, sin duda, un residuo de paganismo. El Apóstol enuncia repetidamente un principio: "Todo se haga para construir la comunidad" (1 Cor 14,3.4.5.12.26). La fiesta cristiana no es sólo desahogo, sino también estímulo; no debe dejar decaídos, sino activados.
El cristiano sabe adónde va, desempeña una tarea seria colaborando con Dios en la reconciliación de los hombres; su alegría y exuberancia saludan al reino venidero y lo expresan, vislumbrando en el presente la plenitud futura. En cualquier grado de festejo que se ejercite, la celebración, a los ojos de un no cristiano, debería causar una impresión positiva. Por eso san Pablo frenaba el excesivo entusiasmo de los que discrusseaban en lenguas ininteligibles; prefería que hablasen los inspirados capaces de exhortar en el idioma corriente: "Supongamos ahora que la comunidad entera se reúne en asamblea y que todos van hablando en esas lenguas; si entra gente no creyente o simpatizantes, ¿no dirán que estáis locos? En cambio, si todos hablan inspirados y entra un no creyente o un simpatizante, lo que dicen unos y otros le demuestra sus fallos, lo escruta, formula lo que lleva secreto en el corazón; entonces se postrará y rendirá homenaje a Dios, reconociendo que Dios está realmente con vosotros" (1 Cor 14,23-25).
Pablo no descarta los fenómenos que se manifestaban en lenguajes incomprensibles, pero los limita; la celebración no podía reducirse a eso. Por lo que a él toca, dice: "Gracias a Dios, hablo en esas lenguas más que todos vosotros; pero en la comunidad prefiero pronunciar cinco palabras inteligibles, capaces de instruir a los demás, antes que diez mil en un lenguaje arcano" (ibíd. 18-19).
Entusiasmo, sí, anarquía, no. Dios no quiere desorden, sino paz (ibíd. 32). Acción exaltante, desde luego; artificios que aturdan, intentos de perforar los límites de lo personal, para adentrarse en un todo supra o ultrapersonal en que se esfume la individualidad, no parece cristiano. La orgía dionisíaca nacía del ansia de superar las barreras del ser; según Nietzsche, el individuo es un error; para el cristiano, en cambio, es un carisma, un regalo de Dios. Con el vértigo y el frenesí dionisíacos quería el hombre, mintiéndose, librarse de sí mismo, curarse de ser hombre, taladrar el tiempo y el espacio para salir del aquí y ahora y vagabundear en el océano de la sensación ilimitada. Los cristianos no necesitan mentirse, no están cansados de ser hombres; al contrario, afirman su valor y su dignidad.
Quien vive superficialmente acaba harto de sí mismo. Nunca entra en sí, busca dilatarse y choca con sus paredes; pero es una dilatación gaseosa, que disminuye su densidad. Hay otra manera de ampliar el ser, por la concentración, que aumenta su peso específico y descubre nuevas dimensiones y espacios en su mismo centro; entonces comprende lo que es "anchura y largura, altura y profundidad" (Ef 3,18). esta dilatación del ser se hace posible en la comunicación personal y profunda; además el hombre que respeta su pared existencial siente que al otro lado hay uno que interpela.
No hay que curarse de ser hombre, sino de estar solo, de ser medio hombre. A Dios no se llega por la grandeza, sino por la bondad; y si hemos de saber que somos pobres, la pobreza esencial es la finitud; este realismo se llama también humildad. Al saber y amar lo que somos, es cuando amamos a Dios y llegamos a la felicidad: "Dichosos los que se saben pobres, porque suyo es el reino de los cielos" (Mt 5,4).
El hombre es historia y el cristiano no pretende evadirse de donde Dios lo ha colocado. No se avergüenza de ser hombre, sabiendo que por serlo es imagen de Dios; quiere ser mejor hombre, más profundamente humano, para hacer esa imagen más semejante a su modelo.
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