lunes, 9 de agosto de 2010

Palabra de Dios y síntesis particulares.

Si para cada individuo es inapreciable el intercambio de experiencias, cada uno y la comunidad necesitan enfrentarse con la palabra de Dios, única capaz de alabir los condicionamientos individuales y culturales. Para el cristiano que ya conoce los rasgos esenciales de la fe, la Escritura no es primordialmente informativa, sino ante todo formativa. El acto de escucharla y comentarla es un encuentro, una confrontación que hace vacilar márgenes de la propia síntesis y rectifica vectores. Es necesario para el individuo y para el grupo organizar mentalmente su experiencia y su misión cristianas; pero el hombre tiende a encasillarse. La palabra de Dios lo sacude, hiende sus seguridades especulativas, haciéndolo penetrar más a fondo. Dios comunica paz, pero no confort de instalados; hay que estar siempre dispuestos a ir adelante, a entender más y mejor. La palabra es un catalizador que desencadena procesos de propio conocimiento y abre puertas internas no sospechadas; es un bisturí que saja las esclerosis del yo, enseñandole a encontrarse con los demás y librándolo del aislamiento. Como texto de gran riqueza, ofrece cada vez sentidos nuevos y facetas diferentes; impide el estancamiento religioso del cristianismo, manteniéndolo en el brío y la viveza de la fe.

Una fe basada únicamente en el ámbito de la propia experiencia es una fe de vía estrecha, puede agotarse pronto y, en todo caso, está demasiado condicionada por la historia y la psicología del individuo. Dios ha cuidado de no dejarnos en esa zanja; nos ha sacado a la llanura, donde podemos mirar a lo lejos en todas direcciones. Se ha valido de la Escritura para abrir nuestra angostura mental a la rosa de los vientos. La Escritura presenta la experiencia de un pueblo privilegiado en su relación con Dios, un pueblo que percibió a ese Dios actuando en una larga y azarosa historia; estuvo cerca y lejos de él, tuvo su luna de miel y su repudio. En ese pueblo surgieron hombres de impresionante autenticidad, que supieron echar en cara a los potentes sus injusticias, que se opusieron públicamente a los errores políticos y a la falsa seguridad, que vacilaron ante las exigencias de Dios y a pesar de todo arremetieron con su tarea, confiando en él.

A través de esos recodos de la historia de Israel va apareciendo el rostro de Dios, sonriente o airado, paciente o amenazador. Aparecen también los hombres, grandes, viles, fanáticos, heroicos, testarudos. Así vamos conociendo a Dios y al hombre.

Esta doble experiencia de Dios y del hombre se dilata y se profundiza en la figura de Cristo, la "bandera discutida" (Lc 2,36). El da la clave de interpretación del Antiguo Testamento, que resulta preparación a su venida y revelación progresiva de Dios, cuya imagen definitiva y perfecta es Jesús mismo. Ante él no hay neutralidad posible, él hace patente "la actitud de los corazones" (ibíd.). Su presencia es una llamada tan estentórea que no se puede ignorar, hay que pronunciar el sí o el no. La actitud que ante él se tome decide el juicio escatológico (Mt 10,32-33). Los episodios de su vida son paradigmáticos para las situaciones humanas. Hay que cotejar incesantemente, a la luz de Cristo, la fe personal con ese repertorio que Dios nos proporciona, para no reducir a Dios a las dimensiones de nuestro gusto o nuestro temor.

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