Supuesto que la celebración refleja la vida, todas las características de ésta deben ser visibles en la primera. Ante todo, ha de saltar a los ojos la igualdad entre los cristianos, fundamento de la hermandad y enemiga de todo privilegio. El conocido pasaje de Santiago, válido para toda ocasión, se aplica expresamente a la reunión celebrativa: "Hermanos míos, si creéis en nuetro glorioso Señor Jesucristo, no tengáis favoritismos. Supongamos que en vuestra reunión entra un personaje con sortijas de oro y traje flamante y entra también un pobretón con traje mugriento. Si atendéis al del traje flamante y le decís: "Tú siéntate aquí cómodo", y decís al pobretón: "Tú quédate de pie o siéntate aquí en el suelo junto a mi estrado", ¿no hacéis distinciones subjetivas?, ¿y no dáis un juicio basado en raciocinios condenables?".
El bautismo nivela a esclavo y libre, nacional y extranjero, hombre y mujer. Esta igualdad tiene que brillar en la celebración cristiana. Cristo, en quien todos somos uno (Gál 3,28), no tolera distinciones basadas en rango, raza o herencia. Es misión de la Iglesia demoler barreras entre los hombres; ninguna puede quedar en pie en la celebración. Esta ha de ser un mentís a todas las pretensiones y fachadas, altanerías y menosprecios e la sociedad. Quien ocupa un puesto eminente ha de esmerarse por subrayar la igualdad, sin aspavientos, pero con eficacia. Es, por supuesto, difícil, por no decir imposible, establecer pie de igualdad en la celebración si el mismo espíritu no reina en la vida; quien se empeñara en obrar de dos maneras distintas caería en el artificio y en la farsa.
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